Me resulta inolvidable aquella primera conferencia suya en el Pontificio Instituto Juan Pablo II para Estudios sobre el Matrimonio y la Familia, cuando nos ilustró la originalidad del modo oriental de pensar frente a los claros y nítidos silogismos del razonamiento de Occidente. Quien era entonces un joven profesor de Cracovia propuso la metáfora del vuelo de un águila, que traza círculos concéntricos en el cielo cada vez más cercanos a su presa, círculos que le permiten verla desde puntos de vista continuamente nuevos. El conocimiento de la vida no puede consistir en una definición de conceptos que pretenden abarcar un objeto – dijo – sino en una relación personal de comunión. La verdad es un acontecimiento que sucede y sorprende, que no se repite nunca de igual manera, sino en el que se ahonda siempre, y por eso exige la disponibilidad para una peregrinación continua, la humildad de una búsqueda orante y la apertura a la comunión con los demás.
Y así eran sus conferencias, como las amplias trayectorias de aquella águila: volvían sobre los mismos temas fundamentales, retomados una y otra vez desde puntos de vista siempre nuevos, suscitando preguntas, despertando la curiosidad, provocando descubrimientos en la mente y en el corazón de los oyentes, de modo que escucharle era un acontecimiento para la vida y no sólo para la inteligencia. Jamás consistían sólo en erudición, sino que siempre se convertían en amor a la sabiduría. Los temas de antropología estaban bien enraizados en la tradición cultural de su patria polaca, rica en anécdotas y testimonios personales, pero al mismo tiempo actual y universal, capaz de abrir horizontes. Las lecturas filosóficas siempre privilegiaron a los grandes filósofos, Platón sobre todo, y los textos clásicos. Pero fueron sobre todo los poetas los que ofrecieron la clave para unas intuiciones deslumbrantes: Norwid, Rilke, Goethe, Dante.
Por encima de todo, Stanisław Grygiel sabía que la verdad no es una fórmula que inventar o repetir, ni un objeto que manipular, sino una persona a la que adorar. Con San Agustín, recordaba “Quid est veritas? Vir qui adest!” (“¿Qué es la verdad? La persona que está presente”). La verdad es una persona a la que adorar: es Cristo Jesús, a quien tanto amaba con estupenda familiaridad, de modo que los evangelios, especialmente ciertas páginas de San Juan, el Águila entre los evangelistas, se convirtieron en luces incluso para la investigación filosófica. Para él era sobre todo la fascinación de la Belleza lo que podía atraer y convencer: una belleza que no tenía nada de esteticismo complaciente y narcisista, sino que colocaba al hombre ante el imperativo exigente de la conversión: «Cada recodo de esta piedra te ve. Debes cambiar tu vida!» (R.M. Rilke, Antiguo torso de Apolo). Grygiel no ataba a las personas a sí mismo, sino que las orientaba hacia Aquel a quien, junto con sus discípulos, buscó y amó, sin dejar nunca de buscarle de nuevo después de encontrarle. Y así educaba, generando en la belleza, y formando personas que a su vez fueran capaces de generar.
Había sido llamado a Roma en 1981 por Juan Pablo II, de quien había sido primero discípulo y de quien se había convertido luego en amigo personal, admirado y estimado. La misión que había recibido no consistía sólo en contribuir a una institución académica, sino en crear una auténtica familia, una communio personarum de profesores, estudiantes y personal administrativo, que compartían el ideal de la búsqueda de la verdad sobre el designio de Dios en torno al amor humano, practicando la comunión y la excelencia. Junto con el primer decano, Carlo Caffarra, y sus colegas y amigos Angelo Scola, Gianfranco Zuanazzi, Anna Cappella, Ramon De Haro y muchos otros, sentó los cimientos de un trabajo y una vida en común.
Sus colegas y discípulos recuerdan su generosa hospitalidad en su casa, que, gracias a su esposa Ludmiła y a sus hijos Monika y Jakub, era un lugar de conversación e intercambio, pero también un espacio para el consejo personal, para la comunión, para diálogos que implicaban la vida de cada uno. La formación académica se convertía así en una escuela de vida, y las lecciones encendían la investigación personal y fomentaban la comunión entre las personas. Se puso a disposición para largos viajes y cursos de varias semanas como profesor invitado en las secciones internacionales del Instituto, en Washington DC, Valencia, Salvador de Bahía, Changanacherry en India, Seúl en Corea.
“Dulce y querida guía”: con estas palabras de Dante, Stanisław Grygiel quiso titular uno de sus ensayos sobre la feminidad, dedicado a su amada esposa, revelando su estima y veneración por lo femenino, que consideraba verdaderamente una estrella polar para guiar el camino de la inteligencia y de la vida. No se trataba, por tanto, de allanar la diferencia, sino de exaltar el genio femenino en su capacidad original de acceder a la verdad y en su complementariedad.
Stanisław Grygiel reflexionaba mucho sobre la muerte y el morir, que para él eran la puerta de entrada a la filosofía. Para él, morir significaba pasar del profanum al fanum (es decir, entrar en el lugar sagrado de la epifanía de Dios). Invocaba, con Rilke: “Da, Señor, a cada uno su muerte. Dale esa muerte que nace de la vida en la que cada uno tuvo su amor, su destino y su dolor” (El libro de la pobreza y de la muerte). Se preguntaba: “¿Muere el Señor con nosotros? Porque, si no muere, entonces morimos en soledad, es decir, salimos de aquí sin ningún sentido, sin valor, incapaces de entrar en el fanum.” Pero concluyó con Pascal: “Jesús está en agonía hasta el fin del mundo, no debemos dormir en esta hora…. ‘Yo pensé en ti en mi agonía’” (Pensées, 553). Jesús pensó en Stanisław en su agonía, y por eso él no estaba solo. Y con él pensó también en nosotros. Y así estamos juntos de un modo misterioso y real en la communio sanctorum.
El vuelo del águila ha concluido. Y precisamente al concluir ha dejado de apuntar a su presa en la tierra, para volar hacia el Cielo. Desde allí nos sigue y bendice. Muchas gracias, querido Stanisław, maestro, padre y amigo.
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