Navidad: Jesús salva la carne que el Creador modeló en el principio
José Granados
“El Verbo se hizo carne” (Jn 1,14). “Lo envolvió en pañales, lo recostó en un pesebre” (Lc 2,6s). La Navidad concentra nuestra mirada sobre la carne del recién nacido. Es propio de la carne nacer, decía Tertuliano. La carne atestigua que lo hemos recibido todo del Padre Dios, pues es Él quien nos ha modelado en el seno materno. La carne de Jesús nos revela esto en plenitud, pues es la carne del Hijo de Dios. Su carne salva nuestra carne, modelada por Dios en el principio, cuando los creó hombre y mujer y los bendijo: “creced y multiplicaos”.
En esta Navidad queremos aprender de la carne del niño abrazándola, besándola, acunándola, como hizo san Francisco de Asís hace justo 800 años al inaugurar el primer belén en Greccio. Con espíritu de niño predicó san Francisco su sermón aquella Navidad, de modo que, al pronunciar la palabra “Belén”, imitaba el balido de las ovejas: “Beeeeeh… ¡lén!”
Otro gran santo, Bernardo de Claraval, que recibió la gracia de ver al Niño recostado entre pajas, describe el recorrido del cristiano como un recorrido por el cuerpo de Cristo. Empezamos besando los pies, en señal de humildad y de deseo de convertirnos a Él y seguirle. Besamos luego las manos, con las que Cristo nos levanta y nos pone a trabajar con Él. Y terminamos besando la cara, símbolo de amistad íntima y familiar.
En estos tiempos en que el cuerpo del hombre está tan maltratado, nos ayuda recordar que en el cuerpo del Niño habita nuestra salvación. ¿Y por qué está tan maltratado hoy el cuerpo? Porque, si en el cuerpo hay un lenguaje que nos habla del Creador (el lenguaje del hombre y de la mujer), buscamos hoy otros lenguajes incapaces de comunicar lo humano. Si los deseos del cuerpo nos mueven más allá de nosotros hacia una vida grande y bella, buscamos remodelar el cuerpo según deseos vueltos sobre sí mismos.
Siguiendo el ejemplo de san Bernardo podemos lanzar otras tres miradas al cuerpo de Cristo, para que su contemplación sane las heridas de nuestra carne. Usaré experiencias del cuerpo que la medicina moderna ha iluminado.
En primer lugar, miramos al cuerpo del niño que respira mientras late su corazón. Por los pulmones se va oxigenando poco a poco su sangre. Esto es algo normal para un adulto, pero muy nuevo para el recién nacido. Pues el corazón del feto está modelado de modo que no impulse la sangre a los pulmones, sino directamente a la madre por el cordón umbilical. Son los pulmones maternos los que infunden el oxígeno en la sangre, y así traen vida al cuerpo. Pero al nacer, cuando el niño grita su primer llanto (cuando se traspasa el silencio nocturno de Belén), se le abren por vez primera los pulmones. Y esto provoca cambios morfológicos en su corazón, cerrando algunos orificios y abriendo otros. El niño empieza a oxigenar su propia sangre. En todo esto podemos ver un símbolo y un misterio.
El oxígeno simboliza al ambiente del cual el niño recibe la vida. Entendemos así que el cuerpo no está solo, sino situado entre otros cuerpos y en el cosmos. El primer ambiente en que entra el niño es el ambiente de la familia. Allí el niño aprende la gratitud ante el don recibido y la fidelidad que une sus pasos en el tiempo hacia el horizonte de un gran amor. En este ambiente puede oxigenarse nuestra sangre y traernos vida. A través de este ambiente bueno, Dios infunde su Espíritu, que la Biblia compara con el soplo vital.
Antes de nacer, Jesús vivía en ese ambiente que Dios había ido preparando, de familia en familia, para acoger a su hijo, y que llega a su culmen en el seno puro de María. Es el ambiente que Dios estableció al principio cuando los creó hombre y mujer y los bendijo. En ese ambiente entra Jesús al nacer y ser recostado en el pesebre. Sólo que ahora es Jesús mismo quien respira. Y, al respirar, los pulmones del Hijo de Dios no solo reciben oxígeno del ambiente, sino que regeneran y enriquecen el ambiente. Poco a poco Jesús va llenando ese ambiente de su Espíritu para que podamos respirar y recibir su misma vida. Y, con cada respiración, Jesús dilata ese ambiente del amor humano, para que quepa en él todo el amor de Dios. Ante aquellos que quieren contaminar el ambiente de la familia, la carne del recién nacido oxigena la carne que el Creador modeló en el principio.
Veamos un segundo gesto corporal. El recién nacido, que hasta hace poco recibía su alimento por el cordón umbilical, es amamantado por su Madre. Vemos así que este cuerpo está animado por el deseo de vida y de gozo. Jesús desea el alimento materno, perodeseasobre todo, como todo niño que mama, el amor materno. Al alimentarse, Jesús experimenta cómo la relación personal, el tú a tú, presta hondura y camino al deseo del cuerpo. Asumiendo nuestro deseo, Jesús abre al deseo humano un horizonte nuevo, hasta identificar su alimento con la voluntad del Padre.
Hay una razón por la cual los médicos recomiendan que la madre amamante a su hijo. No sólo es que le transmite anticuerpos que el niño todavía no ha desarrollado. Sino que la madre le transmite también las hormonas que regulan los ciclos de la vigilia y del sueño (esos ciclos que se trastornan con los vuelos transatlánticos y provocan el “jetlag”). Podemos decir: con la leche, la madre da al niño el sentido del tiempo. De este modo se ritma el deseo del niño, para crecer poco a poco, desde que es despertado por el amor hasta que logra la comunión con el amado.
Al principio el niño Jesús sigue el ritmo de su madre, un ritmo que recibe con la leche materna. Pero luego, a lo largo de su vida, será Él quien abra nuevos caminos al deseo y le marque nuevos ritmos. Él no ha venido simplemente a darnos lo que deseamos, pues nuestros deseos muchas veces son diminutos o están torcidos. Son deseos que vuelven sobre nosotros mismos y nos encierran en nuestra emoción o gusto. Al no aceptar el amor primero de Dios, que ha plasmado nuestro cuerpo, nos volvemos cisternas agrietadas, y nos falta el agua para amarnos entre nosotros.
Hoy escuchamos voces, también entre cristianos, que empujan a la tolerancia complaciente del deseo pecaminoso. Ante esto, ¿no se inaugura en Belén otro método? ¿No parte de Belén el camino de la paciencia que invita al hombre a transformar su deseo? ¿No es esta la misericordia genuina, que testimonia la verdad como guía para que el deseo pueda alcanzar su meta?
El niño de Belén ha venido a transformar nuestros deseos, para que deseemos aquello que hace nuestra vida grande y bella. Esto llegará a su culmen cuando Jesús se nos de como comida en la Última Cena. Sobre el pesebre de Greccio se construyó luego un altar. Así, en vez del heno que comían los animales, los fieles comerían al cordero de Belén. Recibimos así sus anticuerpos para enderezar el deseo torcido, y también sus hormonas para ritmar nuestro deseo con el deseo de Jesús.
Podemos todavía dar un tercer paso al contemplar el cuerpo del niño. Lo cogemos en brazos y le miramos a los ojos. Hoy los médicos saben que los ojos del bebé resultan especialmente atraídos por otros rostros humanos, y especialmente por otros ojos humanos. Enseguida traban contacto visual y se fijan en la mirada que los mira, y la siguen cuando se mueve. Es como si en las miradas encontraran la verdadera fuente de la luz.
La primera mirada es, claro, la de la madre, que el niño pronto reconoce, y luego la del padre. San Agustín decía que lo primero que el bebé contempla al abrir los ojos es la amistad de sus padres. Antes de eso, todo ha sido oscuridad. En esa mirada el niño encuentra su alba. Es que en la amistad de sus padres brilla para él la primera verdad del amor. Y sobre esta verdad podrá edificar su vida.
Jesús aprenderá a ver, como todo niño, a partir de la mirada en que le acogen sus padres. Pero luego será Él quien, con su mirada (con estos ojos que amarán al joven rico y perdonarán a Pedro) nos alumbre la ruta. Si sus padres le mostraron, en la mirada de ellos, un signo del amor del Creador, Jesús nos muestra en su mirada la comunión con el Padre como verdad última del amor. Esta luz brilla en la Iglesia, columna y fundamento de la verdad. Esta verdad no es mera teoría, porque se ha hecho carne, y da forma a todo lo que la Iglesia dice y hace.
¿No parece hoy haberse entenebrecido esta luz? ¿No dicen hoy muchos creyentes que todo amor es bueno, sin importar si es verdadero o falso, si construye la comunión o se curva sobre sí mismo? Pero Cristo nació en la noche para reafirmar nuestra esperanza de que “la luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la vencieron” (Jn 1,5). Dejémonos traspasar por su mirada, que revela la verdad que hay en el corazón del hombre. Y que esa mirada sea la luz de nuestra vida.
Hemos contemplado al niño. Duerme y respira mientras su corazón late y así nos indica el ambiente sano donde recibir la vida, y cuyos cimientos están en la “una sola carne” de hombre y mujer. Toma el pecho de su madre, y así desvela que nuestro deseo está llamado a transformarse, a salir de sí mismo hasta llegar al abrazo del Creador. Nos dejamos mirar por sus ojos, que revelan la verdad plena del amor, desde el principio en que Dios los creó hombre y mujer, hasta el grito final de la esposa al esposo: “¡ven!”
Un antiguo adagio afirma que el Verbo nunca abandonará la carne que una vez asumió. Pues la misma carne que está recostada en el pesebre ascenderá al cielo y se sentará a la derecha del Padre. Ahora bien, esa carne no es solo la que recibió de María, sino también nuestra carne, porque somos sus hermanos. Y es la carne de la Iglesia, su Esposa. La Navidad nos asegura que Él nunca abandonará esa carne y que saldrá por el honor de ella cuando amenacen mancharlo.
Volvamos a la celebración de san Francisco en Greccio. Nos cuenta Celano, biógrafo del santo, que uno de los asistentes tuvo una visión. Contempló al niño exánime sobre el heno y a Francisco que lo despertaba de su sopor. Lo explica Celano diciendo que Cristo en aquel tiempo estaba como sepultado en los hombres, y que san Francisco le despertó para grabar su imagen en los corazones enamorados. Cuando, como dice Jesús, “el amor de muchos se enfría” (Mt 24,12), le pedimos que la contemplación de su cuerpo despierte a Jesús en nosotros. Él enamore nuestro corazón y el de todos los hombres.
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