La teología del cuerpo: caminos para un relanzamiento pastoral

Excmo. y Rvdmo. Mons. Antonio Prieto Lucena

Imagen: Paolo Veronese (1528-1588), La creación de Eva, Wikimedia Commons, PD-old-100-expired

En 2018, la Congregación para la Doctrina de la Fe, a través de la Carta Placuit Deo, advirtió sobre dos corrientes de pensamiento presentes en nuestra cultura actual que contradicen una correcta comprensión de la salvación cristiana.

La primera de estas corrientes es la que el Papa Francisco ha llamado, en varias ocasiones, neo-pelagianismo. Según esta corriente, la persona humana es considerada como un individuo autónomo que podría salvarse a sí mismo, al margen de Dios. La salvación sería posible con la sola fuerza del individuo o con las estructuras humanas. En este contexto, Cristo podría ser una inspiración, con sus palabras y sus obras, pero no sería el redentor que transforma nuestra condición humana y nos incorpora a una nueva existencia. Además, la salvación neo-pelagiana sería puramente interior. Provocaría un fuerte sentimiento interior de unión con Dios, pero nuestra relación con los demás y con el mundo creado quedaría excluida de la salvación. Estas relaciones no serían asumidas, sanadas o renovadas en la salvación.

La segunda corriente es la que el papa Francisco llama neo-gnosticismo. Aquí también encontramos una salvación meramente interior, entendida como una elevación subjetiva del intelecto humano a los misterios de una divinidad desconocida. En la salvación neo-gnóstica es necesario liberarse del cuerpo y del cosmos material, en los que ya no se descubren las huellas del Creador. En ellos solo vemos una realidad carente de significado, ajena a la identidad última de la persona y, por tanto, manipulable según los intereses del individuo.

Estas dos formas de entender la salvación son contrarias al cristianismo, debido a su subjetivismo autónomo y a su desprecio por el cuerpo. La salvación no puede reducirse al bien material, que el hombre alcanza por sí mismo, ya que su corazón está destinado a la comunión con Dios. Del mismo modo, la salvación incluye nuestra corporeidad y la riqueza de las relaciones que de ella se derivan. Cristo, para salvarnos, quiso encarnarse y asumir nuestra historia humana. El origen del mal no reside en el mundo material y corporal, sino en el corazón humano herido por el pecado.

La salvación cristiana se basa en nuestra incorporación a la vida de Cristo, recibiendo su Espíritu a través de la mediación de la Iglesia. No consiste en la autorrealización del individuo aislado, ni en la mera fusión interior con lo divino, sino en la incorporación a una comunidad de personas que participan en la comunión de la Trinidad. La Carta Placuit Deo concluye su reflexión con una referencia al «lenguaje del cuerpo»:

“El cuerpo humano ha sido modelado por Dios, quien ha inscrito en él un lenguaje que invita a la persona humana a reconocer los dones del Creador y a vivir en comunión con los hermanos. El Salvador ha restablecido y renovado, con su Encarnación y su misterio pascual, este lenguaje originario y nos lo ha comunicado en la economía corporal de los sacramentos” (n. 14).

Esta referencia al «lenguaje del cuerpo» puede interpretarse como una invitación a volver a la «teología del cuerpo», que el Papa Juan Pablo II nos dejó como una de sus herencias más valiosas. Al poner de manifiesto la inconsistencia del neo-pelagianismo y del neo-gnosticismo, la «teología del cuerpo» muestra su enorme potencial y su relevancia para la comprensión del credo en nuestra época.

1. El profetismo del cuerpo

El papa Juan Pablo II habló del «profetismo del cuerpo». El cuerpo es mucho más que materia, es nuestra forma de estar en el mundo. Comprender el lenguaje del cuerpo es la mejor defensa contra cualquier forma de gnosticismo. Debido al cuerpo, no puedo definirme como un individuo aislado del mundo y de los demás. No puedo fingir que vivo como una isla. El cuerpo me hace experimentar que soy parte del mundo. Gracias al cuerpo puedo hacerme presente ante otras personas, puedo abrirme a ellas y sentirme acogido por ellas.

1.1. La soledad originaria

Gracias al cuerpo sé que he nacido, que no me he dado la existencia a mí mismo. El cuerpo me remite a un Creador, que me ha dado la vida y que, de este modo, me invita a una relación con Él (significado filial del cuerpo). En esto me diferencio del resto de los seres vivos. También ellos han recibido la vida del Creador, pero no se preguntan por el sentido de la vida. Como le sucedió a Adán, me asombra que Dios quiera hablar solo conmigo, que quiera dialogar solo conmigo. En este sentido, me experimento solo en la creación. San Juan Pablo II llama a esta experiencia «soledad originaria», que no es algo negativo, no es aislamiento, sino apertura a la trascendencia y a lo sagrado.

El cuerpo no es, por tanto, un límite a la libertad, como piensan los gnósticos. El cuerpo me recuerda que he recibido la vida como un don y que estoy llamado a responder con gratitud a esta invitación de amor. Precisamente en esto consiste la libertad: en responder al amor. Ser libre no significa vivir sin limitaciones. No debo huir del cuerpo para ser libre. Al contrario, el cuerpo me ha sido confiado como tarea, para expresar el amor a Dios y a los demás, y para transformar el mundo a través del trabajo.

1.2. La unidad original

El cuerpo es el lugar donde se revela el amor. La diferencia sexual despierta mi atracción hacia otra persona. A través de los sentimientos y la afectividad del cuerpo, puedo entrar en la intimidad de la otra persona y contemplar la realidad con sus ojos. Esta experiencia compartida del mundo, entre el hombre y la mujer, es lo que Juan Pablo II llama «unidad originaria». Las manos divinas completaron su obra maestra modelando al hombre como la unidad de dos seres que, a través del amor, se pusieron en camino hacia la comunión de las personas.

La unidad original es una unión en la diferencia. En el relato del Génesis, Eva es formada por iniciativa de Dios, sin que Adán participe en su creación. Ambos tienen la misma dignidad, ambos han sido moldeados por las mismas manos, pero cada uno expresa esta misma dignidad de manera diferente. La diferencia sexual muestra que necesito del otro para ser yo mismo, que no tengo en mí todo lo que necesito para ser feliz. Es imposible entender un sexo sin conocer al otro. De esta manera, el lenguaje del cuerpo advierte contra cualquier pelagianismo autosuficiente. El cuerpo no es un hecho sin sentido que puedo moldear a mi antojo, según mi proyecto de autorrealización.

La diferencia sexual me invita a recorrer un camino de ascenso en el amor que va desde la atracción sexual y la afectividad hasta la afirmación del valor de la persona por sí misma. Cuando esto ocurre en el amor maduro, nace el «nosotros» del amor. Ahora bien, afirmar a la otra persona no significa convertirla en un ídolo. La otra persona nunca podrá llenar mi corazón, que está hecho para Dios, pero no debo prescindir de esa persona para ir a Dios; más bien, debo hacer el camino hacia Dios junto a ella. También aquí queda claro que la libertad no es mera autonomía o independencia, sino capacidad de ir hacia la construcción de una comunión cada vez más plena.

1.3. La hermenéutica del don y de la desnudez originaria

Como hemos dicho, el cuerpo es el lugar donde se revela el amor, donde comienza un camino ascendente hasta la construcción de una comunión de personas. Según Juan Pablo II, lo que él llama «la hermenéutica del don» es fundamental en este camino. Un don no es solo un objeto intercambiable, sino cada don contiene algo del donante. Hacer un don es siempre una forma de hacer un don de sí mismo. Reconocer al amado como un don del Creador pertenece a la esencia de todo amor verdadero. Esto significa que el amante reconoce la relación especial que el Creador tiene con el amado y, al mismo tiempo, que el Creador se está entregando a él a través del amado.

Siguiendo esta lógica del don, los esposos pueden sentir en su cuerpo una llamada al don recíproco de sí mismos. Esta llamada, inscrita en la masculinidad y la feminidad, es lo que el papa Wojtyła llama el significado nupcial del cuerpo. El cuerpo es «nupcial»: contiene una invitación al amor que une a los esposos entre sí, y a ambos con Dios, que es la fuente del amor.

La presencia del Creador en el amor de los esposos completa su amor, dándoles la posibilidad de concebir un hijo (significado procreativo del cuerpo). Como dice Juan Pablo II, la procreación está enraizada en la creación y, de alguna manera, reproduce este misterio (cf. Catequesis 10). En este sentido, se destaca la presencia de una cierta actitud pelagiana en la pretensión de algunos amantes de crearse un mundo aparte, del que excluyen a Dios y a todos los demás. Este intento distorsiona la naturaleza del amor verdadero, separándolo de su fuente y de su propia dinámica.

Como afirma la Carta Mulieris dignitatem, en el don recíproco que los esposos se hacen de sí mismos para construir la comunión de las personas, ellos reflejan el amor que es Dios mismo (cf. n. 7). De hecho, la imagen de Dios en el hombre no solo reside en las potencias del alma o en la capacidad de dominar la tierra, sino también en la unión del hombre y la mujer, quienes, abrazados por el amor del Creador, pueden dar frutos mucho más allá de sus expectativas y posibilidades, como es el caso del niño.

Para Juan Pablo II, la capacidad de percibir la imagen de Dios contenida en el cuerpo humano es otra de las experiencias originarias, la de la «desnudez original». El relato del Génesis narra que Adán y Eva estaban desnudos, pero no se avergonzaban el uno del otro (cf. Gn 2,25). No sentían vergüenza porque eran puros de corazón, porque veían el cuerpo integrado en la persona y como expresión de su dignidad.

2. La redención del corazón

El pelagianismo, en sus diversas formas, se caracteriza por negar el pecado original. En la salvación pelagiana, Cristo actúa como inspiración moral, pero no es el Redentor, que renueva nuestra condición humana, herida por el pecado, y nos incorpora a una nueva existencia. Según las teorías pelagianas y gnósticas de la salvación, la encarnación del Verbo es un acontecimiento accidental y secundario. La «teología del cuerpo» de Juan Pablo II responde de manera muy incisiva a esta importante pregunta.

A partir de la culpa original, cada hombre experimenta en sí mismo una fuerza llamada concupiscencia y que busca separar todo lo que el amor es capaz de unir. El Génesis explica que el origen de esta desintegración se encuentra en la culpa de nuestros primeros padres, que prefirieron la independencia y la autonomía a vivir de la paternidad de Dios. La culpa de Adán puede describirse como una negación del Padre. Esta negación cambia nuestra visión del cuerpo, que ya no se ve como un don que hay que respetar, sino como una fuente de placer utilitario, un instrumento que puedo usar y manipular, o como un límite a nuestra libertad.

Cuando el sentido del cuerpo se oscurece de esta manera, el hombre se divide en su corazón. El cuerpo ya no está sujeto al espíritu, sino que se le opone resistencia. Y el hombre que no vive de manera integrada ya no puede entregarse al otro según la verdad del amor. Romper la relación con el Creador fractura al hombre interiormente y también rompe su relación con los demás. La «lógica del don» es sustituida por la «lógica del dominio». El amor se reduce a un impulso sexual o a una emoción que se nos impone, casi privándonos de libertad. Al final, el ser humano se convierte en esclavo del deseo o de la pasión, y este desorden, o concupiscencia, se transmite de generación en generación.

En este punto, comprendemos la importancia de la encarnación redentora de Jesucristo. Al hacerse hombre, Dios asumió un cuerpo, llevando a su plenitud su significado filial y esponsal. De hecho, nadie como Cristo ha experimentado la dependencia del Padre y la acogida de sus dones. Él es el Hijo por excelencia. Y nadie, como Cristo, ha vivido la comunión con los hombres, hasta entregarse a ellos como Esposo de la Iglesia. Según afirma Juan Pablo II en la Catequesis 23, desde el momento en que Dios se hizo carne, «el cuerpo ha entrado, diría, por la puerta principal en la teología, esto es, en la ciencia que tiene como objeto la divinidad».

Al encarnarse, Cristo vino a restaurar las experiencias originales del hombre y a despertar en él la vocación al amor verdadero. Así como Adán y Eva, antes del pecado, supieron acogerse mutuamente como un don recíproco, así es entre Cristo y su Iglesia. Cristo es consciente de que cada hombre es un don que proviene del Padre (cf. Jn 17,6). Del mismo modo, el hombre está llamado a acoger a Cristo como el don más grande que recibe del Padre: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito» (Jn 3,16). De esta manera, en Cristo Hijo y Esposo, se restablece la dinámica del don y el vínculo que une la soledad con la unidad original.

Esta redención de Cristo debe llegar al corazón de cada hombre, donde Cristo debe escribir la nueva ley del amor. Esto es posible gracias al don del Espíritu Santo, con el cual se nos da la caridad, madre y forma de todas las virtudes. La caridad, que pide la respuesta del hombre, nos empuja a integrar todas las dimensiones del amor, a través de la virtud de la castidad, con la que aprendemos «el arte de amar». Como afirma Juan Pablo II en la Catequesis 122, unida a la donación de la piedad, la castidad transforma el cuerpo humano en un templo, en morada del Espíritu Santo.

3. El matrimonio, la virginidad y el destino final del cuerpo

Refiriéndose a la unión de Adán y Eva, tal como Dios la constituyó al principio del mundo, Juan Pablo II habla del «sacramento de la creación». La redención de Cristo, como Hijo y como Esposo, lleva esta unión a su plenitud y la convierte en un «sacramento de la Nueva Alianza», un signo visible y eficaz de su amor infinito. La unión de hombre y mujer esconde un misterio aún mayor que el que hemos comentado hasta ahora: esta unión hace presente el don total de Cristo por su Iglesia, un don que se ofrece en fidelidad y que se abre a una nueva fecundidad.

La revelación del amor de Dios en su Hijo abre horizontes insospechados para el amor humano. El sacramento del matrimonio no elimina la triple dimensión de este amor —filial, esponsal y paterno— que se revela en el cuerpo. Más bien, lo completa para convertirlo en un vehículo de comunicación de la misma vida divina. El sacramento del matrimonio confiere a los cónyuges la gracia de la caridad conyugal, que les permite comunicarse mutuamente el mismo amor divino de Cristo, mediante su unión en una sola carne, en un verdadero camino de santidad dentro de la Iglesia.

La redención de Cristo no solo ofrece una nueva dimensión al amor de los esposos, sino que también inaugura otra forma de caminar en el amor: la virginidad consagrada, que Él mismo vivió en su existencia humana. La virginidad consagrada no elimina el significado esponsal del cuerpo, sino que lo reafirma y lo realiza. Cristo, al entregarse de manera singular y única por todos y cada uno de los hombres, se convirtió en el Esposo que dio a luz a la Iglesia, uniéndose a ella en la cruz. Y, mediante el sacramento del Bautismo, engendra hijos para Dios, en el seno eclesial.

En la Iglesia, aquellos que reciben la llamada a vivir la virginidad consagrada se configuran con Cristo en su modo de vivir la corporeidad, y encuentran en la Virgen María el modelo a imitar para seguir su camino. Juan Pablo II ha captado un nuevo significado en el cuerpo de la persona que vive la virginidad consagrada: el significado escatológico, en cuanto que la virginidad consagrada anticipa el final de la historia, en cuanto que es participación y testimonio de la plenitud del amor que mana del cuerpo resucitado de Cristo.

Por tanto, la salvación no consiste en fundirse con la divinidad, fuera del cuerpo, como sostiene el gnosticismo. Nuestros cuerpos están llamados a resucitar. En este sentido, podemos decir que el cuerpo habla dos idiomas. Por un lado, el lenguaje de la decadencia, a través de la enfermedad y la vejez, que presagian la muerte. Pero, por otro lado, el cuerpo también anuncia el ascenso al Padre. Gracias a la resurrección de Cristo, el camino del amor, que nuestro cuerpo nos revela, no se ve interrumpido por la muerte. Nuestro cuerpo está llamado a resucitar y a ser perfecto, porque «fuerte como la muerte es el amor, tenaz como el infierno es la pasión» (Ct 8,6).

Y concluyo: el neo-pelagianismo y el neo-gnosticismo son corrientes de pensamiento difundidas en nuestra cultura, que devalúan el sentido de la salvación cristiana. Como hemos visto, la «teología del cuerpo» de Juan Pablo II constituye una vigorosa respuesta a esta falsificación, reafirmando el viejo dicho de Tertuliano: «caro salutis est cardo – la carne es el quicio de la salvación».

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Excmo. y Rvdmo. Mons. Antonio Prieto Lucena

Excmo. y Rvdmo. Mons. Dr. D. Antonio Prieto Lucena es Obispo de Alcalá de Henares, España.

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