Introducción al libro
Juan José Pérez-Soba, La caridad. El camino mejor en la amistad con Cristo, Didaskalos, Madrid 2024, 11-26.
“Aquí estoy yo y tú y espero que como tercero entre nosotros esté Cristo”[1]. Es el inicio del diálogo ficticio entre Elredo de Rieval, monje cisterciense del siglo XII (1110-1167) con su gran amigo, el también cisterciense Ivo que vive en el monasterio de Wardon[2]. Esta afirmación tan explícita de la presencia de Cristo en su unión se toma como inspiración primera para hablar de la amistad en este libro tan especial que lleva como título Sobre la amistad espiritual.
Es un texto del máximo interés, porque se puede decir que ha cambiado la espiritualidad de su tiempo. Elredo, al escribirlo, tuvo la gran osadía de pasar de la habitual elevación del alma a Dios en la soledad de la oración, a un diálogo con un amigo humano en el que Dios se manifiesta y permite profundizar en su presencia. A partir de él, serán otros muchos los monjes que retomen este género literario del diálogo para referirse a una relación más profunda con Dios[3]. Todo parte de un nuevo modo de análisis experiencial, en el que Cristo es el que sostiene las amistades humanas y se sirve de ellas para conducir a los hombres a la perfección en su unión con Él.
Esta obra representa de algún modo el inicio de lo que se ha denominado la Edad de Oro de la Teología del Amor[4]. Es una etapa que se puede considerar la primera extensión del impacto enorme que tuvo en el siglo XII la figura de San Bernardo (1090-1153) que cambió el modo de hacer teología y puso como punto central y primero la contemplación del afecto recibido de Dios como una dinámica propia de la gracia[5].
Hemos de aprender mucho de esta época, porque esta centralidad del amor en la teología no fue ni mucho menos un movimiento casual, sino que estuvo en gran medida motivado por la revolución sexual causada por la aparición del amor cortés, que estuvo vinculada a la aparición de la herejía cátara en el sur de Francia[6]. Todo ello está encuadrado en el paso entre la alta y la baja Edad Media, con los enormes cambios culturales que tuvieron lugar en esos años que causó un impacto muy grande en el matrimonio con efectos muy perniciosos en tantas ocasiones[7].
De aquí la importancia que tuvo para el Abad de Claraval la consideración del amor esponsal, que glosó en sus sermones sobre el Cantar de los cantares, siempre desde un punto de vista cristocéntrico y de elevación hasta Dios[8]. Lo presenta como la revelación del amor más grande posible que aparece al hombre en una unidad profunda entre experiencia, teología y espiritualidad. Su estilo directo y afectivo causó una gran impresión entre sus contemporáneos y queda como referente perenne de un modo de profundizar en la verdad del amor. Con ello, el Doctor Melifluo tenía la conciencia clara de responder a los grandes desafíos de su tiempo y que, por ese medio, daba razón de su propia vida monástica concebida como una vocación que implicaba todo el afecto del corazón. De aquí el enorme atractivo que tuvo en su tiempo con su capacidad de arrastrar a dar el paso de elegir una vida para Dios.
En nuestros días, tan turbados por la revolución sexual de los años 60 del siglo pasado[9], esta referencia nos sirve de ejemplo para comprender la necesidad imperiosa de volver a las raíces de la teología del amor para tener una luz que nos oriente en medio de un conjunto de ideologías y confusiones sobre el amor humano que nos desconciertan y que han llegado a hacer ambiguo incluso lo más esencial para un cristiano: saber vivir según la caridad que tiene como primer fruto el orden del amor y la construcción de una vida en un camino de santidad.
1. Desde la experiencia del amor humano
Esta es la intención que me guía al escribir este libro que he de compartir con el lector. Implica el valor de introducirnos en la experiencia básica del amor que vive todo hombre, para descubrir de qué modo Dios se hace presente en ella, la transforma y le revela un camino de salvación. De esta forma comprendemos a Dios como Amor (cfr. 1 Jn 4,8.16), pero un Amor diverso al nuestro, puesto que nos introduce en un misterio que nos desborda. Creo que ésta ha sido también la perspectiva que tomó Josef Pieper en su libro El Amor, dentro de sus estudios sobre de las virtudes[10] y que me ha inspirado especialmente en este escrito. Es importante apoyarnos en la humanidad de la vivencia amorosa, para, en ella, descubrir lo íntimo de Dios (cfr. 1 Cor 2,11).
Tal vez haya sido San Juan Pablo II una de las personas que mejor percibió la necesidad de descubrir en el misterio divino del amor la luz imprescindible para guiar a las personas en aquello que más desean: amar y ser amados. Tenemos de él una herencia extraordinaria: su Teología del cuerpo, que nos ha dejado en sus catequesis[11] y que contiene un valor especial antropológico y moral[12].
Una primera mirada a nuestra cultura actual puede apreciar el peligro próximo de banalizar el amor hasta el punto de que se ha llegado a hablar de La agonía del eros[13], para expresar los verdaderos cortocircuitos que se presentan en nuestro entorno en el momento de intentar comprender adecuadamente la experiencia amorosa. No es difícil en ello ver la dificultad principal en un emotivismo que confunde el amor con la intensidad emocional que se siente hasta el punto de considerar una acción buena por el hecho de sentirse bien al realizarla[14]. Este error de lectura afectiva deforma la conciencia de las personas y debilita mucho a las personas en el camino de querer construir la vida desde el amor.
Por ello, hemos de considerar las Catequesis sobre el amor humano una especie de antídoto del emotivismo que ayuda a las personas a descubrir una fuente de amor verdadero en la que fundar la vida. Su herencia es una luz fundamental para que los cristianos puedan responder con verdad a su vocación al amor[15] y ser, por eso mismo, luz en el mundo (cfr. Mt 5,14). Esto es un hecho de una enorme importancia que requiere una formación adecuada para que las personas sean bien conscientes de dónde está el virus que afecta a tantas personas cuando desean construir su historia de amor.
Benedicto XVI nos ha invitado a seguir este camino del amor con todas sus implicaciones, bien consciente de su valor incomparable desde el punto de vista humano:
“en toda esta multiplicidad de significados destaca, como arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer, en el cual intervienen inseparablemente el cuerpo y el alma, y en el que se le abre al ser humano una promesa de felicidad que parece irresistible, en comparación del cual palidecen, a primera vista, todos los demás tipos de amor”[16].
Aunque hablemos de realidades espirituales con un enorme valor cristiano, nunca podemos olvidar que nos apoyamos en una experiencia humana, muy concreta y de valor universal. Todo hombre experimenta el amor de una forma especialmente significativa que pide una respuesta que pide una implicación con una cierta totalidad. En este sentido, hemos de decir que para el amor no hay creyentes y no creyentes, toda persona cree en un amor y debe responder a esta llamada de forma consciente y sincera. Es cierto que no estamos acostumbrados a este tipo de argumentos, en cambio, es lo que San Agustín declara cuando quiere definir quién es un verdadero amante, cuando dice:
“Dame a alguien que ama y siente lo que digo. Dame a alguien que desea, dame a alguien que sienta hambre, dame en esta soledad a alguien que peregrina y siente sed, que suspira por la fuente de la patria eterna, dame uno así y sabe lo que digo. Si hablo a alguien frío, no sabe de lo que hablo. Eran así los que murmuraban entre ellos. Pues dice el evangelista ‘a quien atrae el Padre viene a mí’”[17].
Del mismo modo que Elredo e Ivo, debemos entrar en ese diálogo amoroso en el que la experiencia se convierte en luz y es capaz de mostrar una historia de amor a las personas. Es imposible referirse a esta experiencia sin hablar de una plenitud. El amor siempre nos habla de una unión más profunda y más grande, de un crecimiento al que hemos de responder. En cuanto tal, nos habla entonces de un camino.
2. Para vivir la caridad cristiana
El fin de este libro es ayudar a recorrer este camino que, para un cristiano, se fundamenta en el encuentro con Cristo como su inicio y su guía. Sólo así se puede hablar con propiedad de caridad cristiana pues nadie ama como Él y su amor entregado cualifica todo aquello que es objeto de su amor. La caridad es posible para el cristiano porque tiene su fuente en el corazón de Cristo. Esta es la afirmación esencial que parte de la experiencia de un amor incomparable. Es lo que condujo a San Pablo a escribir como deslumbrado: “¿Quién nos separará del amor de Cristo?, ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada? (…) en todo esto vecemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rom 8,35-38).
Una afirmación tal no puede sino dejarnos impactados, sólo es posible si se ha vivido una experiencia desbordante y sostenida en el tiempo, experimentada en medio de las adversidades más duras. Nos hallamos ante una fuerza única capaz de vencer todo peligro y poder terrenos. El cristiano ha recibido ese amor único y, por eso mismo, es capaz de vivirlo. Este pequeño escrito desea poder ayudar al lector a descubrir esa fuente inagotable de amor que es la caridad, inmersa en la intimidad de un Dios que es amor (cfr. 1 Jn 4,8.16), para que pueda en verdad vivir plenamente como cristiano en todos los ámbitos de la vida. Es un objetivo muy ambicioso, pero, al mismo tiempo, muy humilde, propio de las personas más sencillas, porque su valor consiste en responder a un don previo que se nos ofrece. Se trata de iluminar en la medida de lo posible el inicio mismo del ser cristiano que se halla en el corazón de Cristo. Así nos lo ha expresado con su sencillez característica Benedicto XVI, precisamente en el contexto del amor:
“No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”[18].
Se aprecia en esta afirmación la magnitud de la empresa, por las connotaciones que implica de totalidad de sentido, de enraizamiento en la vida, de promesa de plenitud, de construcción de una verdadera fraternidad que transforma internamente el mundo que conocemos. Aparecen ante el fiel cristiano toda una serie de cualidades que, con el enorme valor de su presencia, superan cualquier intento razonable de explicación. Todo eso es cierto, pero no podemos ceder en el intento del todo necesario dirigido a que cada hombre beba de esa fuente, pues afecta a lo más genuino de la experiencia cristiana y tiene que ver con haber gustado un don inicial que hace posible vivir ese amor.
Por el amor divino, que en el corazón de Cristo se hace humano, ahora es el mismo Cristo el que se ha convertido en camino para nosotros, por medio de un amor que se expresa en su carne entregada por nosotros. Este es el sentido nuevo que hemos de asumir para llegar a lo profundo del amor. De nuevo es San Agustín el que nos lo enseña, al expresar de qué modo Cristo se ha convertido por la encarnación en Camino para nuestra vida:
“¿De qué modo sino por la carne? Por ella viniste permaneciendo en donde estabas, por ella te diste sin dejar de estar donde venías. Si es cierto que por ella viniste y te diste, sin duda por ella no solo nosotros iremos a ti, sino que para ti mismo fuiste camino para que vinieses y te dieras”[19].
Los monjes cistercienses en el siglo XII trataron de la amistad como un camino de intimidad con Cristo, como el modo de comprender su presencia salvadora entre los hombres. El modo reverencial de llevar a cabo este conocimiento es característico de su vida monacal llena de asombro ante el misterio. Podemos reconocer en su propuesta tan valiente e innovadora en su tiempo una expresión cualificada de esa totalidad nueva que Cristo aporta. Es lo que les condujo a escribir:
“Qué se puede decir sobre la amistad de más sublime, de más verdadero, de más útil, sino que comienza en Cristo, que se produce según Cristo y que debe intentarse que por Cristo se perfeccione”[20].
Al expresarlo eran también conscientes de que la novedad principal que abrían era un nuevo modo de comprender la vida comunitaria en la que el afecto, y no sólo la regla, tenía un valor. Se rompía el rigor de Evagrio Póntico (345-399), uno de los primeros reguladores de la vida monástica, que consideraba sospechosa toda “amistad particular” como un modo de división dentro de la vida comunitaria[21]. La amistad recibida en la nueva perspectiva y por su fundamentación cristológica, no se comprendía de forma intimista como una clausura entre dos, sino como potencia en la comunicabilidad del bien que abre al hombre a muchas relaciones y lo convierte en un hombre de comunión. Esa fue la vida de Elredo, llena de amistades profundas y en la que se distinguió en su vida monástica por resolver problemas de conflictos entre comunidades y dentro de la comunidad[22]. Nos queda claro, entonces, que el aspecto social de la caridad que ha sido tan destacado por Benedicto XVI[23] y el Papa Francisco[24], es una dimensión propia de esta virtud.
Junto con la emotivización del amor, dentro de la extensión cultural del amor romántico, se ha producido también su privatización y su consecuente pérdida de relevancia en el ámbito social. De este modo, este ámbito ha quedado a merced de las dinámicas de un legalismo amenazado por el positivismo jurídico y de un utilitarismo que pierde la verdadera concepción del bien común, tan relacionado con el amor[25]. Podemos comprender la impronta autoritaria que esto supone y que hemos podido padecer en los tiempos de la pandemia. Tenía mucha razón Juan Pablo II al decir: “Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia”[26].
Es necesario tenerlo en cuenta, para comprender de verdad la fuerza del Amor de Cristo y la transformación que supone su amistad entre los hombres, dentro de la historia. Una luz fundamental para la vida de todo cristiano. No se puede sustituir a Cristo por un mero altruismo como quiso en su tiempo Ludwig Feuerbach (1804-1872), el maestro de Karl Marx[27]. La situación actual de una fragmentación social tan grande, en una crisis fuerte de la concepción de la moralidad, se puede ver como consecuencia de haber apartado el amor de Cristo de la vida social y haber intentado una secularización radical de la caridad, “como si Dios no existiera”[28].
3. En el seguimiento de Cristo
La centralidad cristiana de la caridad que supera todo moralismo de querer reducir la aportación cristiana a una serie de preceptos, contra lo que nos proponía Benedicto XVI[29], nos hace tomar desde el inicio la visión de buscar una luz especial en el corazón de Cristo, en su vida real. Este es el intento de este libro: que sólo desde el seguimiento de Cristo se puede afrontar como principio verdadero de toda la moral cristiana, entendida, no como un sistema de normas, sino como fuente de vida. La vida del cristiano:
“consiste fundamentalmente en el seguimiento de Jesucristo, en el abandonarse a él, en el dejarse transformar por su gracia y ser renovados por su misericordia, que se alcanzan en la vida de comunión de su Iglesia”[30].
Si somos rápidos en admitir que el amor es el principio que debe iluminar nuestros actos, no procedemos con la misma soltura en el momento en que hemos de determinar la forma concreta de llevarlo a cabo y el valor cognoscitivo del amor verdadero para poder discernir el bien y el mal. Para muchos, la referencia al amor es de por sí ambigua y habría que marginarla en la epistemología moral. Al hablar de seguimiento de una persona se comprende que estamos introduciendo un criterio intersubjetivo, pero que tiene una importancia grande en la lógica amorosa. Esto es parte de tomar el amor en serio, y que, en el caso del amor divino, nos revela un amor diferente. El papa Benedicto ha querido enseñarlo diciendo que esto es un “corazón que ve”, tomando esta terminología de la parábola del buen samaritano: “El programa del cristiano –el programa del buen Samaritano, el programa de Jesús- es un «corazón que ve». Este corazón ve dónde se necesita amor y actúa en consecuencia”[31].
Se trata de una relación personal que no se puede sustituir por nada. Esto pide del fiel que se deje afectar por Quien le ha abierto el camino del amor con su propia vida. La forma como el amado nos toca interiormente y nos transforma por su presencia amorosa en nosotros, hace del amor fuente de vida y de crecimiento. Esto, sin duda, tiene un valor único en la amistad con Cristo, en ésta Él siempre toma la iniciativa con el fin de introducirnos en el misterio de su vida para que seamos de verdad alcanzados por su Amor. En cuanto amistad se trata de un amor recíproco, que nos dirige a profundizar en una unión mutua que pueda conformar una intimidad que une los amigos en lo más íntimo en una verdadera comunión de personas. Se puede hablar así de una acción común que, en este caso, nos enriquece especialmente ya que: “lo que podemos mediante los amigos, de algún modo lo podemos por nosotros mismos”[32]. Todas las reflexiones contenidas en este pequeño libro se han de considerar un acercamiento a ese modo de conocimiento especial que nace de la unión con el Amado que nos sostiene en nuestra vida. La primacía de Cristo en esta dinámica es muy clara, es Él el que nos invita a participar de los misterios de su vida como un camino verdadero de salvación: “La vida de Cristo –su modo de conocer al Padre, de vivir totalmente en relación con él- abre un espacio nuevo a la experiencia humana, en el que podemos entrar”[33].
Esta es la vida que mana de la caridad que dinamiza y activa todas las dimensiones humanas en el horizonte de participar de la unión entre Cristo y el Padre (cfr. Jn 15,9) para concedernos esa vida de hijos de Dios. Así, las acciones de Cristo, aquellas que realizó en la tierra en su camino hacia el Padre, no nos son ajenas[34]. Por el don del Espíritu nos unen más profundamente a Él, en los pasos que van construyendo esa vida plena que caracteriza nuestra propia vocación.
4. Mirar a Cristo
La conclusión a todo lo dicho es la necesidad de mirar a Cristo para poder hacer el camino que emprendemos con esperanza. Podremos recorrer el camino de nuestra fe: “fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús” (Heb 12,2). Esto es, un camino de vida que guía nuestra existencia cristiana:
“Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra (…) dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad”[35].
San Juan de la Cruz nos presenta esta grandeza del amor cristiano desde una profunda interpretación de la mirada en la vida del hombre, como es expresión de una forma personal de posicionarse. Este valor singular procede de la certeza de la inteligencia del amor que nos conduce a decir: “ubi amor, ibi oculus”; “donde está el amor, allí está el ojo”[36].
Responder a la llamada del Señor, como Amado, ciertamente es empezar un camino, pero eso se hace siempre con la certeza interna de que en el inicio no sabemos a dónde conduce. Sólo desde la unión estrecha a Cristo es posible realizarlo en su adecuada belleza. Esto es lo que la Iglesia ha comprendido desde la categoría del orden de la caridad que es capaz de ordenar todos nuestros afectos del corazón[37].
San Máximo el Confesor (580-662) fue el gran adalid del amor humano de Cristo. Supo hacer frente a las herejías que afirmaban que Jesús, por ser el Hijo de Dios, sólo amaba como Dios, porque sostenían que no tenía una voluntad humana. Como maestro espiritual, el padre de la Iglesia aprende amar en el corazón de hombre de Jesucristo, así nos apremia a ser verdaderos discípulos del que es el Maestro único del amor.
“Muchos han dicho tantas cosas sobre el amor, pero, después de haberlo buscado, sólo lo encuentro entre los discípulos de Cristo, porque sólo ellos tienen como Maestro del amor al mismo Amor verdadero del cual se decía: «Si tengo el don de la profecía y conozco todos los misterios y toda ciencia, pero no tengo el amor, no me sirve de nada». Porque quien ha encontrado el amor, ha encontrado a Dios mismo, porque «Dios es amor». A Él la gloria por los siglos de los siglos. Amén”[38].
[1] Elredo de Rieval, De spiritali amicitia, l. 1,1, en Opera omnia, (CCCM 1,289).
[2] Cfr. H. Hoste, “Preface”, en Elredo de Rieval, De spiritali amicitia, l.c., 281
[3] Para su contextualización: cfr. A. Prieto Lucena, De la experiencia de la amistad al misterio de la caridad. Estudio sobre la evolución histórica de la amistad como analogía teológica desde Elredo de Rieval hasta Santo Tomás de Aquino, Publicaciones de la Facultad de Teología “San Dámaso”, Madrid 2007, 171-211.
[4] Así en: F. Zambon, “Introduzione generale”, en Id. (a cura di), Trattati d’amore cristiani del XII secolo, I, Mondadori, Milano 22008, IX-LXXXIX. Su trabajo se ha editado en dos volúmenes.
[5] Sobre todo con: San Bernardo, De diligendo Deo, en Obras Completas de San Bernardo, I: Introducción general y Tratados (1ª), BAC, Madrid 21993, 300-358. Tal como lo explica: É. Gilson, La théologie mystique de saint Bernard, Vrin, Paris 1947. Fue San Bernardo el que mandó a Elredo escribir el libro De speculo caritatis del que escribe el prólogo y le da el nombre: cfr. San Bernardo, “Epistola Beati Bernardi abbatis Clarevallis ad Aelredum abbatem”, en De speculo caritatis, en Opera omnia, (CCCM 1,3-4).
[6] Como lo muestra: D. de Rougemont, L’amour et l’Occident, Plon, Paris 1939.
[7] Como lo expone en referencia al famoso caso de Abelardo y Eloísa: E. Gilson, Eloísa y Abelardo, EUNSA, Pamplona 2004.
[8] San Bernardo, Sermones sobre el Cantar de los Cantares, en Obras completas de San Bernardo, V, BAC, Madrid 1987.
[9] Me remito a: C. Sweenay, “Rivoluzione sessuale”, en J. Noriega –R. & I. Ecochard (a cura di), Dizionario su sesso, amore e fecondità, Cantagalli, Siena 2019, 839-844.
[10] Cfr. J. Pieper, El amor, en Id., Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 1980, 415-551.
[11] Juan Pablo II, Hombre y mujer lo creó, Cristiandad, Madrid 2000.
[12] Para una mejor comprensión de esta enseñanza: cfr. C. A. Anderson –J. Granados, Llamados al amor. Teología del cuerpo en Juan Pablo II, Monte Carmelo, Burgos 2011.
[13] Byung-Chul-Han, La agonía del eros, Herder, Barcelona 22018.
[14] Cfr. A. MacIntyre, After virtue. A Study in Moral Theory, Duckworth, London 21985, en particular el capítulo titulado: “Emotivism: Social Content and Social Context”: ibidem, 23-35. El principio intelectual del emotivismo se encuentra en: G. E. Moore, Principia Ethica, Cambridge 1903.
[15] Cfr. Juan Pablo II, C.Enc. Redemptor hominis, n. 10; Id., Ex.Ap. Familiaris consortio, n. 11. Un estudio sobre Juan Pablo II: M. T. Cid Vázquez, Persona, amor y vocación. Dar un nombre al amor o la luz del sí, Edicep, Valencia 2009.
[16] Benedicto XVI, C.Enc. Deus caritas est, n. 2.
[17] San Agustín, In Evangelium Ioannis Tractatus, tr. 26, 4 (CCL 36,262s.).
[18] Benedicto XVI, C.Enc. Deus caritas est, n. 1. Cfr. Francisco, Ex.Ap. Evangelii gaudium, n. 7, que cita este texto: “No me cansaré de repetir aquellas palabras de Benedicto XVI que nos llevan al centro del Evangelio”.
[19] San Agustín, In Evangelium Ioannis Tractatus, tr. 69, 3 (CCL 36,501).
[20] Elredo de Rieval, De spiritali amicitia, l. 1, 10, l.c., 291.
[21] Cfr. Ph. Delhaye, “Deux adaptations du «De amicitia» de Cicéron au XIIe siècle”, en Recherches de Théologie Ancienne et Médiévale 15 (1948) 305-331.
[22] Cfr. A. Le Bail, “Aelred de Rievaulx”, en Dictionnaire de Spiritualité I, 225-234.
[23] Sobre todo en: Benedicto XVI, C.Enc. Caritas in veritate, (29.06.2009).
[24] La “caridad social” de: Francisco, C.Enc. Fratelli tutti, (3.10.2020).
[25] Cfr. J. Ballesteros Molero, “Del bien común al bien de la comunión”, en R. Rubio de Urquía –J.J. Pérez-Soba (eds.), La Doctrina Social de la Iglesia. Estudios a la luz de la encíclica Caritas in Veritate, BAC, Madrid 2014, 283-304.
[26] Juan Pablo II, C.Enc. Centesimus annus, n. 46.
[27] Cfr. L. Feuerbach, La esencia del cristianismo, Sígueme, Salamanca 1975, la obra es de 1841.
[28] Según el conocido principio de: H. Grotius, De Jure Belli ac Pacis (1625), Prolegomena.
[29] Que sigue en ello a: R. Guardini, La esencia del cristianismo, en Id., La esencia del cristianismo. Una ética para nuestro tiempo, Cristiandad, Madrid 2002, 7-106, la obra es de 1929.
[30] Juan Pablo II, C.Enc. Veritatis splendor, n. 119.
[31] Benedicto XVI, C.Enc. Deus caritas est, n. 31b.
[32] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 5, a. 5, ad 1. Es una cita de: Aristóteles, Ética a Nicómaco, l. 3, c. 3, 1112 b 27 s.
[33] Francisco, C.Enc. Lumen fidei, n. 18.
[34] Cfr. J. Granados García, Teología de los misterios de la vida de Jesús, Sígueme, Salamanca 2009.
[35] San Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, 2, 22,3, en Obras completas, Editorial de Espiritualidad, Madrid 31988, 286-287; citado en: CCE, n. 65.
[36] Ricardo de San Víctor, Benjamin minor, c. 13 (SC 419,126).
[37] Cfr. S. J. Pope, The Evolution of Altruism and the Ordering of Love, Georgetown University Press, Washington, D.C. 1994.
[38] San Máximo el Confesor, Capita de caritate, IV, 100 (PG 90,1074).
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