Featured image: Fra Angelico, The Forerunners of Christ with Saints and Martyrs (1420), National Gallery, London. Source: Wikimedia Commons, PD-Old-100.
Lo que queremos analizar en este artículo es que el auge de las películas de superhéroes a que asistimos en los últimos años responde a una cuestión cultural: los héroes encarnan un ideal de vida humana. Sin embargo, este ideal, como ya criticase Aristóteles, es admirable en ellos, pero inimitable por el resto de la sociedad. Los héroes, antiguos y modernos, no son ni siquiera grandes virtuosos en algo, como un pintor, un escritor, un músico, o incluso un médico o un gobernante. Los héroes han llegado a serlo en general de un modo único, maravilloso. Frente a ellos, en la Iglesia, y por ende en la cultura occidental principalmente, nos encontramos con los santos. Los santos no son héroes, aunque encarnan ciertamente un ideal: el ideal cristiano. Pero el ideal cristiano no es el del héroe, ni siquiera el del virtuoso, sino Cristo mismo que se une a cada persona que vive en este mundo. La diferencia, por lo tanto, no es tan solo moral, o antropológica, sino que es metafísica, supone una cosmovisión, una comprensión de la realidad distinta. Esta comprensión de la realidad genera, finalmente, sociedades distintas.
1. El retorno de los héroes: ideal de humanidad
Parece que los héroes hayan vuelto, si es que alguna vez se habían marchado. Desde hace ya años venimos asistiendo a un aumento de películas sobre superhéroes, que han dado origen a lo que se conoce como el “Universo Marvel”. Son ya una larga lista, y no siempre encajan entre sí, de modo que no se trata de una historia fácilmente transmisible. Los mismos fans de estas películas intentan ordenarlas, son numerosas las páginas de internet sobre el tema. En definitiva, el fenómeno “superhéroes” forma parte de nuestra cultura actual.
Quizá una de las grandes hazañas de estos superhéroes haya sido saltar del cómic al cine, pues en verdad que muchos de ellos, como el Capitán América, Supermán, Spiderman, Batman, entre otros, eran ya veteranos cuando aparecieron en la gran pantalla. Este proceso de salto se conoce como “transmedialidad”, es decir, el paso de un medio de comunicación a otro[1]. Que los superhéroes hayan logrado dar este salto pone de manifiesto que aquello que reflejan forma parte de la cultura en que aparecen, y por eso perviven en ella, cambiando y adaptándose a modas y formas varias.
Si lo pensamos brevemente, los héroes no son algo actual, sino que es un dato que forma parte no sólo de la cultura occidental, sino de todas las culturas humanas. En Occidente podríamos señalar como tres grandes períodos heroicos: la antigüedad griega, la Edad Media y la actualidad. Los héroes griegos fueron tanto dioses y semidioses como hombres que realizaron grandes hazañas, que a menudo se mezclan entre ellos, como vemos en La Ilíada y La Odisea de Homero. En la Edad Media, sobre todo al final de la misma, tuvo lugar la aparición de las novelas de caballería, en las que se narraban las gestas admirables e increíbles de personajes como Arturo, Amadís, Rolando o Tirant. Estos personajes vivían a caballo, nunca mejor dicho, entre la realidad y un mundo no divino, sino mágico. Magos, brujas, dragones, duendes y otras criaturas vinieron a sustituir a los pobladores del Olimpo griego. Por último, ha sido desde mediados del siglo XX cuando, primero desde el cómic y luego desde el cine, y ahora ya con las plataformas digitales, ha surgido una tercera generación de héroes. Esta nueva generación se mueve en un ambiente que no es ni divino ni mágico, sino fundamentalmente científico-tecnológico. A excepción de Supermán, llegado desde el planeta Krypton, y Thor, deidad nórdica, los demás superhéroes han llegado a serlo por mutaciones, como Spiderman, Lobezno y demás X-men, o por desarrollo tecnológico, como Batman o Ironman.
Son tres grandes ciclos de héroes, separados perfectamente en el tiempo, pero que encarnan aspectos centrales de la cultura occidental. Cada uno de ellos es una encarnación de un ideal de excelencia de humanidad, en todos ellos se encuentra no solo fuerza o audacia, sino también magnanimidad, sentido del deber y la justicia, lucha contra el mal, a veces personificado también en antihéroes o villanos. Pero hay un dato en la cuestión de su aparición histórica que hemos de tener en cuenta: aparecen en tiempos de cierta decadencia cultural. Así, Grecia fue sucedida por Roma, que no tuvo propiamente grandes héroes, sino que los tomó de los griegos; los caballeros medievales aparecen justo antes de la explosión renacentista; y los superhéroes actuales pertenecen a este final de época, aunque en este caso no sabemos aún qué nos deparará el futuro. Tomando este dato, podríamos concluir que los héroes son intentos culturales de remontar una situación de decadencia, son como una búsqueda de soluciones para un período en el que los habitantes de la sociedad no saben cómo dirigir su vida. Estos héroes son proyecciones, que intentan suscitar en los ciudadanos lo mejor de ellos para luchar contra la situación que atraviesan.
2. La crítica de Aristóteles a los héroes
En este sentido que decimos, parece que los héroes cumplen una función socio-cultural. Pero, ¿lo hacen verdaderamente?
«Algunos creen que los hombres llegan a ser buenos por naturaleza, otros por el hábito, otros por la enseñanza. Ahora bien, está claro que la parte de la naturaleza no está en nuestras manos, sino que está presente en aquellos que son verdaderamente afortunados por alguna causa divina. El razonamiento y la enseñanza no tienen, quizá, fuerza en todos los casos, sino que el alma del discípulo, como tierra que ha de nutrir la semilla, debe primero ser cultivada por los hábitos para deleitarse u odiar las cosas propiamente, pues el que vive según sus pasiones no escuchará la razón que intente disuadirlo ni la comprenderá, y si él está así dispuesto, ¿cómo puede ser persuadido a cambiar? En general, la pasión parece ceder no al argumento sino a la fuerza; así el carácter debe estar de alguna manera predispuesto para la virtud amando lo que es noble y teniendo aversión a lo vergonzoso»[2].
Este texto pertenece al final de la Ética nicomaquea de Aristóteles. Que sea el final de esta obra, a la que sigue la Política, es en sí mismo ya una enseñanza: Aristóteles va a proponer un modelo de adquisición de la virtud personal que ha de ser desarrollado en la organización y el gobierno de la polis, en la política.
La primera frase del mismo recoge tres posturas sobre la bondad, entendida aquí como excelencia del hombre. La primera es “por naturaleza”, la segunda, “por hábito”, y la tercera “por enseñanza”.
La primera, tal y como el mismo texto explica, es la de los héroes, que “son verdaderamente afortunados por alguna causa divina”. Esta excelencia de los héroes es admirable, pero en cuanto escapa de nuestras manos, es inimitable. Luego, si es inimitable y depende de un don externo, a juicio de Aristóteles, y también al nuestro, no sirve para hacer buenos a los demás hombres, por mucho que se puedan beneficiar de la bondad y la excelencia de los héroes. Por lo tanto, la sociedad heroica no es una sociedad buena, en cuanto solo algunos de los ciudadanos serían buenos, el resto, aunque los admirasen, quedarían sumidos en su mediocridad. De modo que la sociedad heroica es una sociedad mediocre.
El segundo modo de llegar a ser buenos es el hábito. Este es el modelo que, como vemos en el desarrollo del párrafo, refleja la propuesta de Aristóteles. La bondad se puede adquirir, no sin dificultad, en la relación maestro-discípulo. Este carácter relacional del desarrollo humano es esencial. Aunque Aristóteles lo resalta, ha sido Sto. Tomás de Aquino quien ha dado una explicación más perfecta al definir la caridad como una cierta amistad entre Dios y el hombre[3]. Esta idea de la relación en la virtud fue retomada por A. MacIntyre en su definición de práctica, como término propio que él acuñó para introducir estos aspectos[4]. Su idea ha sido desarrollada también como propuesta para nuestra propia época de cambio[5]. Volveremos sobre esta idea más adelante.
El tercer modo al que Aristóteles alude es la enseñanza, con lo que se refiere a lo que se conoce como intelectualismo ético, de raíz socrático-platónica. Es evidente que el mero hecho de explicar lo que hemos de hacer no resuelve el problema de que lo hagamos bien, tal como recoge dice Medea en la Metamorfosis de Ovidio: “video meliora proboque, deteriora sequor”, es decir, “veo lo que es mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor”[6]. Y de igual manera se resentía san Pablo cuando exclama: “Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Rm 7, 19).
La preocupación de Aristóteles no era que algunos pudieran ser buenos, sino si la bondad era algo al alcance de todos. Su teoría de la virtud como perfección de las facultades humanas pone de relieve que sí hay una excelencia no solo admirable, sino alcanzable.
Aristóteles se pregunta por el tema de la bondad en el ámbito de la pregunta por la felicidad (gr. eudaimonía). Para que el hombre llegue a ser feliz, dice el Filósofo, es necesario que ponga en acto todo su ser, según sus facultades. Y así como el caballo corre, o el águila vuela con gran perfección, el hombre alcanza la perfección que le es propia en la contemplación de la verdad y en la convivencia con amigos virtuosos. Aristóteles considera que la facultad más alta del ser humano es su razón, y entiende que esta tiene una doble dimensión, una razón teórica, contemplativa (gr. theoreo: ver), y una razón práctica, dirigida a la acción (gr. poieo: construir, hacer). Así distingue Aristóteles entre la sabiduría contemplativa, perfección del entendimiento o razón, facultad propia del ser humano frente a los animales, y la amistad de los virtuosos, como perfección de la razón práctica. Aristóteles propone a sus contemporáneos que la perfección del hombre, según su modelo de la virtud, se basa en el hábito de hacer cosas buenas, sin requerir la intervención de los dioses. Este cultivo de los hábitos virtuosos es el fundamento de la vida buena, en cuanto vida feliz, completa, plena, que no es solo para el virtuoso, sino para toda la polis. De este modo, no son necesarios los héroes para la construcción de una sociedad buena, sino los ciudadanos virtuosos. La virtud, a diferencia de los dones divinos, está al alcance de todos, basta que se determinen a cultivarla, aunque esto suponga un esfuerzo real por orientar nuestra acción al bien.
3. Grandes virtuosos en su campo
El tremendo cambio socio-político que tuvo lugar con Alejandro Magno, discípulo de Aristóteles a la sazón, impidió el desarrollo de las teorías del Filósofo. El paso de las polis al imperio supuso que el Estagirita quedase arrinconado, mientras se extendían las propuestas estoicas, como una comprensión y una moral más prácticas y adaptables a la nueva situación de la vasta extensión imperial. No obstante, las teorías aristotélicas quedaron ahí para poder ser retomadas posteriormente.
En verdad, la idea de virtud impregnó la cultura occidental, aunque no fuera al modo aristotélico. Es así que hablamos hoy de virtud como un tipo de excelencia, aunque a veces no de modo integrado, como propusiera Aristóteles, sino para referirnos a personas que han desarrollado una gran perfección en un área determinada. De este modo, nos referimos a virtuosos de instrumentos musicales, a pintores, deportistas, novelistas, actores, e incluso políticos. Somos capaces de reconocer la excelencia. Estos virtuosos son admirados, e incluso es característico de nuestro tiempo que algunos de estos son propuestos como modelos, pero en tanto en cuanto solo son virtuosos en un campo, no pueden ser modelos de vida. De hecho es común encontrarnos con personas muy virtuosas en un campo concreto que llevan vidas muy desordenadas, nada ejemplares. A veces también, precisamente por la falta de virtud, la fama de estas personas les ha llevado incluso hasta el suicidio. Nos interesa resaltar aquí que en el fenómeno de la fama se perpetúa esa búsqueda de la excelencia, y hasta de lo sublime, que nos constata que el hombre está hecho para una grandeza de vida.
Pero de nuevo nos encontramos aquí con el mismo problema de los héroes: los virtuosos son unos pocos, y además, la falta de integración personal, la falta de una vivencia orgánica de las virtudes, no acaba de hacer de ellos personas capaces de una transformación social. Estos genios no son la respuesta que necesitamos.
4. Los santos no son héroes ni genios
La irrupción del cristianismo en la historia supuso un cambio en el modelo de la virtud que se iría desarrollando con el tiempo. Evidentemente, también la Biblia presenta un modelo de perfección humana. Es más, también en las primeras páginas de la Biblia aparece una extraña alusión a los nefilim o gigantes (cf. Gn 6, 1-4), que podría ser una referencia a los héroes o semidioses de culturas vecinas, aunque esta tradición no entró nunca en la literatura bíblica. En la Biblia encontramos varios modelos de perfección humana. En el Antiguo Testamento, el hombre perfecto es el justo, que guarda la Alianza, que sigue la Ley. En el Nuevo, en cambio, la perfección vendrá dada por la vinculación con Jesucristo, ya sea mediante el seguimiento (evangelios sinópticos), la permanencia en Él (san Juan) o su imitación (san Pablo). En todo caso, la perfección del hombre, a diferencia del modelo virtuoso de Aristóteles, se construye en la relación con Dios. Puede parecer entonces que volvemos al modelo heroico griego, en el que los dioses agraciaban a sus favoritos, pero no al resto. Veamos si es así.
Hemos de tomar dos cosas en consideración. La primera es que la Biblia da una explicación concreta de la dificultad para la consecución de la perfección: el pecado. La segunda, la Biblia, tanto el AT pero sobre todo el NT, abre esta perfección a todos los hombres.
La cuestión de la introducción del pecado en la reflexión no es baladí. Sin el dato del pecado no se puede explicar por qué el hombre no ha alcanzado una vida personal y una sociedad más perfecta, sino que al contrario, se ve constantemente atacado por sí mismo. El problema del mal y de la libertad humana ha llenado páginas y páginas[7]. Si nos fijamos en el modelo de los héroes, tanto los antiguos como los actuales, todos luchan contra enemigos de la sociedad humana. El mal ha aparecido por todas la culturas personificado de formas diversas, como nos muestra la literatura[8]. Pero parece que nunca es derrotado definitivamente.
Frente a esta situación, el cristianismo ofrece una perspectiva totalmente distinta. La primera predicación cristiana es justamente la Resurrección de Cristo, entendida como victoria sobre el pecado y la muerte. Una victoria que es definitiva, si bien no alcanza aún su plenitud. La predicación cristiana atrajo a muchos hombres y mujeres a una vida novedosa cuyo centro era la unión con Cristo.
¿Qué diferencia hay entre la unión con el Señor y el modelo heroico de los dones divinos? ¿Se puede integrar en esta perspectiva la propuesta de la virtud? Son dos preguntas pertinentes que se han de responder de modo conjunto.
Sin entrar a discutir la existencia de los dioses olímpicos y otras invenciones humanas, que no creemos, y que no hace al caso, lo primero que hay que afirmar es el carácter universal de la salvación ofrecida por Dios, ya desde el Antiguo Testamento: “Al final de los días el monte de la Casa del Señor estará asentado en la cima de los montes, y se alzará por encima de las colinas. Confluirán a él todas las naciones y acudirán pueblos numerosos” (Is 2, 2-3), y sobre todo en el Nuevo: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tim 2, 4-5). Esta universalidad se recalca en el mandato misionero de los Doce en el momento de la Ascensión, donde el mandato de predicar va unido al de bautizar (cf. Mt 26, 18-20). Justamente este doble aspecto de la predicación y el bautismo es la clave para responder a las preguntas que tenemos delante. Por la predicación cristiana el hombre tiene conocimiento de Dios, la Verdad que Aristóteles ansiaba contemplar, así como también recibe luz sobre su propio ser. Pero, a diferencia de la contemplación aristotélica, la contemplación cristiana es una contemplación amorosa. Mientras que el dios aristotélico no establecía ningún tipo de relación con los hombres, el Dios cristiano ha establecido una íntima relación con su criatura[9]. Esta relación es el cauce del perfeccionamiento del hombre, el motor del crecimiento virtuoso, y se inicia mediante el bautismo. Por medio del bautismo, el creyente recibe las virtudes teologales, que le capacitan para la relación con Dios, y por ende también para perfeccionar sus relaciones con los hombres, dado que las virtudes teologales perfeccionan las cardinales[10].
Esta concepción tan fuerte de la relación con Dios es lo que ha llevado a los autores cristianos no solo a valorar las virtudes teologales por encima de las cardinales, sino hasta llegar a explicar que sin las teologales, las cardinales no alcanzan su plenitud, y que quienes tienen las virtudes teologales son los mejores ciudadanos. Así lo muestra san Agustín:
«(…) todos los que poseen la fe verdadera están de acuerdo en que, sin verdadera religión o sin la debida adoración del verdadero Dios, nadie puede tener verdadera virtud, y en que ninguna virtud motivada por la gloria humana puede ser verdadera»[11].
Esta bondad de la santidad para la vida de la ciudad la encontramos incluso en autores modernos como William James, fundador de la psicología moderna en Estados Unidos. En 1902, en unas conferencias sobre la experiencia religiosa, dice que:
«Por lo tanto, de manera general y en conjunto, al margen de los criterios teológicos, nuestro examen de la religión por el sentido común práctico y por el método empírico la deja en su lugar eminente de la historia. A nivel económico, el conjunto de cualidades santas es indispensable para la riqueza del mundo. Los grandes santos son positivos de por sí; los más insignificantes son, como mínimo, heraldos o precursores, y también pueden llegar a ser fermentos de un orden secular mejor»[12].
Esta reflexión de James es muy pertinente hoy día, cuando nuestra cultura pretende hacer desaparecer cualquier referencia a la religión y a los santos. Asimismo, es una referencia a tener en cuenta en lo que se refiere a la labor de los psicólogos hoy. Pero retornemos a nuestro tema de la virtud.
En la misma línea de S. Agustín va la enseñanza de Sto. Tomás sobre la relación entre virtudes teologales, infusas las llama él, y cardinales, adquiridas en lenguaje tomista:
«Consecuencia clara, por tanto, de todo lo dicho es que sólo las virtudes infusas son perfectas, dignas de llamarse virtudes en sentido pleno, porque ordenan bien al hombre al último fin absolutamente tal. En cambio, las demás virtudes, es decir, las adquiridas, son virtudes en parte, no en sentido pleno, pues ordenan bien al hombre respecto del fin último en un género determinado, no respecto del fin absolutamente último»[13].
Vemos aquí resueltos los problemas que nos quedaban pendientes en la perspectiva heroica o de los virtuosos. Por una parte, dado que la relación con Dios se ofrece a todos los hombres, no queda reservada de forma elitista para un grupo de magníficos, sino que posibilita que todos colaboren eficazmente, como decía James, en la mejora de la sociedad. Por otra parte, no se niega la bondad de las virtudes cardinales, sino que se las conduce a una perfección aún mayor y de modo integrado, y no como los genios o virtuosos que no muestran una integración virtuosa. La Gracia consigue lo que ni los héroes, ni los caballeros, ni los superhéroes conseguían: la transformación de la sociedad mediante la conversión del corazón de cada hombre. Esta es la tarea que llevan a cabo los santos.
Ciertamente, la Iglesia ha venerado desde siempre a sus santos, aunque es verdad que en ciertas épocas esta veneración ha sido desordenada. Ha habido momentos en los que parecieron venir a suplantar las deidades griegas, y otros en los que parecían ser los caballeros protectores para distintas situaciones de peligro y necesidad. Ahora, tal vez, corremos el riesgo de verlos como los superhéroes cristianos. Estas comparaciones nos permiten reconocer el problema fundamental que hace surgir estos personajes: la incapacidad del hombre para resolver su vida. Esto es muy importante en el diálogo con la cultura actual y en la catequesis infantil y juvenil. Pero luego, es necesario comprender que los santos se caracterizan fundamentalmente por haber vivido una íntima relación con Dios, y es por medio de esta relación que han sido capaces de ofrecer soluciones adecuadas a problemas múltiples. De este modo, la Iglesia reconoce ante todo la acción divina por medio de esta multitud de hombres y mujeres, niños y adultos, que han sido testigos de la fe. Los santos son quienes han llevado a plenitud aquella idea aristotélica de que la amistad de los virtuosos sería la prosperidad de la polis. En los santos, la amistad entre Dios y ellos, es el fundamento de la fecunda floración de su vida, incluso después de su muerte.
Los santos no solo han vivido profundamente las virtudes teologales como centro de su existir, sino que también han brillado por otras virtudes. Entre estas otras virtudes se encuentran, obviamente, las virtudes cardinales. Sin embargo, en la vida de los santos no son las cardinales las otras virtudes más reconocidas. Existe lo que podríamos llamar un pequeño grupo de virtudes cristianas, en cuanto no aparecen habitualmente en otros elencos de virtudes, y que no obstante ocupan un lugar central entre las virtudes propias de los santos. Nos referimos a la humildad, la obediencia, la paciencia…[14]. Son virtudes que han caracterizado a Jesucristo, y por eso son enseñadas por grandes santos como Sto. Tomás. En las Collationes super Credo, en las que el Aquinate comenta los artículos del Credo apostólico, encontramos, en el comentario al cuarto artículo, “padeció bajo el poder de Poncio Pilato”, que Tomás dice que “en la Cruz hallamos ejemplo de todas las virtudes”, y enumera la caridad, la paciencia, la humildad, la obediencia y el desprecio de las cosas terrenas[15]. Del mismo modo, cuando Santa Teresa escribe Camino de perfección como manual de oración para sus carmelitas descalzas, dedica una primera parte del libro al desprendimiento, la humildad y la obediencia como fundamento de la vida cristiana[16]. Y así podríamos seguir buscando testimonios de otros grandes maestros espirituales. No vamos a entrar aquí en la distinta forma de plantar batalla a la situación concreta que tienen los héroes y los santos. Pero sí citaremos al menos un párrafo del sermón de S. John Henry Newman sobre “las armas de los santos”, en el que refrenda esta idea que venimos desarrollando:
«Cuando, al comienzo de su ministerio público, declara el Señor los grandes principios y leyes de su Reino, ¿cómo lo expresa? Lo encontramos en el Sermón de la Montaña: “Tomando la palabra les enseñaba diciendo: Bienaventurados los pobres de espíritu, bienaventurados los que lloran, bienaventurados los mansos, bienaventurados los que son perseguidos a causa de la justicia” (Mt 5, 2ss). La pobreza iba a traer a la Iglesia la riqueza de los gentiles; la mansedumbre conquistaría la tierra, y el sufrimiento “encadenaría a los reyes terrenos, y aherrojaría a sus nombres con ataduras de hierro” (Sal 149, 8)»[17].
La necesidad actual de desarrollar una adecuada “teología de los santos” es importante también como verdadera tarea evangelizadora, pues ellos, en cuanto son presencia viva de Cristo, son los mejores evangelizadores[18]. Esta teología de los santos integra una concepción antropológica concreta, así como también se ve en ellos una adecuada teología sacramental y moral[19].
Por suerte hoy día no solo tenemos películas de superhéroes, sino que han ido apareciendo películas y libros sobre santos que nos permiten adentrarnos en el misterio de su relación con Dios y con los hombres, en la capacidad de respuesta que tuvieron para los problemas de su tiempo, y en la mejora de la vida de quienes convivían con ellos.
5. Una cuestión sociológica
A diferencia de los héroes mitológicos, de los caballeros novelescos o de los superhéroes de cómics y películas, son santos son personas reales y no una proyección imaginada de lo que querríamos ser o de cómo resolver problemas. Este realismo de los santos, así como la variedad de lugares, situaciones y condiciones personales en las que han florecido nos permite afirmar que no son una élite, sino la forma de vida propia de los creyentes, tal como reclamaba el Vaticano II en su llamada universal a la santidad[20]. Esta llamada a la santidad ha sido recordada especialmente por Juan Pablo II en Veritatis Splendor y también por el Papa Francisco en Gaudete et exultate.
Los santos son así el fermento de una nueva sociedad que sí tiene capacidad de transformar el mundo. La civilización del amor, expresión de san Pablo VI recogida y ampliada por san Juan Pablo II, es este germen de novedad que se abre camino a través de la historia. Los santos han sido partícipes de esas “minorías creativas”, término difundido por Benedicto XVI, que van cambiando los corazones de la gente al secundar la acción del Espíritu Santo[21]. Este modelo genera una sociedad conjunta, de comunión amistosa entre todos los ciudadanos. Esta comunicación no tiene parangón en el modelo heroico, pues los héroes forman una élite siempre separada por un abismo infranqueable entre ellos y el resto de la sociedad. Los héroes ayudan a la sociedad, pero parecen estar al margen de ella. De hecho, este aspecto de apartamiento por ser “distintos” o incluso “raros” es una de las características de los héroes. No así los santos, que han generado a su alrededor una vida cotidiana asombrosamente rica. La sociedad heroica deja en manos de un pequeño grupo la salvación de todos, como aquel dicho antiguo “ojalá ataquen y ganemos”, mientras que la sociedad de los santos es una sociedad de comunión en la que todos están llamados a participar.
Sí, como ya hemos indicado, los héroes nos muestran algo bueno, son proyecciones de excelencias humanas, pero aparte de ser proyecciones inventadas, sin carne ni sangre, su modelo no responde plenamente al deseo de una sociedad buena. La irrupción de Cristo en la historia, la Encarnación, supone un cambio absoluto de perspectiva sobre la sociedad humana, pues desde Cristo, la sociedad humana es plenamente teándrica. Esta es la tarea de los creyentes hoy día. Acabamos nuestra reflexión con unas bellas palabras de san Juan Pablo II en Veritatis Splendor:
«La nueva evangelización, que propone los fundamentos y contenidos de la moral cristiana, manifiesta su autenticidad y, al mismo tiempo, difunde toda su fuerza misionera cuando se realiza a través del don no sólo de la palabra anunciada sino también de la palabra vivida. En particular, es la vida de santidad, que resplandece en tantos miembros del pueblo de Dios frecuentemente humildes y escondidos a los ojos de los hombres, la que constituye el camino más simple y fascinante en el que se nos concede percibir inmediatamente la belleza de la verdad, la fuerza liberadora del amor de Dios, el valor de la fidelidad incondicional a todas las exigencias de la ley del Señor, incluso en las circunstancias más difíciles. Por esto, la Iglesia, en su sabia pedagogía moral, ha invitado siempre a los creyentes a buscar y a encontrar en los santos y santas, y en primer lugar en la Virgen Madre de Dios llena de gracia y toda santa, el modelo, la fuerza y la alegría para vivir una vida según los mandamientos de Dios y las bienaventuranzas del Evangelio» (VS 107).
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Cf. J. Martín, “Transmedialidad e industria cultural. Del libro de caballerías al Universo Marvel”, en: S. A. Flores – R. Pérez (coord.), Nuevos retos y perspectivas de la investigación en literatura, lingüística y traducción (Dykinson, Madrid 2021), 438-456. ↑
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EN X, 9, 1179 b 21-31. ↑
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Sobre la primacía de la caridad entre las virtudes, en perspectiva tomista, cf. D. Granada, El alma de toda virtud (Cantagalli, Siena 2016). ↑
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Cf. A. MacIntyre, Tras la virtud (Crítica, Barcelona 2001). ↑
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Cf. L. Granados, “Las virtudes de la minoría creativa”, en: L. Granados – I. de Ribera, Minorías creativas. El fermento del cristianismo (Didaskalos-Monte Carmelo, Burgos 2011), 141-169. ↑
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Cf. Ovidio, Metamorfosis VII. ↑
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Cf. R. Safranski, El mal o el drama de la libertad (Tusquets, Barcelona 2000). ↑
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Cf. P. García Carcedo, Entre brujas y dragones (Verbum, Madrid 2020). ↑
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Cf. K. Flannery, “Un aristotelico può considerarsi amico di Dio?”, en: L. MELINA – J. NORIEGA, Domanda sul bene, domanda su Dio (Roma 1999) 131-138. ↑
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Cf. CCE 1266.1812. ↑
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S. Agustín, De civitate Dei, 5, 19. ↑
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W. James, Las variedades de la experiencia religiosa (Península, Barcelona 31999). La obra recoge el ciclo de conferencias Gifford que James dio en la Universidad de Edimburgo en 1902. ↑
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Sto. Tomás de Aquino, Suma de teología, I-II, q. 65, a. 2, resp. ↑
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Cf. Tertuliano – San Cipriano – San Agustín, La paciencia (Rialp, Madrid 2018); E. Przywara, Humildad, paciencia, amor: las tres virtudes cristianas (Ediciones del Instituto Thomas Falkner, Buenos Aires 2015). ↑
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Cf. Tomás de Aquino, In symbolum apostolorum, a. 4. Se puede encontrar el texto en el oficio de lectura de la fiesta de santo Tomás, el 28 de enero, y la versión completa en español en: Obras catequéticas (Ediciones Eunate, Pamplona 1995). ↑
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Cf. Sta. Teresa de Jesús, “Camino de perfección”, en: Id., Obras completas (Monte Carmelo, Burgos 1988). ↑
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S. John Henry Newman, “Las armas de los santos” (sermón 22, 29-X-1837), en: Id., Sermones parroquiales. Vol 6 (Madrid 2013), 274-283. ↑
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Cf. G. del pozo, Hacia una teología de los santos en J. Ratzinger: Teresa de Lisieux (publicaciones Universidad Eclesiástica San Dámaso, Madrid 2013); cf. también J. A. Martínez Camino (ed.), Mártires y santos, en el centro de la historia (Encuentro, Madrid 2021). ↑
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Es importante resaltar la cuestión sacramental en este momento. Al respecto, cf. J. Granados – J. D. Larrú (eds.), La perspectiva sacramental (Didaskalos, Madrid 2017). ↑
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Cf. Concilio Vaticano II, Const. Past. Lumen Gentium, cap. V. ↑
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Cf. Granados-Ribera, o.c. ↑
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