“Si conocieras el don de Dios...” (Jn 4:10): Frente a la sed de la mujer samaritana, figura del deseo del ser humano, Jesús recuerda la primacía del don de Dios. Tanto la verdad como el amor nos refieren a un origen que nos precede, cuya fuente última se encuentra en Dios Creador. Hablar de Dios como Creador significa confesarlo como alguien que, en la libertad de su amor, abre y sostiene el espacio del mundo, ordenándolo para que los seres humanos puedan habitarlo y cultivar una plenitud que va más allá de la medida humana. Aceptar al Creador significa, por lo tanto, aceptar el hecho de que en su unidad la verdad y el amor son la clave para comprenderse a sí mismo, al mundo y a la historia. Precisamente esta referencia del amor a la trascendencia abre también a la razón un camino que, partiendo de la experiencia de la verdad del amor, conduce al descubrimiento de Dios Creador.
“Si conocieras... quién es el que te dice: ‘Dame de beber’, tú le pedirías a él, y él te daría agua viva” (Jn 4, 10). El Redentor del hombre nos ha revelado el amor del Padre, rico en misericordia, que nos engendra como hijos suyos. También provoca en nosotros una pregunta que nos permite recibir este amor. El Espíritu Santo, agua viva dada por Jesús, convierte nuestros corazones para que Cristo sea nuestra vida. De esta manera, Cristo se convierte en nosotros en la fuente de una fraternidad que trae un nuevo significado a la historia.
“Me ha contado todo lo que he hecho”, afirma la mujer samaritana, después de conocer a Cristo (Jn 4:39). El hombre es el ser llamado a aceptar el amor original ofrecido por su Creador, un amor que a su vez pide el don del hombre a Dios, y que se manifiesta en sus relaciones con los demás hombres. Sólo a partir de esta visión relacional del hombre podemos entender la libertad (centro de la visión moderna del hombre) no como una libertad autónoma vacía, sino como una libertad despertada por un don y llamada a realizarse en un don de sí mismo.
El cuerpo nos dice, de hecho, que procedemos de otros, dando testimonio de un don original (es el cuerpo “filial” como testimonio del hecho de que somos hijos e hijas, hermanos y hermanas). Además, en el cuerpo están los signos anticipatorios del don de sí mismo que se realiza plenamente en la comunión conyugal (es el cuerpo “esponsal”). En el cuerpo hay, finalmente, un dinamismo de generación, que nos obliga a ir más allá de nosotros mismos (es el cuerpo “paterno” o “materno”)”. A través de su Encarnación, Cristo vivió el lenguaje del cuerpo en su totalidad, revelando su fundamento original y anticipando su plenitud. Con la comunicación de su Espíritu, permite que esta plenitud madure en nosotros.
La verdad del amor da origen a la familia, fundada en el matrimonio indisoluble entre el hombre y la mujer y abierta a recibir y a educar a los hijos. La matriz familiar permite al ser humano comprender en su propia carne que su identidad es relacional: ha recibido la vida como hijo o hija, para darse a sí mismo como esposo o esposa y transmitir esta vida a otros como padre o madre. Respetando esta gramática de las relaciones familiares, es posible declinar de modo adecuado la diferencia entre generaciones. La negación de la diferencia sexual y su apertura a la transmisión de la vida cierra al hombre en el individualismo y hace imposible la construcción de la sociedad.
Para hablar de la verdad del amor es necesario, de hecho, reconocer la fragilidad de la condición humana, y especialmente la presencia del pecado. El pecado, como rechazo del amor originario del Creador, conduce a separar el amor de la verdad. La verdad se ve entonces como algo que se impone desde fuera, mientras que el amor, desprovisto de verdad, aparece como una experiencia íntima del individuo aislado. Por el contrario, la verdad del amor en Cristo vence al pecado, en la medida en que esta verdad manifiesta y comunica la misericordia de Dios. Esta no es mera tolerancia frente al mal, sino una regeneración del sujeto moral para que viva un amor verdadero y pleno.
En los sacramentos entramos en el ambiente de relaciones inaugurado por Cristo, participando así en el lenguaje del cuerpo de Cristo, para vivir como Él vivió y nos enseñó a vivir. Los sacramentos contienen la unidad entre una palabra verdadera que nos abre un camino y un amor que toca nuestra carne y la transforma. De este modo, los sacramentos son los eventos en los que Cristo actúa con su Espíritu de amor, acompañando toda la historia humana hacia su plenitud. Se superan así las diversas visiones reducidas de los sacramentos, que los ven, ya como ritos externos desvinculados de la experiencia y el camino de los hombres, ya como consuelo emotivo, ya como meros signos de pertenencia a una comunidad.
En este horizonte, las normas morales son exigencias de la verdad sobre el bien, y las virtudes se convierten en la clave de la moral, como disposiciones que, partiendo de un don de Dios, permiten una acción excelente. De este modo se supera un enfoque erróneo de la moral cristiana, a saber: explicarla desde la polaridad entre lo subjetivo y lo objetivo. Pues esta polaridad conduce a una dialéctica de la conciencia y la ley, dialéctica incapaz de captar el dinamismo de la acción humana hacia una madurez plena.
Aceptar la verdad del amor implica aceptar una verdad de los afectos, pues estos no son sentimientos autorreferenciales. Un afecto es, por el contrario, la primera reacción a un amor que nos precede, el cual en sí mismo ya anticipa la unión con el amado y nos permite avanzar hacia esta meta. En su versión racionalista el paradigma que opone la ley a la conciencia ignora los afectos o los considera como obstáculos a la libertad. El mismo paradigma tiene también una versión emotivista, que absolutiza los afectos, eliminando la referencia de ellos a la verdad. Por el contrario, desde el punto de vista de la verdad del amor, es posible reconocer que en el afecto existe una verdad inicial, aunque no todavía completa y suficiente. Se hace así evidente la importancia de la educación, proceso en el cual los vínculos personales permiten que los afectos maduren en virtudes.
Esta vocación depende no sólo de las fuerzas del individuo aislado, sino de la llamada originaria del amor, llamada que nos acompaña para que podamos alcanzar la comunión con Dios y con el prójimo. A veces se acusa al cristianismo de indicar a los hombres un ideal demasiado elevado e imposible de alcanzar. Esta acusación conlleva sofocar el deseo humano, perder la esperanza ante nuestra vocación y rechazar el poder transformador de la gracia, el cual tiene como meta la divinización. Implica, además, un neopelagianismo de la fragilidad que cuenta exclusivamente con la fuerza limitada del individuo y que justifica en última instancia sus fracasos. Sin embargo, las posibilidades reales del hombre para realizar el bien no se encuentran sólo en su propia fuerza. Pues, al estar constituidos en relación con Dios y con los demás, estas relaciones permiten que nuestras acciones vayan más allá del pequeño horizonte del sujeto aislado. Para la fe cristiana, nuestras posibilidades reales son las posibilidades abiertas por Cristo, el Redentor del hombre (cf. Juan Pablo II, Veritatis Splendor, n.103).
Inspirándonos en el diálogo de Jesús con la samaritana, podemos hablar de una pastoral de la fuente, y no del pozo. Pues la primera se apoya en el don original de la vocación, que Dios confía al hombre (fuente) y busca cómo este don puede florecer. Mientras que la segunda se basa sobre las fuerzas aisladas del hombre, que pronto se agotan (pozo). De esta manera se supera la pobreza de una pastoral que suscita emoción, buscando consolar, pero que no forma a las personas para actuar, o que se fragmenta en el intento de resolver problemas, descuidando fomentar la grandeza de la vocación cristiana.
El bien que nos atrae es siempre también un bien común, ya que lo compartimos con nuestros prójimos para construir la sociedad (cf. Benedicto XVI, Caritas in Veritate n. 7). De este modo el bien de la persona, como bien de la comunión, sólo es posible si promueve también el bien de las otras personas con las que vivimos en relación. La perspectiva del bien común permite, pues, establecer un orden de los bienes. Este orden se articula según el modo en que cada bien particular es bueno, precisamente en cuanto construye también el bien de la comunión.