El reconocimiento de la fecundidad: una medicina al servicio de la esperanza

José Granados

 

Intervención en el Simposio Multidisciplinar sobre el Reconocimiento Natural de la Fertilidad, Pamplona, 22-24 septiembre 2021, organizado por la Universidad de Navarra, la Universidad de los Andes y el Veritas Amoris Project

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¿Puede la medicina ponerse al servicio de la esperanza? Es una pregunta necesaria hoy, en plena crisis pandémica, cuando se instala el temor y las dudas sobre el futuro o tal vez el cansancio de tener que soportar tantas rémoras a la actividad ordinaria como se nos imponen para contener el virus. De hecho, con el desarrollo de las vacunas, la medicina ha desarrollado un papel importante para recobrar la esperanza. Y en realidad, la medicina mira, como la esperanza, al futuro, pues trata de eliminar la enfermedad y la muerte, obstáculos que impiden el porvenir.

1. La medicina, esperanza ante la enfermedad y la muerte

De hecho, en los inicios de la época moderna René Descartes llegó a formular el deseo de que la medicina consiguiese eliminar a la muerte misma. ¿Podría la medicina romper la barrera de nuestra mortalidad? ¿No sería esta la mayor esperanza?

Hay que decir que la medicina no ha cumplido el sueño de Descartes. El pensador francés se basaba en realidad sobre la equivalencia entre el cuerpo vivo y la máquina. Y en realidad la inmortalidad solo sería posible llevando el límite el proyecto “cyborg” (un ser mitad hombre-mitad máquina), sustituyendo el cuerpo por el robot y, de este modo, eliminando la vida misma. Y es que pertenece a la vida estar continuamente en relación con el ambiente, y por eso tendida más allá de sí. De este modo la vida es siempre menesterosa, continuamente amenazada, pero, precisamente por su apertura al ambiente, con capacidades de adaptarse y de transmitirse que superan las de cualquier mineral.

Pero hay que decir, además, que lograr la inmortalidad no parece siquiera un logro deseable. Pues, si se eliminase la muerte, se abriría, sí, un futuro muy amplio, pero no necesariamente un futuro renovado, que evitara el aburrimiento de lo repetitivo. El hecho de ser mortales, en realidad, nos permite dar importancia a cada momento, justo por ser escaso, y nos dice que en ese momento nos jugamos mucho, incluso el éxito total de una vida. La extensión de la vida en el tiempo conlleva la menor densidad de sus instantes[1].

Recuérdese, como contraste, el relato de Borges Los inmortales, que nos presenta a una raza hastiada y aburrida por los largos años. O el de Gustave Thibon Seréis como dioses, donde la inmortalidad se consigue al precio de renunciar a todo interés por la transcendencia novedosa, por algo que vaya más allá del conocimiento científico y técnico que domina el mundo.

¿Queda espacio, a esta luz, para una medicina esperanzada? Es importante notar que la esperanza, como la entiendo en estas páginas, no consiste solo en prolongar el futuro, sino en hacerlo de tal modo que este contenga novedad, superando el presente. Es una cuestión de calidad, más que de cantidad. Por un lado, la esperanza se distingue de un mero optimismo que espera que las cosas se arreglen por sí solas, sin que seamos nosotros quienes las generemos. Por otro, se distingue también de una mera confianza en el progreso técnico. Pues el progreso técnico depende solo de las fuerzas que ya existen, las cuales extienden su control al mundo, mientras que la esperanza busca algo que supera radicalmente el presente, que no se reduce a lo que ya hay. Por eso quien espera está llamado a salir de sí. Esto implica que la esperanza se conjuga en plural: esperar juntos, para que madure en nosotros un fruto que nos supera a ambos.

Y, en realidad, la medicina se ha sabido siempre al servicio de algo que antecede a la acción médica: el organismo vivo y su tendencia a la salud. Así, por ejemplo, quienes desarrollan las vacunas, pretenden despertar al sistema inmune, y dependen de éste. Es decir, el médico sabe que no es él quien produce la salud, sino que es el mismo organismo el que sana. El médico busca solo restablecer un equilibrio que se ha perdido. Los antiguos comparaban al médico con el maestro, que no produce la sabiduría, sino que ayuda al estudiante a encontrarla por sí mismo.

Ahora bien, a pesar de este tiempo del cuerpo viviente, la muerte parece, a fin de cuentas, inevitable. ¿O hay otros caminos para superar su barrera?

Una vía se abre precisamente si pensamos en la medicina que se ocupa de la fertilidad. Pues al generar un hijo los padres miran más allá de la muerte de ellos. Y así, al ponerse al servicio de la fertilidad, la medicina no se pone solo al servicio de la prolongación de la vida existente. Cada hijo no solo prolonga la vida de los que le precedieron, sino que la reinventa, le ofrece nuevas posibilidades y trayectorias, siempre desde una herencia recibida. Precisamente, según decíamos, esto es lo propio de la esperanza: mirar a un futuro que no se deduce solo de nuestras nudas fuerzas.

Se nos abre así un camino en tres pasos, para recobrar una medicina esperanzada. El tiempo de la técnica tiene que integrarse en un horizonte mayor, marcado por el tiempo del cuerpo viviente, del cuerpo sexuado, del cuerpo fértil.

2. El tiempo del cuerpo viviente

Decíamos que todo buen médico sabe que él no crea la salud, sino que ayuda al cuerpo a restaurar la salud perdida.

Ahora bien, durante un tiempo la medicina ha sufrido la tentación de mirar al cuerpo como un objeto más entre los objetos inertes, al modo de una máquina admirablemente diseñada, pero máquina, al fin y al cabo. El texto clave hacia este paso ha sido la Introducción al estudio de la medicina experimental del francés Claude Bernard[2]. La medicina, pensándose cenicienta entre las demás ciencias experimentales creyó que, acogiendo el método de ellas, acabaría por alcanzar su ritmo. Es un enfoque que ha llevado a grandes logros, pero ha creado a la vez problemas. Pues ha olvidado lo específico de la medicina, que es el cuerpo humano, el cual no es una cosa, no es un qué, sino un quién, es decir, el cuerpo es la persona misma que se hace presente en el mundo.

A este respecto es interesante notar que la reflexión sobre el cuerpo ha avanzado enormemente entre tanto. Hoy entendemos mejor, también gracias a la fenomenología contemporánea, que no se puede considerar el cuerpo como objeto entre objetos. La medicina gana mucho cuando olvida conceptos filosóficos tan obsoletos como el dualismo cartesiano y atiende a la reflexión filosófica reciente sobre el cuerpo.

Contaba el filósofo alemán Romano Guardini de un cirujano que justificaba su ateísmo en que, tras operar cientos de veces, nunca había visto el alma[3]. Uno podría replicar a este médico que el alma es invisible, que no podía verla y fatigaba su vista en vano. Pero no es eso lo que responde Guardini. Guardini piensa, al contrario, que el cirujano no se equivoca en la deducción, sino en la premisa. Es decir, según Guardini el cirujano sí que ha visto el alma, es más, es lo primero que ha visto, lo más obvio que se le ha presentado a los ojos, solo que no ha sabido reconocer lo que veía.

Lo que dice Guardini se entiende si tenemos en cuenta la definición tradicional de alma, que no es un espíritu inmaterial y ajeno al cuerpo, sino lo que anima al organismo. Ver el alma es tan sencillo como captar la diferencia entre un viviente y un objeto inerte, y esto sucede a primera vista, sin razonamiento necesario. Hay que forzarse y hay que deformar la mirada para pensar que el animal no es más que una máquina, y en todo caso esto llega siempre en segundo lugar, tras una reflexión, y no es lo que se percibe inmediatamente.

Del mismo modo, cuando se nos aproxima un hombre enfadado, lo que vemos en primer lugar es su enfado. No es que veamos unas cejas en arco, labios prietos, ojos inyectados, y de este conjunto deduzcamos: “está enfadado”. Sino que vemos en primer lugar el enfado en sí mismo, y nos ponemos a la defensiva o huimos, sin que medie razonamiento. Un médico que nunca haya tocado el alma es uno a quien le da lo mismo operar un ser vivo que un cadáver.

Reconocer la diferencia entre el cuerpo y el cadáver es reconocer lo que el filósofo Hans George Gadamer llama “el misterio de la salud”[4]. Según Gadamer lo misterioso no es la enfermedad, sino la salud, ese equilibrio improbable del cuerpo con su ambiente, y esa unidad entre las partes del cuerpo, que no puede entender quien piense el cuerpo solo como una máquina.

Esta diferencia se percibe si consideramos el tiempo propio de un ser vivo, tan diferente del tiempo de la técnica. Un robot se mantiene en el tiempo porque se mantienen sus mismas componentes físicas. Un instante tras otro, está formado por la misma materia. El tiempo se unifica entre sí por esta identidad material. No ocurre así con el ser vivo que, por el metabolismo, no puede identificarse por el hecho de tener idéntica materia[5]. La unidad de su tiempo es de otro tipo, no se determina sólo desde los elementos materiales, sino desde la interioridad de ese ser vivo, a quien no solo le pasan cosas por fuera, sino que también las vive por dentro.

Esto se acrecienta si pensamos en la diferencia entre el cuerpo humano y los cuerpos de otros animales. También captamos de golpe, sin necesidad de raciocinio, que estamos ante una persona humana. Esto se ve, no solo dentro, en el espíritu, sino en el mismo cuerpo viviente. Nos lo dice, por ejemplo, la postura erguida del hombre, que le diferencia del resto de animales. Gracias a ella el hombre no solo mira su entorno en busca de comida, sino que contempla el horizonte en busca de sentido. Fabrice Hadjadj ha podido entonar una oda al dedo gordo del pie, en cuanto que le permitía mantenerse erguido[6].

La capacidad del hombre de superar su propio ambiente se percibe si pensamos que su eje de movimiento no coincide con el eje de su aparato digestivo, a diferencia de lo que ocurre con otros animales[7]. El tiempo del hombre obtiene una libertad nueva con respecto a su ambiente, porque ya no es solo el tiempo de la comida con que el ser vivo asimila su entorno. Por eso el hombre lleva inscrita, en la forma misma de su cuerpo, la capacidad de preguntarse por el origen y el destino último de toda su vida y de su mismo ambiente.

Puede decirse que la medicina quiere ayudar al hombre, en la medida de lo posible, a recuperar su postura erguida, a ponerse en pie, abandonando la cama de enfermo en que está prostrado. De este modo la medicina vuelve a situar al hombre en el mundo, para que pueda relacionarse con los demás hombres, para que pueda caminar hacia el horizonte, para que pueda contemplar su vida entera como un camino, desde el origen al fin. Hay aquí ya una imagen que asocia medicina y esperanza como ruta hacia la transcendencia y, por tanto, hacia la genuina esperanza. Pero para entender esta búsqueda de sentido hay que tener en cuenta otra característica importante del cuerpo humano.

3. El tiempo del cuerpo sexuado

El cuerpo que precede el obrar del médico resulta ser un cuerpo sexuado. De hecho, para que la medicina preste su servicio a la fertilidad, debe prestar su servicio a la diferencia corporal de lo masculino y femenino.

¿Qué hay de específico cuando el médico trata con esos órganos del cuerpo que se refieren a la sexualidad? Por un lado, no es cuestión solo de algunos órganos, pues el médico trata del cuerpo entero, marcado todo él por la diferencia de lo masculino y lo femenino. Puede decirse que está en juego una dimensión del cuerpo (más que de un órgano del cuerpo), su dimensión sexuada, que relaciona al hombre con la mujer, y viceversa. Por eso es necesario aquí no perder la visión de conjunto.

He dicho que todo médico busca restablecer ese equilibrio que es propio del organismo vivo. ¿De qué equilibrio se trata aquí, cuando consideramos la dimensión sexual de la persona? ¿Qué salud precede a la acción del médico, necesaria para que el médico pueda ponerse al servicio de esta salud, y ayudar a sanar? La respuesta pasa por entender el sentido humano de la sexualidad.

Pues bien, el equilibrio del cuerpo sexuado no se encuentra en el cuerpo aislado en sí mismo, sino en el cuerpo relacional de hombre y mujer. Como decía Julián Marías, entre el hombre y la mujer es esencial el equilibrio. El filósofo se quejaba así contra la pérdida, en nuestra sociedad, de la diferencia y polaridad de la relación hombre – mujer.

Este equilibrio de hombre y mujer es decisivo, pues nos enseña que el cuerpo es relacional, es decir, que no se explica desde sí mismo, que está tendido hacia la otra persona. El equilibrio del cuerpo en que consiste la salud no es equilibrio de un organismo aislado, sino equilibrio de alguien que se relaciona con el ambiente que le rodea. Esto es propio, en realidad, de todo el cuerpo: abrirnos al mundo y al encuentro con los demás. Así, por ejemplo, el ojo, que se hace él mismo invisible para que podamos percibir inmediatamente nuestro entorno. Por tanto, restablecer el equilibrio del cuerpo es restablecer la posibilidad de las relaciones en las que el cuerpo vive.

La pandemia, de hecho, nos ha mostrado que el aislamiento, que por una parte protege la salud, porque protege del contagio, a la vez pone en peligro – a largo plazo – la salud, porque aísla a la persona. La medicina entiende hoy mejor que no basta considerar el órgano aislado, ni tampoco el individuo aislado, sino que la salud toca al conjunto de la persona con todo su ambiente[8]. Ya Platón decía que el médico, para poder sanar el cuerpo, tiene que plantearse la pregunta por la totalidad, que es la totalidad del ser humano en su mundo[9].

Como contraejemplo, pensemos en la enfermedad: al enfermo se le reduce el mundo, a la medida de la habitación de hospital. La calle está muy lejos, porque no puede transitar por ella. Se interrumpen también las relaciones sociales. En suma, la enfermedad, al tocar al cuerpo, toca al mundo entero del enfermo, porque el cuerpo es la forma más originaria de instalarse en el mundo. El enfermo ve al médico como aquel que puede ayudarle a restablecer, no solo el funcionamiento de un órgano, sino la integridad de su mundo.

Pues bien, si propio del cuerpo es relacionarnos con el mundo, propio de la sexualidad es hacernos presente a la otra persona, el encuentro con ella en su intimidad. Del mismo modo que el ojo se hace transparente para que veamos las cosas, así la sexualidad es transparente para que percibamos a la otra persona. Por eso la simple búsqueda de placer sexual, sin referencia a la otra persona, es una negación del cuerpo como apertura, como si alguien intentara ver sus propios ojos, y no ver la tierra, el cielo o el mar.

De este modo el sexo nos abre a la esperanza. Pues en la sexualidad, el placer y la afectividad mueven a la persona más allá de sí misma, y solo encuentran plenitud cuando se orientan a la persona del otro y, así, dan una medida nueva a la vida. El cuerpo humano, además de la visión del horizonte, permite la visión cara a cara en la unión conyugal (no así en los otros animales), y la visión cara a cara entre la madre y el hijo amamantado (a diferencia también de los otros animales).

La sexualidad abre el horizonte de nuestro deseo precisamente en cuanto implica a la otra persona. Si fuera cuestión de placer solitario, el proyecto abierto por la sexualidad sería muy corto, sin argumento para sostener los días. La cosa cambia cuando la sexualidad se dirige a otra persona. Ahora la sexualidad no es solo algo episódico, sino capaz de dar trama narrativa a la existencia. Como dice Pedro Salinas en uno de sus poemas, la palabra “mañana” solo cobra sentido, con toda la novedad ilusionante que implica, cuando su amada la pronuncia en primera persona: “Mañana. La palabra iba suelta, vacante, ingrávida, en el aire, tan sin alma y sin cuerpo […] Pero de pronto tú dijiste: ‘Yo, mañana’ Y todo se pobló de carne y de banderas […] ¡Mañana! Qué palabra, toda vibrante, tensa”.

Por tanto, la sexualidad, cuando se integra en el amor personal de hombre y mujer, es lugar de esperanza, es decir, de un fruto que nos supera y agranda nuestra vida. Hay que decir que este amor ha de ser integral, total, exclusivo, fiel, hasta la muerte, fecundo (cf. Humanae Vitae 7). De otro modo será un falso amor, un amor aparente, donde los amantes en realidad solo se amarían a sí mismos y no abrirían horizonte alguno de novedad[10].

Ayudando a restablecer el equilibrio del cuerpo sexuado, capaz de novedad, la medicina se pone al servicio de la esperanza, porque es allí donde la vida del hombre encuentra un horizonte nuevo. Este horizonte se concreta en la venida del hijo.

4. El tiempo del cuerpo fecundo

Hemos visto que la medicina se pone al servicio del cuerpo, de un lenguaje que ella misma no ha diseñado, tratando de restablecer el equilibrio del cuerpo. Esta es una misión de esperanza, porque el cuerpo humano sitúa a la persona en el mundo y la abre, especialmente a través de su condición sexuada, al encuentro con la persona amada, que dilata la vida. Pues bien, este equilibrio entre lo masculino y lo femenino se abre a su vez más allá de sí en el nacimiento de un hijo. Desde aquí puede entenderse el servicio de la medicina a la fertilidad.

La fertilidad trae esperanza porque trae consigo algo nuevo, que no puede simplemente producirse e idearse desde el presente. Esta novedad procede de la novedad que se da al unirse lo masculino y lo femenino. El niño que nace trae novedad porque procede del encuentro entre el padre y la madre, un encuentro que supera a ambos, por lo que el hijo no resulta totalmente dependiente de sus padres.

Es importante, de nuevo, que el obrar médico no se reduzca aquí a técnica, sino que se ponga al servicio del lenguaje del cuerpo generativo. Pues los tiempos de la técnica no son capaces de la novedad de un fruto, que supera el presente. Al contrario, son tiempos repetitivos, propios de la máquina, sucesión de instantes sin la unidad de un relato que conserve la memoria y, desde ella, se abra a la novedad. Como ejemplos de una medicina que se reduce al tiempo de la técnica se puede señalar: la prolongación artificial de la vida (“ensañamiento terapéutico”), poner fin a la vida humana (cerrando así la apertura de su tiempo a una esperanza más grande), el intento médico por mejorar las generaciones futuras manipulándolas genéticamente (asfixiando su novedad al proyectar sobre ellas los planes de la generación presente). A esta lista hay que añadir: la sustitución del tiempo propio de la generación por el tiempo de la planificación y el control tecnológico.

El cuerpo en su sexualidad se abre a la esperanza porque es capaz de procrear y de transmitir la vida. Y es importante señalar que esta apertura a la vida es apertura del amor mismo a un futuro más grande, a una maduración desde sí mismo a mayores alturas. El cuerpo sexuado se abre al cuerpo del hijo desde esta conexión con el amor. Querer procrear fuera de este ámbito es propio de una medicina violenta, que actúa desde fuera del cuerpo, al margen de él y de su lenguaje, y le impone sus propios tiempos, incapaces de verdadero crecimiento. Por eso el ambiente estéril del laboratorio no corresponde con la dignidad de la concepción del hijo. El hijo necesita encontrar en su origen, no el tiempo programado de una decisión técnica, sino una unión en la diferencia que, por no depender solo de padre y madre, se abre a un origen primordial que sustenta su dignidad.

Esto ayuda también a plantear la siguiente pregunta: ¿qué añade la fertilidad al cuerpo de la mujer (también del hombre, pero sobre todo de la mujer, porque la fertilidad sucede dentro de ella)? La fertilidad da al cuerpo femenino una ventana hacia un futuro que la desborda. Hace que se pueda aplicar a todo cuerpo de mujer lo que Dante dijo de la Virgen María: “eres de esperanza fontana vivaz”. Se entiende así el mal de una esterilización, temporal o periódica. El tiempo del cuerpo femenino, con sus ventanas periódicas hacia lo nuevo, se uniforma con el tiempo repetitivo de la técnica. Por la mutilación de futuro que supone, la esterilidad es algo que puede sufrirse como consecuencia no buscada del acto médico, pero no quererse directamente.

El reconocimiento natural de la fertilidad se ha llamado en inglés “fertility awareness”. No hay aquí tanto una medicina que intervenga, sino una medicina que quiere hacer a la persona consciente, que quiere despertar la conciencia del propio cuerpo y de lo que en él sucede. No se trata aquí de intervenir, sino de enriquecer la percepción de lo que sucede en el cuerpo y, en concreto, de la apertura al futuro que este cuerpo puede contener. De este modo el conocimiento del propio cuerpo contribuye a una vida más plena en el cuerpo. Gracias a esta consciencia se hacen posibles diferentes modos de vivir más intensamente el cuerpo.

El conocimiento es, en primer lugar, conocimiento de sí mismo a través del cuerpo y de sus ritmos de fecundidad. Esto significa también conocimiento mutuo del hombre y de la mujer. La medicina aquí no suplanta el lenguaje del cuerpo, sino que lo hace patente y, de este modo, se pone al servicio de la libertad de la persona. Los esposos pueden elegir, entonces, un modo de donarse que respete los ritmos corporales, sin privar al cuerpo de su referencia al futuro. De este modo no se le niega al cuerpo lo futurizo, de modo que toda unión conyugal respete esta referencia al porvenir.

La etimología de la palabra inglesa awareness nos da alguna pista más sobre el sentido de esta práctica médica. Procede de la raíz indoeuropea “wer”, cuyo significado originario es “vigilar”, “montar guardia”.

En primer lugar, esta raíz implica “estar alerta”, y por tanto un cierto “despertar”, o volver a la realidad vivida. Es, pues, un re-conocimiento, el reavivarse de algo que estaba ya ahí, que se conocía, pero no en su plenitud. El cuerpo es el gran desconocido, que damos por supuesto y, de este modo, ignoramos en toda su capacidad expresiva. Nos habla de un lenguaje que nos precede, y al que hay que escuchar de nuevo, pues en ello nos va la comprensión de nosotros mismos.

En segundo lugar, la palabra lleva consigo también la custodia de algo. Por eso en español un derivado es “guardar”[11]. La palabra habla por tanto de un respeto, de una actitud activa ante algo valioso. Hay en estas dos palabras (reconocer, conservar) una actitud ecológica. Podría decirse que si el ingeniero, el economista o el político se ocupan del cuidado del planeta, para el médico la cuestión ecológica se concentra en esa parte eximia del planeta que da al planeta su valor, y que es el cuerpo humano. Tal vez la cuestión ecológica promueva también una medicina menos manipulativa y más proclive a escuchar.

Finalmente, la misma raíz da lugar al término latino vereri, que significa “reverenciar”. Además de la custodia de algo que nos es dado se encuentra el honor que se da a algo que nos supera, y que nos llama a avanzar más allá de nosotros mismos. La fecundidad del cuerpo invita a levantar la mirada a algo que, en el cuerpo y a través del cuerpo, habla más allá del cuerpo. San Juan Pablo II, en su Teología del cuerpo, se refiere precisamente a una “piedad” con respecto al cuerpo. Evoca así la antigua virtud romana de reverencia a padres, patria y dioses, pero concretándola con respecto al cuerpo humano, incluyendo el cuerpo del cónyuge y de los hijos. Creo que esta “piedad” o reverencia es también la del médico, y en este caso el reconocimiento (“awareness”), permite situarse adecuadamente, no solo ante un dato científico, sino ante la tarea que el cuerpo nos propone. Si el médico promueve en los esposos “fertility awareness”, él está llamado también a reavivar, al tratar con el cuerpo sexuado, un reconocimiento de la persona, del amor, de su capacidad de fruto (“person awarenesss”, “fruitful love awareness”).

En suma, igual que la medicina entiende que ella no confiere la salud, sino que se pone al servicio del cuerpo viviente, para recuperar ese equilibrio misterioso, ese improbable “silencio de los órganos”, así se pone al servicio del lenguaje del cuerpo sexuado, ayudando a restablecer la relación plena del hombre y de la mujer, y se pone al servicio de la fertilidad que nace de esa unión. De este modo se transforma en una medicina al servicio de la esperanza.

  1. L. Kass, “L’Chaim and Its Limits: Why Not Immortality?”, Life, Liberty, and the Defense of Dignity: the Challenge for Bioethics (San Francisco, CA 2002) 257-274.

  2. C. Bernard, Introduction à l’étude de la médecine expérimentale (Paris 1865).

  3. Cf. R. Guardini, Die Sinne und die religiose Erkenntnis. Drei Versuche (Werkbund Verlag, Würzburg 1958)16-17.

  4. H. G. Gadamer, The Enigma of Health: the Art of Healing in a Scientific Age (Stanford 1996).

  5. Cf. H. Jonas, The Phenomenon of Life. Toward a Philosophical Biology (Evanston, IL 2001).

  6. Cf. F. Hadjadj, Últimas noticias del hombre (y de la mujer), Madrid, Homo Legens 2018.

  7. Cf. L. Kass, The Hungry Soul: Eating and the Perfecting of our Nature (Chicago, University of Chicago Press 1999).

  8. Cf. D. P. Sulmasy, The Rebirth of the Clinic. An Introduction to Spirituality in Health Care, Washington, DC, Georgetown University Press, 2006.

  9. Cf. Gadamer, The Enigma of Health, op.

    cit.

  10. He intentado explicar por qué, cuando faltan algunas de estas características, la sexualidad recluye al individuo en sí mismo, en J. Granados, Una sola carne en un solo Espíritu: Teología del matrimonio (Madrid, Palabra 2014).

  11. Cf. J. Corominas, Breve diccionario etimológico de la lengua castellana (Gredos, Madrid 1987) 307-308.

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José Granados

José Granados es teólogo dogmático y cofundador del Veritas Amoris Project. Entre 2010 y 2020 fue profesor ordinario de Teología Dogmática del Matrimonio y la Familia en el Pontificio Instituto Juan Pablo II de Estudios sobre el Matrimonio y la Familia de Roma, del que fue vicedirector. Entre 2004 y 2009, fue profesor de teología en la sección de Washington DC del mismo Instituto Juan Pablo II. Es autor de numerosas publicaciones, entre ellas “Una sola carne, en un solo Espíritu. Teología del matrimonio” Ediciones Palabra 2014 y “Tratado general de los sacramentos”, BAC 2017.

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