Introducción de Juan José Pérez-Soba a su libro ¿Por qué las virtudes? Editorial Didaskalos, Madrid 2023, pp. 9-21.
“¿Por qué he de ser moral?” Es una pregunta desafiante, que contiene una cierta violencia interior como una bofetada moral. No es sino manifestación del fuerte rechazo que algunos sienten ante cualquier imposición que se imponga desde fuera. A pesar de la brusquedad que comunica, despierta un eco interior: si la formulamos no se escucha como una cuestión ilusoria, por el contrario, para algunos ésta parece la primera pregunta a responder cuando una persona se sitúa en el ámbito moral. Se trata de una cuestión inquietante, porque suena desmedidamente provocativa porque toca un fundamento vital. En ella se expresaría la potencia del desafío propia de un hombre que quiere realizarse de forma prometeica, por sus propias fuerzas, y que debe dejar claro que no sigue cualquier principio que se le proponga. Su carácter revolucionario está claro, poner en cuestión la obligatoriedad moral como una característica de su vivencia, liberaría al hombre de un peso excesivo que no sabe siempre cómo vivir y le ayudaría a afrontar la vida con otras perspectivas más abiertas y exentas de juicios condenatorios.
En verdad, al recibir el impacto de la pregunta, detrás de una primera impresión de perplejidad, nace el recelo sobre la misma pregunta. Nace la impresión de que debe ser reformulada, porque está expresada de un modo falaz. El contexto que da sentido el dilema es el de dirigirlo a una persona que desea convencerme de la necesidad de alguna obligación moral. En este caso, serviría de escudo, pues propone un interrogante difícil a modo de protección, para evitar la menor pretensión por parte de quien desea esa imposición indebida. Los denominados maestros de la sospecha: Karl Marx, Friedrich Nietzsche y Sigmund Freud, han hecho suya esta actitud y la han propagado por todas partes. Su intento de desenmascarar tantas inmoralidades escondidas detrás de posturas muy “correctas” socialmente, ha hecho dudar de la experiencia moral primera, pues la han hecho aparecer teñida de una intención manipuladora. La fuerza de su crítica a una sociedad puritana, que asfixiaba a las personas con prohibiciones agobiantes, ha conducido a que tantos puedan formular la pregunta inicial como un camino de liberación ante lo que consideraban que era un carga insoportable e infundada.
Pero, fuera de su carácter excesivamente provocativo, la expresión tiene una lectura diversa, que nos interesa aquí. En ella también late otro interrogante: la verdadera búsqueda de una razón que explique adecuadamente la experiencia moral que todos experimentamos como una llamada interior. De esta forma, no se trata de dirigir el problema a una persona ajena, sino de preguntarse internamente las propias razones para dirigir nuestros actos de un modo que tengan sentido y los pueda denominar con toda razón morales. Entonces, y de modo contrario a la posición anterior, el no tener respuesta lejos de liberarme de una imposición, me deja inerme ante la necesidad de caminar en una dirección que se me presenta incierta.
Como ocurre con el cinismo en general, la sola negación de lo que se desprecia, no ayuda a asumir después el valor de los propios actos y elecciones en lo que tienen de positivo. Es más, parece dejar estos en un oscuro vacío. Antes que protegerse ante los demás, hemos de responder ante nosotros mismos. El “¿Por qué?” pasa a ser una pregunta insidiosa que pone en cuestión mis propias decisiones con una necesidad de que encuentre en ellas un sentido que me convenza. El cínico que antes se presentaba como un ilustrado liberador, ahora parece un “ciego que quiere guiar a otros ciegos” (cfr. Mt 15,14) y es un obstáculo enorme para encontrar un camino.
Precisamente, este ha sido el contexto que ha permitido retomar la cuestión de las virtudes en la moral actual y que ha tenido a Alasdair MacIntyre como el gran referente[1]. Cuando presentaba la “hipótesis inquietante” de una moral que ha perdido el valor de los términos que utiliza, era consciente del panorama de tantos hombres desorientados que a pesar de una buena preparación sufren enormemente en la tarea de construir una vida. Es una situación de una angustia creciente que hace surgir nuevas preguntas, muy distintas de las de un siglo antes. Aparece la necesidad sentida de saber asumir la realidad de una grandeza que acompaña a las acciones humanas y que es esencial para que el hombre pueda crecer y dar sentido a su existencia. Aquí no cuenta la enérgica reivindicación de la propia postura individual ante los demás, sino la necesidad de ayuda ante una falta de referentes, para afrontar la insidiosa amenaza de un sinsentido que nos puede anular.
La lucidez del pensador escocés ha sido entender que esa es la posición real de la experiencia moral en todo hombre, la de ser una luz interna de las acciones que permite hacer de la vida un camino hacia la felicidad como plenitud. Este descubrimiento, que ilumina mucho mejor las condiciones actuales de la existencia de tantas personas requiere la reformulación de la pregunta inicial podría con un nuevo significado: “¿por qué las virtudes?”
Se trata de entender “virtud” en su sentido originario de “fuerza interior, capaz de lo mejor”. Una respuesta positiva en favor de las virtudes parece afirmarla como la realidad necesaria que me libera de lo que ahora es más esclavizante, la imposibilidad de realizar lo que verdaderamente deseo. Necesito descubrir esa energía que me saque del pozo de tantas frustraciones más o menos escondidas y que parecen impedir una vida llena que anhelo en lo más íntimo del corazón.
Nuestro filósofo, que parte de esta constatación, da un paso más. Comprende bien que los argumentos morales no se dilucidan mediante debates teóricos, sino dentro de la experiencia vivida de las personas que configura una tradición en la que los términos éticos encuentran su verdadero significado[2]. Existe una tradición sobre la virtud que, precisamente, se hizo esas preguntas y nos ofrece unas respuestas corroboradas por una experiencia secular. Como es evidente, no tener en cuenta este patrimonio de sabiduría humana y pensar que podemos inventar nuestra vida desde cero sería expresión de un orgullo ciego que hay que evitar sobre todo en algo que tiene tanta importancia para nuestra vida.
1. Una nueva posición ante un interrogante insidioso
En este libro vamos a intentar articular una respuesta suficiente a estos interrogantes interiores. No nos sirve una exposición genérica de las virtudes que ignore las candentes preguntas anteriores. No basta en la actualidad con presentar las virtudes de una forma atractiva, para que nos admiremos de sus expresiones y nos ayuden a tener un cierto ideal de vida. Esta luz está oscurecida por una fuerte descalificación de un concepto de “virtud” a modo de “corrección exterior”. A todos les parece despreciable la figura insoportable de una persona que se tiene a sí misma por virtuosa, perfecta en todo y que su sola presencia representa un juicio condenatorio para los demás. Podemos entender la irritación que puede causar esta posición: “¡Ridículo! ¿Es posible, señor, pretender que yo, después de «eso», me comporte como una señorita modesta, bien criada y virtuosa, de acuerdo con sus malditas aspiraciones a una «sólida salud moral»?”[3] Esta queja de la hijastra mancillada en la obra de Luigi Pirandello, es el modo existencial de expresar la cuestión primera sobre la moralidad que hemos presentado. Los ejemplos literarios son innumerables y han causado un justo rechazo de tal esperpento moral[4].
Hemos de ser “expertos en humanidad”, porque “todo lo humano nos interesa”. Nos hallamos ante una cuestión humana de máxima relevancia en la vida de las personas, que de ningún modo podemos obviar. Las razones que se desprenden de una práctica primera de las virtudes nos apuntan a una disposición interior de la que tenemos una conciencia directa y que necesita hacerse real en las obras para poder ser conocida y desarrollada con perseverancia. Vemos tantas veces una profunda fragmentación en personas concentradas en responder problemas, pero que son muy frágiles en el momento de construir su propia vida. Este fenómeno apunta siempre más a esta misteriosa disposición permanente que parece ser principio de unidad y que se ve en determinados hombres capaces de llevar una vida plena en medio de las mismas dificultades que afectan a los demás. En la vorágine de los agobios de un mundo muy agitado y las angustias que surgen de pensar que la vida se nos escapa, la virtud aparece en la posición de una promesa de una vida posible capaz de conducirnos a una nueva plenitud.
Desde luego, no es una cuestión de una simple espontaneidad, se aprecia que la mora nace de un trabajo interior que tiene su objeto específico y donde la propia honestidad tiene su asiento. Todo ello representa una llamada profunda de atención ante la relevancia de un principio moral de gran repercusión olvidado por una cultura y una educación que parecen naufragar en la intención de formar personas.
La respuesta a la pregunta inicial que resonaba como una provocación, nos invita ahora a un camino que requiere decisión y búsqueda paciente. No vale un simple consejo que exhorte en una dirección, sino la toma en consideración de un empeño verdadero dentro de una indicación inicial que pide una implicación real de la persona en ella.
En gran medida, se trata de renovar un recuerdo de nuestra memoria que casi se había diluido. Para todos, la palabra virtud es conocida, pero despierta evocaciones muy dispares. Pertenece a un núcleo íntimo de cada hombre, en una imagen propia de ser virtuoso como una exigencia ineludible, pero dentro de una compresión difícil, pues tropieza con muchos obstáculos que a veces parecen impedir su ejercicio. No deja de impactar en nuestra consideración la figura de una “doña virtudes” que es en todo correcta y adaptada a las normas sociales, pero incapaz de comunicar vida, encorsetada en todas sus manifestaciones. Una presión ahoga cualquier intento de frescura o de vitalidad creativa. Respecto de la virtud se puede decir: “Probablemente esta palabra empieza por sonarnos como algo extraño e incluso antipático: fácilmente suena a anticuada y a «moralizadora»”[5]. Esta ambivalencia del término en su recepción social es un peso importante a la hora de tomar la virtud como un referente necesario para poder alcanzar una plenitud moral, que nos es siempre atractiva. O este aspecto queda suficientemente claro o cualquier discurso sobre las virtudes estará desde el inicio viciado, será una cuestión erudita y en todo caso bella, pero no en conexión con las preguntas existenciales que guían nuestra cotidianiedad.
Nuestro camino de reflexión debe partir de esa experiencia inicial de una promesa de plenitud contenida en nuestras acciones y la que sentimos una necesidad profunda de responder, porque se trata de nuestra propia identidad moral la que está en juego, aquella que nos califica como hombres y nos enseña el camino de una vida lograda que responde a nuestros deseos más íntimos. No se trata de una idea que nos explique de qué modo actuamos, sino una luz que permite ver la realidad que nos aparece con una relevancia distinta, como dirigida a una plenitud de vida que hemos de hace nuestra.
Emprendamos este camino, con aquella virtud que da aliento a cualquier otra, la esperanza. No como objeto de estudio directo, sino como la motora real de nuestra investigación ética.
2. La llamada a una plenitud, el tesoro del corazón
“Enseña la templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza: lo más provechoso para el hombre en la vida” (Sab8,7). La Sagrada Escritura nos presenta esta afirmación tan potente a modo de sentencia, con ello, se hace eco de una tradición sapiencial anterior que pone en las virtudes la razón de la vida excelente para el hombre y el centro de la educación ética. El escritor sagrado vincula la fuerza de la virtud a la enseñanza del maestro en moral, es su tarea principal, en la que ha de empeñar la vida. Por una parte, con ello está señalando el vínculo personal que existe entre el maestro y el discípulo como el lugar por excelencia donde puede aparecer la virtud. Lo da por supuesto como el contexto necesario que da sentido a la exhortación: la importancia de enseñar. Por otra, lo expresa como el lugar donde Dios puede intervenir de modo especial en la vida del hombre. De este modo, introduce el tema de la virtud en el contexto de la vida moral como una providencia divina para conducir al hombre hasta Dios. De ninguna manera se puede comprender la virtud como una realidad que se basta a sí misma, sino que tiene como referente inicial un sistema amplio de relaciones humanas en donde Dios es la principal de ellas de una forma natural. Aquí se nos descubre el entorno “sapiencial” que toma la experiencia moral como un camino de encuentro con Dios en donde lo humano y lo divino están intrínsecamente relacionados.
En todo caso, a pesar de la firmeza de la afirmación, puede parecernos una respuesta demasiado formal. Es una recomendación “muy correcta”, donde todo cuadra para que el conjunto esté ordenado y nada se salga de un control que no se cuestiona ninguna cosa. Esto nos aparece por nuestra sensibilidad moderna de un marco previo que habría que superar. En cambio, en el contexto bíblico se trata de una enseñanza bien diferente. La literatura sapiencial mira la existencia concreta y busca cómo iluminarla para que el hombre en ella encuentre el camino de Dios. Esto sucede en los modos más diversos que podamos imaginar, por lo que el sabio busca sobre todo asentar las experiencias que nos hacen gustar esa grandeza que Dios nos promete y hacia la que nos guía con su enseñanza. El modelo queda claro: es en el fondo “como un padre guía a sus hijos” (Dt 1,31; cfr. 1 Tes 2,11). Se trata de una expresión particular del amor de Dios hacia el hombre, que lo llama de forma particular a una vida moral. No se comprender como una tarea de control, cuanto como la iluminación de una vida: “Lo más provechoso en la vida del hombre”. Un bien experimentado que se ha de comunicar en lo que es una experiencia compartida dentro del camino al que Dios llama.
La realidad moral de la virtud se ha de comprender como el descubrimiento de una excelencia humana que el hombre hace suya y a la que se siente obligado a responder a modo de “cultivo” del hombre, la forma adecuada para que el hombre crezca en cuanto tal. Esta percepción tiene su propio contenido humano particular que hemos de comprender. Tiene un valor moral irreductible, distinto de cualquier otro, no se comprende como un adiestramiento para una función, sino como la dirección para una excelencia en cuanto la interioridad del hombre responde a una verdad que da sentido a vivir. Se trata de responder a la invitación bíblica: “donde está tu tesoro allí estará tu corazón” (Mt 6,22). Percibimos un atesorar diferente que no consiste en poseer, cuanto en configurar el corazón en la dirección de una grandeza prometida a los hombres. Eso es lo que hace atractiva la referencia a la virtud y es la razón que nos obliga a pensar más profundamente sobre ella, para descubrir su dinamismo en el hombre que impregna toda su existencia. Esta es la respuesta primera al ¿por qué? que habíamos formulado en un inicio, en un camino prometedor que requiere lo mejor de nosotros mismos.
3. Una tradición que nos ilumina
Un acercamiento a la tradición milenaria sobre la virtud pide un modo crítico de acceso a su contenido. La persistencia a lo largo del tiempo del término no excluye grandes variaciones en su comprensión, dependiendo del marco cultural y educativo de cada época. No podemos contentarnos con una exposición unívoca de su sentido que no existe y que, si la intentáramos imponer, consistiría en un reduccionismo atroz. En cambio, su misma permanencia en ámbitos tan diversos nos enseña que, en todo caso, existe una fuerza grande en su evocación, que no se puede ignorar. En definitiva, hablar sobre las virtudes significa tomarse en serio el contenido humano de la experiencia moral como un interrogante esencial al que es necesario responder.
Hemos hablado de camino para expresar un contenido ineludible de la condición humana que enmarca la moral. Esto es algo propio del cristianismo, pues en los escritos de San Lucas se emplea el término camino para significar al cristianismo en cuanto tal[6]. “Se ve entonces que la moral es mucho más que un código de comportamientos y actitudes. Se presenta como un «camino» («derek») revelado, regalado: leitmotiv bien desarrollado en el Deuteronomio, en los profetas, en la literatura sapiencial y en los salmos pedagógicos”[7].
Esto mismo es lo que nos introduce en un sentido profundo de conocimiento, para poder caminar hemos de conocer el fin al que nos dirigimos, para poder encaminar nuestros pasos. Es parte integrante de la experiencia moral. “El hombre (…) debe hacer libremente el bien y evitar el mal. Para esto el hombre necesita poder distinguir el bien del mal”[8].
Hemos de descubrir este aspecto cognoscitivo de la virtud, para poder mostrar todo su valor en la vida de las personas. El principio del que partimos ya lo expresó Aristóteles con precisión: “Como es cada uno, así se le presenta el fin”[9]. Esta es la luz que se refleja en el conocimiento moral y muestra una especial correlación entre el objeto querido (una acción) y el sujeto agente (el que quiere la acción). En esta relación se haya lo esencial de la experiencia moral que está de base. No se trata de la adecuación a una norma exterior, o el solo desarrollo de unas capacidades, sino del auténtico crecimiento de la persona por medio de las acciones que realiza. Es la experiencia que describe San Gregorio de Nisa con mucha fuerza: “Todos los seres sujetos al devenir no permanecen idénticos a sí mismos, sino que pasan continuamente de un estado a otro mediante un cambio que se traduce siempre en bien o en mal (…) Así pues, ser sujeto sometido a cambio es nacer continuamente (…) Pero aquí el nacimiento no se produce por una intervención ajena, como es el caso de los seres corpóreos (…) sino que es el resultado de una decisión libre y, así, nosotros somos en cierto modo nuestros mismos progenitores, creándonos como queremos y, con nuestra elección, dándonos la forma que queremos”[10].
Nos introducimos en una percepción particular de la virtud, en referencia a una tradición en la que el cristianismo tiene un valor especial. En particular, se nos ha presentado desde el inicio una correlación sujeto-objeto, muy diversa de la dicotomía propia de la tradición racionalista que se impuso desde el siglo XVII en donde la verdad de la norma se convertía en el objeto mismo del actuar, sin tener en cuenta la excelencia humana contenida en la misma acción realizada y dirigida a la felicidad de una vida conseguida[11]. Esa es una primera luz que nos va a guiar en nuestras reflexiones.
[1] Cfr. A. MACINTYRE, After Virtue: A Study in Moral Theory, University of Notre Dame Press, Notre Dame, Indiana 1981 (ed. española Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1988).
[2] En A. MACINTYRE, Three Rival Versions of Moral Enquiry: Encyclopaedia, Genealogy and Tradition, Duckworth, London 1990.
[3] L. PIRANDELLO, Seis personajes en busca de autor, Millenium, Madrid 1999, 50.
[4] Recordemos como ejemplo La farisea, de François Mauriac, en Lara, Barcelona 1955.
[5] R. GUARDINI, Una ética para nuestro tiempo, en ID., La esencia del cristianismo. Una ética para nuestro tiempo, Cristiandad, Madrid 2002, 113. El libro se titula en alemán Virtudes.
[6] Cfr. J. RATZINGER, “«El esplendor de la verdad» la encíclica moral del Papa Juan Pablo II”, en ID., La fe como camino. Contribución al ethos cristiano en el momento actual, EIUNSA, Barcelona 1997, 55 s.
[7] PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA, Biblia y moral, (2008), 20. La idea del camino es recurrente en el Documento: cfr. ibidem, 4, 16, 18, 24, 27, 121.
[8] JUAN PABLO II, C.Enc. Veritatis splendor, n. 42.
[9] “Sed qualis est unusquisque, talis finis videtur ei”: SANTO TOMÁS DE AQUINO, Sententia libri Ethicorum, l. 3, lec. 13. Está tomada de: ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, l. 3, c. 5 (1114b16-17).
[10] SAN GREGORIO DE NISA, De vita Moysis, II, 2-3: PG 44, 327-328; JUAN PABLO II, C.Enc. Veritatis splendor, n. 71.
[11] Para esta distinción es necesario referirnos a: S. PINCKAERS, Las fuentes de la moral cristiana. Su método, su contenido, su historia, EUNSA, Pamplona 1988.
Comparte este artículo
Quienes somos
El Veritas Amoris Project se centra en la verdad del amor como clave para comprender el misterio de Dios, de la persona humana y del mundo, proponiéndola como perspectiva que proporciona un enfoque pastoral integral y fecundo.