Psicología y gracia: ¿qué caminos para acompañar la fragilidad? En diálogo con Víctor Manuel Fernández

Raúl Sacristán López

La relación entre psicología y gracia es uno de los temas más tratados tanto desde la psicología como desde la teología, sobre todo a partir de los años 60 del siglo XX. Esto ha sido debido al auge de la psicología en la última centuria.

Algunos de los psicólogos más relevantes del siglo XX se dedicaron al estudio de esta relación. Podemos destacar a Freud y James entre los “padres de la psicología moderna”, pero también otros como Adler, Maslow, Allport[1], y otros menos conocidos, como A. Vergote[2], sacerdote belga que intentó desarrollar una psicología de la gracia en los años 60.

También son varios los psicólogos que han intentado desarrollar una psicología desde una perspectiva católica: Magda Arnold, Luigi M. Rulla, Paul C. Vitz. Y, al contrario, filósofos y teólogos que han puesto su mirada en lo que la Tradición podía aportar a la moderna psicología, como I. Andereggen o M. Echavarría. De estos autores hablaremos posteriormente.

Tampoco han faltado sacerdotes que han desarrollado una mirada no siempre tan académica y más centrada en la práctica pastoral. Con distinto tipo y grado de formación, nos podemos encontrar aquí con autores como A. Cencini, M. Szentmártony, F. del Valle y un largo etcétera que no vamos a enumerar para no aburrir al lector. En esta última lista se encontraría también la obra de Víctor Manuel Fernández, que al haber sido nombrado por el Papa Francisco prefecto para el dicasterio de la doctrina de la fe el pasado mes de septiembre de 2023.

El objetivo del presente trabajo es ofrecer un estudio de la propuesta que hace Fernández sobre la relación entre psicología y gracia, y posteriormente ofrecer líneas que nos ayuden a ahondar en dicha relación. El análisis de Fernández se centra en una de sus obras, Teología espiritual encarnada[3], dado que en ella analiza la relación entre gracia y enfermedad mental. Aunque también recurriremos a otra anterior, La gracia y la vida entera[4],porque el mismo autor la cita en la obra principal.

 

1. La estructura de la Teología espiritual encarnada

El libro de Fernández se estructura en tres partes. Una primera que analiza la relación entre espiritualidad y acción, la segunda, sobre espiritualidad y cultura, y la tercera que reflexiona sobre distintas expresiones concretas de la espiritualidad en la acción. De aquí se deducen varios aspectos que el autor comenta en la presentación y la introducción del libro. Se trata de la idea de espiritualidad que ofrece, así como de la acción y la cultura como ejes vertebradores de la obra.

Acerca de la espiritualidad, en la presentación comenta que la Iglesia ha dado una preponderancia a lo largo de la historia a la forma monástica de la espiritualidad. A juicio de Fernández, esta forma, siendo muy rica, no se puede trasplantar a otros estados de vida en la Iglesia. “De este modo, la espiritualidad de los agentes pastorales, sacerdotes diocesanos, misioneros, o laicos en el mundo, ha sido muchas veces una copia imperfecta, una versión de segunda clase de las espiritualidades desarrolladas en la tranquilidad de conventos y monasterios” (p. 5). Lo que nuestro autor quiere proponer es una “síntesis especulativa de Teología espiritual para evangelizadores, tanto para agentes pastorales insertos en las estructuras pastorales como para los que cumplen sus tareas ordinarias en medio del mundo (en la empresa, la política, la familia, etcétera)” (p. 11).

La afirmación de Fernández puede ser contrastada con toda la espiritualidad desarrollada hasta el siglo IV, y que tiene como eje el martirio. Es cierto que con el fin de la época martirial la vida monástica ha marcado profundamente la vida de la Iglesia, empezando por S. Antonio Abad en Egipto, siguiendo por S. Benito, y después autores como Sta. Teresa de Jesús o S. Juan de la Cruz, etc. Sin embargo, no se puede decir que esta sea la única o principal forma de espiritualidad, ni es menos verdad que sus escritos sean muy iluminadores para todos los bautizados. En todo caso, el desarrollo de la espiritualidad de los no-monjes, aunque quizá debamos centrarnos en los laicos, ha sido tratado por grandes autores como S. Juan de Ávila en sus numerosos sermones, S. Ignacio de Loyola, con sus Ejercicios Espirituales practicados por una multitud de laicos que viven secularmente, o S. Francisco de Sales en su Introducción a la vida devota. Ciertamente, es evidente la similitud entre la frase que hemos citado de Fernández y el conocido texto del santo obispo de Ginebra que la Iglesia propone en el oficio de lecturas del santo cada 24 de enero: “La devoción, insisto, se ha de ejercitar de diversas maneras, según se trate de una persona noble o de un obrero, de un criado o de un príncipe, de una viuda o de una joven soltera, o bien de una mujer casada. Más aún: la devoción se ha de practicar de un modo acomodado a las fueras, negocios y ocupaciones particulares de cada uno”[5]. Es evidente que en todo el párrafo se refiere a personas que viven una vida secular.

Tampoco podemos olvidar que Dios no ha dejado de suscitar para el mundo santos laicos en todos los tiempos, desde agricultores como san Isidro Labrador, hasta reyes como san Fernando. La santidad, que es la espiritualidad mejor acabada, no es exclusiva de la vida monástica. Basta seguir el calendario litúrgico para ver esta variedad, tanto en las celebraciones eucarísticas como en la liturgia de las horas, la Iglesia propone estos modelos constantemente.

Siguiendo con el tema de la espiritualidad, en la introducción contrapone teología espiritual y teología moral, apuntando que la teología moral se dedica más bien a “hablar de las virtudes teologales, del discernimiento prudencial, de la humildad y de la fortaleza, etc. (…) El único modo de explicar la especificidad de la Teología espiritual es entenderla como el estudio de las diversas modalidades que adquiere la vida en Cristo” (pp. 9-10). Si esto fuera así, la teología espiritual habría de reducirse a explicar los distintos carismas por familias, o por estados de vida cristiana. Sin embargo, la teología espiritual incluye una reflexión sobre aspectos comunes con la cristología, pneumatología, gracia, sacramentos, etc. Concebir la teología como compartimentos excluyentes es un error, dada la unidad intrínseca de la teología en sí. Se trata de perspectivas sobre el único misterio de Dios Trino que responden más bien a nuestra limitada capacidad de comprensión. En cambio, Fernández plantea nuevamente esta dicotomía entre espiritualidad y moral. Esta forma dicotómica de presentar las cuestiones es habitual en Fernández. Su punto de partida es la contraposición, casi de manera similar a la antítesis hegeliana, aunque no siempre se llega a una síntesis, sino más bien a resaltar un aspecto frente al otro. Lo volveremos a ver más adelante en la contraposición entre pobres e ilustrados.

Nos queda por comentar un aspecto de la estructura, se trata de las dos claves que organizan el libro: la acción y la cultura. Ambos términos se refieren a un análisis de la espiritualidad en clave personal y relacional o social. En nuestro trabajo nos centraremos más en la primera parte, dado que es aquí donde aparece la referencia a la psicología de modo principal.

 

2. Acerca del Espíritu

La obra comienza con una reflexión sobre el Espíritu. Lo primero que llama la atención es que en ningún momento se habla del Espíritu de modo personal, no se dice que sea la Tercera Persona de la Trinidad, ni se recogen denominaciones habituales como Persona-Amor o Persona-Don[6]. Hay una ausencia del carácter eminentemente personal del Espíritu Santo, con una voluntad propia, como aparece en el pasaje de las tentaciones (cf. Mt 4, 1 y par.) o en alguna curación (cf. Lc 5, 17), por no hablar de los anuncios del Espíritu en el discurso de la Cena que recoge S. Juan (cf. Jn 15-16). Esta ausencia es una dificultad para comprender la espiritualidad como una relación interpersonal en la que el Espíritu mismo es protagonista. Fernández acaba su exposición diciendo que “todo nos invita a entender la expresión Espíritu Santo como el dinamismo trascendente del amor divino que se comunica al hombre” (p. 17). Esta forma de definición dinámica pero no personal implica una concepción bien diversa de cara al tema central de nuestra reflexión sobre la relación entre espiritualidad y psicología, pues no entramos en relación con el Espíritu como entramos en relación con otras fuerzas físicas, ni siquiera de la misma manera a como nos relacionamos con otras personas humanas, puesto que la presencia del Espíritu en nosotros es real, y no meramente intelectual o afectiva, como puede ser el recuerdo que tenemos de alguien, o lo que alguien suscita en nosotros[7].

La propuesta de Fernández va más allá, al afirmar que “si en la acción está presente el dinamismo del amor, hay entonces una espiritualidad de la acción misma. La vida del Espíritu se deja marcar por las características de la propia actividad amante en la porción de mundo donde es ejercida” (p. 18). Poco antes, Fernández ha recogido una cita de Santo Tomás de la Suma contra gentiles en la que dice que el Espíritu mueve al hombre (p. 17, la cita de Sto. Tomás es CG IV, 19). Resulta curioso que cite la CG, pero no la Suma Teológica, obra final del Aquinate. Es evidente que un autor puede modificar, o al menos precisar, su pensamiento en el transcurso de su obra, de modo que conviene considerar la totalidad de la producción, no sea que citemos algo que vaya acorde con nuestro pensamiento, pero que no sea el del autor citado. En el caso que nos ocupa, parece conveniente completar lo que el Aquinate dice en CG IV, 19 con lo que enseña después en STh I, 8 y 43. En la q. 8, a. 3, resp., se recoge la siguiente cita de S. Gregorio: “Dios está en las cosas de modo común por esencia, presencia y potencia, y de modo familiar está en algunos por gracia”. Esta idea se desarrolla después en la q. 43, a. 3. De modo que la acción del Espíritu no es una mera fuerza, sino una presencia personal en “algunos”. Estos “algunos” son los que le reciben como Persona-Don enviado por el Padre y el Hijo, de modo particular en el bautismo. Esta afirmación no quiere decir que Dios esté presente en los demás, justamente la q. 8 afirma que está en todo lo creado, pero no está igualmente en todo ni en todos. La diferencia radica aquí en una relación personal. Es a este aspecto, como hemos señalado, el que Fernández no contempla. La lectura del texto de Fernández da la impresión de que temiera que algunos no fueran movidos por el Espíritu, y que eso fuera impedimento para su salvación eterna, de la que tampoco habla mucho, ya que su obra se reduce a una espiritualidad encarnada aquí en la tierra, sin hablar de una carne espiritualizada como fin propio de la misión del Espíritu[8].

La forma en que Fernández se expresa al decir que “la vida del Espíritu se deja marcar por las características de la propia actividad amante en la porción de mundo donde es ejercida”, se puede entender como que habrá peculiaridades acordes a “la porción de mundo”, sin embargo, la realidad va más allá puesto que los santos nos ponen de relieve la asombrosa gama de matices de la santidad. Pero esta gran gama es reflejo de la infinitud divina antes que de las “formas culturales humanas”. La expresión de Fernández es una forma “regionalista” humana, que no responde a la infinita creatividad divina. No es tanto el Espíritu quien se deja marcar, sino Él mismo quien marca no solo una región, sino a cada persona. También se puede hacer una lectura en sentido contrario afirmando que hay mayor familiaridad entre los santos por ser santos que entre los habitantes de una región del planeta, es decir, los santos se reconocen más como miembros de la Nueva Humanidad regenerada por Cristo, que como “judíos, griegos…” (cf. Gal 3, 28).

Creo que es relevante señalar la cuestión personal frente al regionalismo, porque permite comprender mejor el valor de cada persona para Dios. En el texto de Fernández se utiliza a veces el término “pueblo”, como en la cita que comentamos habla de “porción de mundo”, en un sentido grupal, que no responde al origen personal, familiar, de toda comunidad humana. El pueblo no es un mero conjunto de personas, sino que está forjado por relaciones interpersonales que hunden sus raíces en la familia. El Espíritu Santo actúa en cada fiel creyente, y así actúa en todos los fieles, pero no actúa sobre el conjunto de modo genérico. Justamente nuestra reflexión sobre la presencia del Espíritu permite explicar este aspecto[9].

 

3. El punto de partida: “la perspectiva del pobre”

La importancia de la atención a los pobres en el Evangelio y en la vida de la Iglesia está fuera de toda duda. Sin embargo, el modo como lo presenta Fernández tiene un matiz que ha de ser señalado:

En América Latina, por ejemplo, aunque el pueblo pobre desarrolle poco o imperfectamente algunos aspectos de la moral cristiana, debido a los muchos condicionamientos que lo limitan, sin embargo ha desarrollado (en general) altos aspectos de la moralidad teologal mucho más que los ilustrados. En primer lugar, reconozcamos una espontánea y firme confianza en Dios que se expresa en la súplica, y un espíritu de sincera adoración (p. 35).

La afirmación de Fernández se apoya en el número 1735 del Catecismo:

La imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, los afectos desordenados y otros factores psíquicos o sociales.

Lo primero que podemos notar en el texto de Fernández es la cuestión de “regionalismo” que acabamos de comentar, así como la alusión al “pueblo pobre” como un conglomerado de personas. La categoría que contrapone a pobres es “ilustrados”, lo que no deja de ser al menos curioso, dado que cabría esperar “ricos”. “Ilustrados” se opondría a “ignorantes”, e ignorantes pueden ser tanto pobres como ricos. De aquí que parezca que Fernández tenga una intención no confesada de vincular ricos e ilustrados, pero no ricos-ignorantes. Si los ricos fueran ignorantes quizá tendrían una justificación, un “condicionamiento limitante”, como dice que lo tienen los pobres. El párrafo citado contiene una confusión entre pobreza material, espiritual e intelectual que convendría haber desarrollado. Dado que esta “perspectiva del pobre” es la que guía toda la obra, toda la obra se ve oscurecida por esta confusión.

La forma de expresión de Fernández conduce a una justificación del “pueblo pobre”, principalmente del pobre material, por el mero hecho de ser pobre, hasta el punto de que le presenta como desarrollado en “altos aspectos de moralidad teologal” al tiempo que dice que “desarrolla poco o imperfectamente algunos aspectos de la moral cristiana”. Esta contradicción en el desarrollo aparece otras veces en Fernández, y la justifica de nuevo recurriendo a Sto. Tomás: “Se dice que algunos santos no tienen algunas virtudes, en cuanto experimentan dificultad en sus actos, aunque tengan los hábitos de todas las virtudes” (STh I-II, q. 65, a. 3, ad 2)[10]. Pero lo que aquí vemos que comenta santo Tomás es la situación de algunos santos, no la de quienes pueden incluso vivir en el pecado. No tener alguna virtud no supone pecar, sino experimentar aún dificultad para realizar actos que son buenos. En cambio, Fernández habla de personas que hacen cosas buenas y malas, se trataría más de una persona incontinente, es decir, que no tiene el hábito de la virtud, en cambio la cita de Tomás dice explícitamente que “tienen los hábitos de todas las virtudes”.

La perspectiva antropológica de Fernández queda centrada en el “pobre condicionado”, como si se tratase de aquel que bajaba de Jerusalén a Jericó y fue asaltado (cf. Lc 10, 30). Podríamos hablar de una “antropología del hombre herido”. No podemos negar la “herida”, pero tampoco podemos negar que esta herida responde a la caída. En la parábola del buen samaritano, la bajada de Jerusalén a Jericó ha sido interpretada como la situación del hombre caído[11].

Esta propuesta de una “antropología del hombre herido” ha ido adquiriendo un cierto auge en los últimos años en el mundo occidental. La herida aparece aquí como una situación dolorosa pero irremediable, es decir, como una “herida infinita”. A veces aparece incluso con tintes y expresiones cristianas, pero no es cristiana[12]. El problema se agranda cuando incluso se intenta introducir a los niños en esta concepción antropológica del vacío interior[13]. No, ni nuestra herida es infinita, ni estamos vacíos por dentro.

En la presentación que hace Fernández, parece que el pobre herido tiene que ser atendido en el lugar en que se encuentra. No se habla del camino que hace el buen samaritano con él hasta la posada, es decir, no se habla de la redención. La antropología cristiana no es la del hombre herido, no la de vacío interior, sino la del hombre creado, caído y redimido. Insistir en la creación por amor, en la caída por el mal uso de nuestra libertad, y la redención por la misericordia que nos conduce al cielo, es esencial en este momento. En la perspectiva de Fernández, el pobre herido parece que no puede sanar, que el Buen Samaritano ha de descender a él y permanecer con él. No aparece en ningún momento la posibilidad de que la herida sea causada por el propio pecado, ni tampoco que sea necesaria la conversión para el pobre. Pero quizá lo más grave es que no aparece una mejoría espiritual del pobre, porque parece que ya es suficiente con lo que es. A esta perspectiva se opone la historia de conversión de muchos santos, pobres, ricos, ignorantes y sabios, que han llegado al Cielo[14].

 

4. La herida de las “inconsistencias psicológicas”

Como venimos diciendo, Fernández asume una antropología del hombre herido. En la cita del Catecismo aludida (n. 1735) se habla precisamente de las inconsistencias psicológicas como motivo de disminución de la imputabilidad o responsabilidad sobre un acto. A este aspecto de la relación entre santidad integral y perturbaciones psicofísicas dedica Fernández el capítulo 4 de TEE.

El capítulo parte de una situación de limitación en la que el Espíritu se encarna (epígrafe 4.1) para desarrollar un camino espiritual en la perturbación psicológica (4.2). Pasa después a reflexionar sobre la relación entre neurosis y santidad (4.3), así como sobre las propuestas de la neurociencia (4.4). Finalmente, acaba con una propuesta en la que se invita a la persona a un proceso de integración (4.5) tanto corporal como con la naturaleza (4.6). Veamos algunos aspectos de cada uno de estos puntos.

Como decimos, Fernández parte de estas inconsistencias como límites del Espíritu (p. 53). En todo caso, cabría precisar que sería un límite que Dios permite o asume, como puede asumir la enfermedad u otros condicionamientos, pero no porque no pudiera eliminarlos, como queda patente en los milagros: cura enfermos, expulsa endemoniados, multiplica el pan, e incluso consigue monedas para que Pedro pague los impuestos. Luego hay una permisión de una situación difícil, cuyo fin solo puede ser la manifestación de la gloria de Dios (cf. Jn 9, 3). Del mismo modo que anteriormente vimos que Fernández “permanecía en la perspectiva del pobre”, ahora le vemos demorarse en la “perspectiva de la limitación psicológica”. Se trata de una forma de aceptación de la realidad que en el fondo no provoca ningún cambio. Según nuestro autor, el Espíritu se encarna y acepta el límite, es la persona quien realiza el cambio: “La gracia ordinariamente no llega a las raíces de una enfermedad psíquica. Pero una persona en gracia de Dios puede introducirse personalmente, decididamente, en un camino de curación (…), se coloca en una situación en la que puede llegar a merecer la curación”. En realidad, esta propuesta encierra una cierta forma de pelagianismo, en la que no es la synergia, la colaboración real entre el Espíritu y el hombre, la que logra la sanación, sino la determinación del hombre mismo. Cae así en este neo-pelagianismo que denunció el Papa Francisco en el segundo capítulo de Gaudete et exsultate siguiendo la carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe del 22 de febrero de 2018, Placuit Deo[15]. Precisamente, en el n. 57 de la exhortación se alude a estas formas vacías del Espíritu: “Todavía hay cristianos que se empeñan en seguir otro camino: el de la justificación por las propias fuerzas (…) el embeleso por las dinámicas de autoayuda y de realización autorreferencial”. Al decir Fernández que “la persona en gracia de Dios puede introducirse personalmente, decididamente, en un camino de curación (…) puede llegar a merecer la curación”, a pesar de la expresión “en gracia de Dios”, parece que el merecimiento de la curación de debe a la determinación personal más que a la colaboración con la gracia.

4.1. La propuesta de Fernández como camino espiritual

Fernández propone un camino espiritual con la perturbación (4.2). Lo que aquí presenta Fernández se basa en lo que expone en un libro anterior, La gracia y la vida entera[16]. Allí propone unos consejos para que la espiritualidad complemente adecuadamente la tarea del psicólogo, antes se ha referido a las enfermedades interiores, sin especificar si se refiere a las espirituales o a las psicológicas. La falta de especificidad es una constante en sus obras. De lo que no se habla en ningún caso es de pecado. “Estas enfermedades interiores pueden curarse. ¿Se curan acudiendo al psicólogo? Sí, pero no solamente. También pueden curarse haciendo un adecuado camino espiritual.” (La gracia y la vida entera, 82).

La propuesta sugiere los siguientes pasos (La gracia y la vida entera, pp. 81-104, a las que remite en TEE pp 56-64):

  1. “El primer paso es lograr decirle a Dios, claramente y sin vueltas, cuál es nuestro verdadero problema”: el primer error: considerar que lo conocemos.
  2. “Pidiendo luz a Dios insistentemente, el corazón se va disponiendo positivamente para reconocer esa verdadera causa de lo que nos pasa”, con el apoyo de la Sagrada Escritura (lectura orante).
  3. “Llamar a las inconsistencias por su nombre: El corazón son esas intenciones más escondidas que no compartimos con nadie”
  4. Desarrollar un deseo de cambio, y pedir a Dios la gracia del cambio
  5. Desarrollar nuevas inclinaciones y motivaciones
  6. Pedir permanecer en el cambio

Es una propuesta que integra la oración y súplica a Dios en un programa de reestructuración cognitivo-conductual (similar a la terapia racional-emotiva de Ellis, por ejemplo[17]). Sin embargo, tratándose del aspecto del acompañamiento espiritual, no se hace referencia a que este camino sea un camino de conversión, ni a los sacramentos, especialmente confesión y eucaristía. Parece que la gracia actúa por medio de la oración, sí, pero no por otros medios. Esta omisión podría ser por acercarse a lectores protestantes, quizá, porque resulta extraño que un sacerdote católico no recomiende la vida sacramental.

Se percibe aquí que la “espiritualidad” que propone Fernández no integra el aspecto litúrgico-sacramental de manera conveniente. En los tres primeros capítulos del libro, en los que expone su propuesta “espiritual”, no se hace referencia alguna a los sacramentos, ni a otros modos habituales de espiritualidad católica, ni tampoco en el resto del libro aparece referencia alguna a María, ni a la intercesión de los santos, ni en TEE ni en La gracia y la vida entera[18]. La referencia sacramental que recoge el libro aparece en el capítulo sobre la inculturación de la espiritualidad, que supone un proceso en el que la cultura da forma a la espiritualidad (y no al contrario)[19].

4.2. La cuestión de las “inconsistencia psicológicas”

En su presentación, Fernández asume la perspectiva de L. M. Rulla y su “antropología de la vocación cristiana”[20]. Rulla plantea su teoría en un momento en que la Iglesia vive una grave crisis vocacional tras el Concilio Vaticano II. Se consideró que era necesario replantearse la realidad vocacional desde una perspectiva que integrase los conocimientos de las ciencias humanas y sociales, y en particular de la psicología, para analizar la crisis vocacional. El punto de partida de Rulla es una estructura personal en la que distingue tres dimensiones: la primera, la fuerza motivadora de los valores autotrascendentes, la tercera, la realidad natural de la persona (fisiológica, psicológica y social), y la segunda, que sería la combinación de ambas. En esta estructura se pueden percibir las raíces freudianas que sostienen el modelo de Rulla, recordemos que la estructura de la personalidad que Freud propone, ello-yo-superyó, se construye sobre la dialéctica hegeliana, es fácil ver la similitud. En esta dialéctica de la vocación, Rulla inserta una serie de necesidades que la persona ha de satisfacer. Rulla sigue aquí la teoría de H. Murray sobre las necesidades disonantes (1938). La propuesta de Murray no viene antropológicamente explicada por Rulla. Murray señala un total de 21 necesidades, pero no explica porqué son tantas, y no más o menos, ni tampoco las integra entre sí. Estas necesidades, cuando no son cubiertas, generan lo que Rulla denomina “inconsistencias”, que serían el origen de los problemas que se manifiestan en la vida religiosa.

Hay varios aspectos que podrían ser cuestionados en esta propuesta. El primero es la cuestión de la construcción de la teoría desde una perspectiva totalmente psicológica, obviando el dato teológico. De este modo, en el análisis de Rulla no aparece referencia alguna a la concupiscencia y al pecado. Se mueve siempre en el ámbito de lo psicológico, evitando toda referencia moral, lo cual, si bien es adecuado para la práctica psicológica, no es posible para la consideración de la vocación cristiana, que parte de una antropología en la que el hombre creado amorosamente por Dios, ha caído libremente en el pecado y ha sido redimido por la misericordia de Dios.

Otro aspecto a repensar es la cuestión de las “necesidades”. Una presentación desde la necesidad parte de una situación de carencia, de indigencia que si bien es real, no queda explicada por la teoría. En todo caso, parecería más conveniente hablar de inclinaciones que de necesidades, dado que la necesidad acaba con la satisfacción y el regreso a una situación de equilibrio inicial; en cambio, la inclinación se abre a un perfeccionamiento de la persona, a un crecimiento más allá de la situación inicial.

Ambos aspectos son relevantes para el análisis de Fernández, puesto que tampoco él integra, como ya hemos aludido, la cuestión del pecado y la conversión, y su planteamiento espiritual adolece de esta perspectiva de crecimiento y de perfección que acabaría en la bienaventuranza eterna, también hemos aludido a este aspecto. La referencia a la teoría de Rulla permitiría explicar los límites de la consideración psicológica de Fernández.

Es importante considerar que la psicología es un instrumento conveniente para poder afrontar múltiples aspectos del comportamiento humano, sin embargo, desarrollar una teoría antropológica excede las posibilidades de la psicología[21]. Toda práctica psicológica supone una concepción antropológica, pero no la puede generar, y mucho menos enjuiciar un sistema religioso[22]. En una consideración católica, la visión del hombre puede ser descrita de modo sucinto como creado-caído-redimido. El mismo dato de ser creado supone una condición limitada, aunque no negativa (como aludíamos en la cuestión de las necesidades), el hecho de la caída explica la desintegración de la voluntad como consecuencia del pecado (de aquí la concupiscencia y el desorden del deseo, que permite explicar las inconsistencias de que habla Rulla); por último, la redención realizada por Cristo introduce una vía de superación de las consecuencias del pecado que no es una mera restauración de la situación originaria, sino que lleva al hombre a participar de la misma vida divina. Con este esquema antropológico se pueden afrontar los distintos problemas de la vida humana, también en el ámbito propio de práctica psicológica.

No hay por qué pensar que Fernández no esté de acuerdo con esta premisa. Es más, él propone que el trabajo del psicólogo no suprime el acompañamiento espiritual, como hemos visto en las pautas que ofrece para este acompañamiento espiritual. Aún así, Fernández se mueve más en el ámbito de lo psicológico que de lo espiritual. En su presentación alude también al desarrollo que va teniendo la neurociencia en los últimos años (4.4., pgs. 68-74). Citando a uno de los neurocientíficos más conocidos por su labor divulgativa, A. Damasio, Fernández señala los límites de la neurociencia para explicar el comportamiento humano. La referencia a Damasio, por el momento en que escribe Fernández (2006) puede ser matizada, dado que este autor, si bien mantuvo abierta la consideración de un orden superior al que la psicología y la ciencia podían conocer[23], posteriormente fue derivando hacia un claro materialismo[24]. Esta perspectiva materialista es predominante en la neurociencia actual, llegando incluso a negar la libertad humana, si bien todas estas teorías carecen de fundamento cierto[25]. Es cierto que hay investigaciones que buscan desde la neurociencia esclarecer distintos aspectos de la espiritualidad, pero no son muy concluyentes[26]. El problema de estos estudios radica en las mismas dificultades de la neurociencia actual para aportar datos concluyentes sobre la actividad neuronal. Además, se enfrentan también a la cuestión de qué ocurre en los cerebros de personas ateas.

 

5. Fragilidad, dolor y pecado, una propuesta

Fernández alude en su obra a una cierta fragilidad, en este caso psicológica[27]. Tomando pie de esta consideración, vamos a reflexionar brevemente acerca del tema de la fragilidad en relación al dolor y al pecado, dado que hay una distinción entre estos aspectos que puede ser muy sugerente para ayudar en el trato con personas, porque permite explicar distintas reacciones afectivas que nos permiten adentrarnos mejor en la experiencia humana.

Al hablar antes de la antropología cristiana hemos utilizado la tríada creado-caído-redimido. Al hablar de la condición de criatura hemos aludido a los límites de nuestra naturaleza humana. Estos límites, como el cansancio del cuerpo, el no poder ver con mayor agudeza o a mayor distancia, etc., no son moralmente considerables como buenos o malos. Estos límites muestran nuestra condición creatural, nada más. Una condición verdaderamente deplorable si la comparamos con otros animales, ciertamente. No es que estemos mal hechos, dado que “funcionamos”, pero esta pobreza de nuestro ser puede ser considerada como una cierta fragilidad.

Esta fragilidad nuestra puede ser comparada a la de un bebé recién nacido respecto de una persona en plenitud de su desarrollo físico. La reacción que tenemos ante la fragilidad del bebé es la de la ternura. La fragilidad suscita nuestra ternura. El término ternura proviene justamente del latín “tenerum”, que significa blando, delicado, pero que también se refiere a los primeros años. La fragilidad del niño ha dado origen a la reacción de ternura del adulto. Lo peculiar de la ternura es que el adulto, en su firmeza, se ablanda para acoger al niño con cuidado. Es una acogida no solo física, sino también psicológica. La ternura del adulto integra de este modo su firmeza con la blandura del niño.

Podemos observar que la ternura es una reacción propia del adulto, no tanto de los pequeños entre los que son de su edad. Es curioso ver cómo los niños van desarrollando esta reacción por imitación de los adultos, es decir, conforme el niño va creciendo, va adquiriendo firmeza y puede desarrollar ternura. Hemos dicho que esta firmeza es tanto física como psicológica. Considero que se puede explicar que la firmeza radica en un conocimiento de la realidad por medio de la razón que va integrando la experiencia vital. Adquirir una verdad sobre la vida permite saber acercarse a la fragilidad del bebé. Esto es lo que los bebés no saben hacer entre ellos. De este modo, podemos afirmar que la ternura implica una firmeza cuyas raíces ahondan en la verdad. Es la verdad la que da la firmeza conveniente para poder desarrollar una ternura adecuada, que no sea mero emotivismo. La fragilidad como condición humana se puede estudiar desde la perspectiva antropológica. Su estudio está en relación con la vulnerabilidad, aunque no necesariamente con que estemos heridos, sino con que podemos ser heridos[28]. La fragilidad que suscita la ternura no es ninguna herida, por lo que no requiere una curación, una terapia, sino un desarrollo físico y una pedagogía.

La referencia a la herida nos permite dar un paso más. La persona frágil puede ser herida, tanto física como psicológica o moralmente. La herida produce dolor, y ante el dolor de otra persona lo que experimentamos es compasión. El término compasión (lat. patere-cumsufrir-con) tiene un primer referente físico, corporal. Por extensión hablamos de una compasión no necesariamente física, sino moral. Pero en ambos casos se trata de la reacción ante quien sufre dolor. Estos dolores podrían ser atendidos por los médicos, en el caso corporal, o por los psicólogos, en trastornos psicológicos, con terapias médicas o psicológicas. También habría un dolor moral por consecuencias de acciones de otros, o por estados de vida espiritual de sufrimiento, ante el que podemos experimentar compasión por quien lo sufre. Sería propio del amigo o de quien acompañe espiritualmente al que sufre compadecerse y atenderle.

Pero hay todavía una experiencia más, la que puede suscitar en nosotros quien ha realizado un mal. Se trata de la misericordia. Entendida como reacción afectiva, la misericordia ha sido definida desde la Antigüedad como la tristeza ante el dolor ajeno sentido como propio[29]. En este sentido podría equipararse con la compasión. Sin embargo, del mismo modo que hemos citado la referencia física original de la compasión, podríamos referir la misericordia a la experiencia ante el pecado cometido por otro. Así, ante el pecador experimentaríamos misericordia, un modo particular de la compasión, propio del ámbito de la vida espiritual, con una terapia particular como es el sacramento de la penitencia.

Así, nuestra breve reflexión, nos permite concluir que la condición de nuestra fragilidad suscita en nosotros la ternura; el dolor, la compasión y el pecado la misericordia. Nos encontramos, pues con tres condiciones distintas, la del frágil, la del adolorado y la del pecador, que provocan una experiencia afectiva distinta. También podríamos apuntar que la atención al estudio de la fragilidad humana puede ser objeto de la antropología, en cuanto condición propia de todo ser humano; en cambio, la atención al dolor físico sería propia de la medicina, al dolor psicológico atendería la psicología, y al dolor moral (en cuanto sufrido) atendería la caridad de los seres queridos y el acompañamiento o dirección espiritual; por último, a la condición de pecador, para ayudarlo a sanar, atendería de modo particular el sacerdote en el sacramento de la confesión.

Me parece que la relevancia de esta distinción radica en el aspecto de firmeza que se incluye en la ternura, así como en la distinción entre compasión y misericordia, para poder distinguir convenientemente el dolor pecaminoso del que no lo es. Esta clave de la distinción entre compasión y misericordia sería un aspecto que podría enriquecer y clarificar la exposición de Fernández.

 

6. Dios y la religión en la psicología moderna

6.1. Dos perspectivas y tres líneas de diálogo

En general, podemos decir que las perspectivas sobre la religión que tiene la psicología moderna dominante se reducen a dos:

  • Aquellas que siguen la propuesta de Freud, y que consideran que la religión es una idea humana, falsa, que habría que desmontar. Freud dedicó mucho tiempo y esfuerzo a reflexionar y escribir sobre la religión. De hecho, escribió sobre el tema en cinco obras que jalonan su producción: Tótem y tabú (1912), El porvenir de una ilusión (1927), El malestar en la cultura (1930), Nuevas aportaciones al psicoanálisis (1933), y finalmente en Moisés y el monoteísmo (1939).
  • Aquellas que siguen la propuesta de W. James, y que consideran la religión como una experiencia personal, individual. James desarrolló una gran reflexión en Las variedades de la experiencia religiosa, que fueron un ciclo de conferencias Guifford, en la universidad de Edimburgo, 1901-1902, y que le dieron fama mundial. En ellas presenta una visión positiva de la religiosidad para la vida humana, pero no considera que haya una divinidad, sino una experiencia interior. Se trataría de una especie de religiosidad natural. En esta línea estaría también V. E. Frankl.

Si bien es cierto que la primera, quizá por su brusquedad o falta de argumentos no es muy sostenible, la segunda, más “suave”, llega al mismo fin de la negación de la religión como una forma de relación personal con la divinidad, y ha sido más aceptada por la psicología moderna en general. Esta es la clave que vincula las dos perspectivas, la no consideración de Dios como un ser real, personal, con quien el hombre puede entrar en relación. A lo sumo es considerado como una idea personal, que puede ordenar el comportamiento personal, o incluso el grupal, si la idea es compartida, como lo puede ser cualquier otra ideología (sostener unas ideas políticas o pertenecer a un club deportivo). Este problema aparece en la práctica psicológica moderna. Así, por ejemplo, una de las corrientes psicológicas más seguidas, la psicología sistémica, no plantea la cuestión de la relación con Dios en su consideración del sistema de relaciones. La psicología sistémica no logra integrar a Dios como una relación personal que debe ordenar e integrar el resto de relaciones. Es entendible la dificultad que puede tener la teoría, y por ende los psicoterapeutas que se trabajen con personas creyentes.

Además del diálogo con la psicología sistémica, existen al menos otras tres vías en las que se podría establecer un cierto diálogo entre la psicología y la teología:

  • La psicología positiva. Los estudios de Martin Seligman y sus colaboradores desarrollaron esta escuela de psicología que buscaba investigar qué hacía que algunas personas lograran un mejor desarrollo, incluso en la dificultad (resiliencia). Su estudio recuperó en el ámbito psicológico el término virtudes. Aunque no plantean una estructura psicológica de la virtud ni una teoría de la acción, sí sería posible establecer puntos de conexión para un cierto desarrollo conjunto[30].
  • La psicología de la personalidad. El estudio de la personalidad en la psicología moderna se basa fundamentalmente en los modelos de rasgos de personalidad. La descripción de los rasgos de personalidad indica que estos rasgos son condiciones estables que la persona manifiesta en su comportamiento[31]. Esta comprensión del rasgo puede ser puesta en relación con el concepto de hábito en la teología moral como una disposición interior estable, que es la base del concepto de virtud, del que hemos hablado anteriormente[32].
  • La psicología de las emociones. Es uno de los grandes campos abiertos hoy día, y en los que el diálogo con la filosofía y la teología sería una importante luz para el auxilio de tantas personas que sufren. La necesidad de explicar la referencia al bien o al mal, la relación entre el desorden afectivo y la concupiscencia entendida como el deseo desintegrado y la capacidad del amor, de la Gracia, para integrar el mundo afectivo de las personas son tres aspectos que conviene atender[33].

Estos tres campos, psicología positiva, personalidad y emociones, son puntos en los que, como decimos, el diálogo podría ser muy fecundo. Este diálogo se ha de fundamentar sobre una sólida base antropológica.

6.2. ¿Se puede hacer una psicología de la Gracia?

El diálogo que proponemos no trata de hacer una psicología de la Gracia. Fernández recoge en su texto una cita de von Balthasar en la que niega que sea posible desarrollar una “psicología de los santos” (p. 64-65)[34]. Si por “psicología de los santos” entendemos una psicología que logre explicar la acción de la Gracia en ellos, es imposible, dado que queda fuera de la capacidad de la psicología explicar la acción divina.

El desarrollo de una psicología de la Gracia fue ya intentado en los años 60 del siglo pasado por Pierre Fransen. Fransen mismo explica su intento diciendo que “esbozamos deliberadamente esta psicología dentro de nuestra condición de filósofo cristiano y de creyente. Y la completaremos con una filosofía ampliamente personalista, inspirada en el estudio de K. Rahner, y en la antropología dialéctica y mística del beato Juan de Ruysbroec”[35]. La perspectiva de Fransen parte de una concepción kantiana de la libertad, lo que establece una división entre la libertad trascendental y la categorial, que dificulta la integración de la acción humana, y por tanto cualquier comprensión integral de la sinergia con el Espíritu Santo. Este aspecto fue puesto de manifiesto mediante la respuesta de Juan Pablo II en Veritatis Splendor al teorema de la opción fundamental[36].

Resulta curioso para nuestra reflexión notar que Fernández y Fransen se apoyan igualmente en Rahner, y ambos presentan esta distinción entre lo trascendental y lo categorial. En el caso de Fernández, como ya hemos explicado, cuando habla del “pueblo pobre”, le considera una cierta bondad de base, que coincidiría con la libertad trascendental, con la opción fundamental por Cristo, que no entraría en conflicto con otros actos que no manifestasen plenamente esta opción. Esto es el sustrato del teorema rebatido por el papa Juan Pablo.

Más que una “psicología de la Gracia”, podemos intentar una “psicología ante la Gracia”[37], como proponen Ignacio Andereggen, Zelmira Seligmann y Martín Echavarría en su “psicología realista”. Se trata de una psicología que se sitúa ante el misterio del hombre creado, caído y redimido, y que por tanto sea capaz de integrar, no resolver, la cuestión del pecado y la Gracia, y su relación con la psicología humana y sus trastornos. Andereggen reconoce que la Tradición católica, en particular santo Tomás, ofrece una propuesta válida de psicología humana, si bien según los términos propios de su tiempo y no los de la psicología actual, pero que siguen siendo válidos en cuanto se refieren a una antropología real[38]. Echavarría ha elaborado un interesante estudio sobre el desarrollo de la psicología, desde sus orígenes, que muestra la validez de los criterios clásicos, así como los límites de algunas posiciones actuales[39]. Los actuales modelos psicológicos, por su marcado sesgo materialista, no responden a la verdad del hombre, a esta antropología adecuada que hemos aludido. Sin embargo, determinadas técnicas pueden ser válidas y útiles. Se trata de aplicar aquello de san Pablo, “examinadlo todo y quedaos con lo bueno” (1Tes 5, 21).

Esta misma idea de fondo es la que subyace al “metamodelo cristiano católico de la persona”, desarrollado por Paul C. Vitz y sus colaboradores[40]. Vitz, psicólogo estadounidense (1935), se convirtió al catolicismo en 1979. Sus estudios iniciales fueron sobre la percepción y la cognición. Su recorrido vital le llevó al interés por la psicología de la religión y al desarrollo de este modelo de intervención. Se apoya en cuatro pilares: (1) la bondad originaria de la persona por el hecho de ser, (2) la vida entendida como cambio, evolución, (3) la realización personal por medio de la entrega de sí mismo, y (4) el reconocimiento del amor incondicional de Dios a cada persona. A partir de aquí va integrando distintas técnicas para atender los problemas particulares de cada consulta. De nuevo nos encontramos con una práctica psicológica iluminada por la fe católica, pero no con un intento psicológico de explicar la fe católica.

 

7. La clave personal de la fe y la psicología

Al final de nuestro recorrido podemos concluir que la obra de Fernández que ha servido de punto de partida para nosotros, Teología espiritual encarnada, no integra adecuadamente una idea de espiritualidad conforme a la Tradición. Este límite dificulta un diálogo con la psicología, pues ambas dimensiones no quedan articuladas. Esta articulación se podría construir desde una perspectiva personalista, es decir, considerando la religión como una relación personal con la divinidad. Pero requiere partir de una antropología adecuada, del hombre como uno en cuerpo y alma, creado-caído-redimido. Sin estas dos notas no se integraría bien el dinamismo personal de la fe ni la realidad de la concupiscencia en la terapia psicológica.

Sin embargo, por la referencia a la concupiscencia hemos podido, partiendo del texto, adentrarnos en el análisis de las “inconsistencias psicológicas”, y desde ellas plantear una propuesta que integre la fragilidad, el dolor y la misericordia. Este sería un ejemplo de integración desde el ámbito teórico entre antropología, psicología y teología. En nuestro estudio hemos recogido dos modelos, el de Andereggen y el de Vitz, que hacen una propuesta conveniente de este punto de partida de una antropología católica para la reflexión y la práctica psicológica. Ambos modelos ponen de manifiesto la importancia de que los psicólogos tengan conocimientos amplios y profundos de filosofía, cosa que por desgracia no se valora en la universidad actual, a veces ni siquiera en las católicas. Es necesario que los futuros psicólogos hayan estudiado y reflexionado con detenimiento sobre la cuestión cuerpo-mente, que conozcan las propuestas sucesivas que han ido apareciendo desde los albores de la filosofía griega hasta el desarrollo de los modelos de IA actuales.

El diálogo entre la psicología y la fe es exigencia de la misma experiencia humana. En el mundo secularizado en que vivimos asistimos constantemente a un aumento de los trastornos psicológicos. Tal y como la psicología ha mostrado, desde Las variedades de William James a La auténtica felicidad de Martin Seligman, la religión es un factor estabilizante de la vida humana. Pero la cultura occidental, apoyándose entre otros en Freud, ha rechazado y apartado la fe por considerarla una invención nociva para las personas. Pero este rechazo no es una cuestión de la ciencia psicológica, como pretende M. Power[41], de hecho, Paul C. Vitz, a quien hemos citado también, hizo el camino contrario a Power. La fe es una cuestión personal, sin embargo, esto no significa que sea solo una idea interior, como hemos visto, pues “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida, y con ello, una orientación decisiva”[42].

 

 

 

[1] Cf. A. Adler, El sentido de la vida (Madrid 1975). A. Maslow, Religiones, valores y experiencias cumbre (Barcelona 2013). G. W. Allport, The individual and his religion (New York 1954).

[2] Cf. A. Vergote, Psicología religiosa (Madrid 1969).

[3]V. M. Fernández, Teología espiritual encarnada: profundidad espiritual en la acción (San Pablo, Buenos Aires 2005). En adelante citado como TEE.

[4] V. M. Fernández, La gracia y la vida entera. Dimensiones de la amistad con Dios (Herder, Barcelona 2000).

[5] S. Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, parte I, cap. 3. Oficio de Lectura del 24 de enero.

[6] Que el Espíritu Santo es Persona, es Don y es Amor se corresponde con las cuestiones 36-38 de la Prima Pars de la Summa Theologiae de Sto. Tomás, a quien Fernández cita con relativa frecuencia. Cf. J. J. Pérez- Soba, Amor es nombre de persona. Estudio de la interpersonalidad en el amor en Santo Tomás de Aquino (Roma 2001).

[7] Cf. J. Prades, “Deus specialiter est in sanctis per gratiam”. El misterio de la inhabitación de la Trinidad en los escritos de Santo Tomás (Roma 1993).

[8] Para una conveniente exposición sobre este tema, cf. J. Noriega,  Guiados por el Espíritu. El Espíritu Santo y el conocimiento moral en Tomás de Aquino (Roma 2000); J. D. Larrú, Cristo en la acción humana según los comentarios al Nuevo Testamento de Sto. Tomás de Aquino (Roma 2004).

[9] Esta cuestión de la relación entre la religión y la cultura se trata particularmente en el capítulo 6 de TEE. En este capítulo se viene a afirmar que la religión es una forma cultura, y no tanto que la religión transforme elevando cada cultura, que es la enseñanza que, apoyándose en el Evangelio, ha recogido la Tradición desde la Carta a Diogneto hasta Gaudium et spes.

[10] De hecho es la cita que aparece en la n. 341 del cap. VII de Amoris Laetitia.

[11] Cf. S. Ambrosio, Exposición sobre el evangelio de san Lucas, 7, 73: CCL, 14,238-239.

[12] Cf. J. M. Esquirol, Humano, más humano. Una antropología de la herida infinita (Acantilado, Barcelona 2021).

[13] Cf. A. Llenas, Vacío (Penguin, Barcelona 2022).

[14] Esta ausencia de referencia escatológica se percibe de modo particular en el capítulo 5 de TEE.

[15] cf. GeE 35ss, nota 33.

[16] Cf. V. M. Fernández, La gracia y la vida entera. Dimensiones de la amistad con Dios (Herder, Barcelona 2003).

[17] Cf. F. J. Labrador et al., Manual de técnicas de modificación y terapia de conducta (Pirámide, Madrid 1997), 667-709.

[18]Considerando este aspecto, hemos revisado dos libros de espiritualidad que cita el autor. La obra de F. Ruiz Salvador, Caminos del Espíritu. Compendio de Teología Espiritual (EdE, Madrid 51998) tampoco hace referencia a la dimensión sacramental ni al papel de María y los santos en la vida espiritual. En cambio, Ch. A. Bernard, Teología espiritual. Hacia la plenitud de la vida en el Espíritu (Atenas, Madrid 21997), sí que incluye tanto la perspectiva sacramental como la mariana. Lo mismo encontramos en otras dos obras bien diversas, por un lado la de T. Spidlik, La espiritualidad del oriente cristiano (Monte Carmelo 2004, el original en francés es de 1978), y por otro la de J. Ribera – J. M. Iraburu, Síntesis de espiritualidad católica (Edibesa, Madrid 2003).

[19]TEE, 119: “En resumen, la religión es la sustancia de la cultura, y la cultura es la forma de la religión”. Esta cita, que recoge del teólogo luterano P. Tillich, es comprensible, pero no precisa. En todo caso, si consideramos la cultura como la expresión humana (lenguaje, cantos, construcciones, formas de trabajo, de relación, etc.), sería más bien esta la materia que viene a ser informada por la religión, es decir, por la forma que el Espíritu infunde. Se trata de una precisión terminológica, de carácter metafísico, pero que tiene su importancia. Si la religión fuera la substancia, supondría ya la presencia del Espíritu en la acción espontánea del hombre. Podríamos aceptar esta perspectiva para la religión natural, movida por la espontánea atracción de la criatura al Creador, pero no para la inhabitación del Espíritu Santo en los bautizados, como hemos comentado ya en nuestro estudio.

Más adelante (p. 120), sigue: “Por la acción del Espíritu, el lenguaje más adecuado y el modo nuevo de expresar esto, tenderá a surgir luego, de un modo espontáneo, de la misma cultura. Es lo que puede describirse como una sacramentalidad no instituida ni ofrecida por la Iglesia oficial, sino “inducida” en el seno del pueblo por la acción de la gracia que se encarna en una cultura”. Eso supone una concepción errónea de la sacramentalidad, que no parte de la institución divina, sino que la considera como una invención humana. Confunde la expresión personal de la fe con la sacramentalidad, lo que es un gravísimo error. No es la “Iglesia oficial” la que ofrece los sacramentos, sino Dios mismo, por eso la Iglesia no los puede alterar. La misma consideración de “Iglesia oficial” impide precisamente una consideración integral, unitaria de la Iglesia-Cuerpo de Cristo. En toda la obra se percibe esta tensión entre “lo institucional” y “lo popular”, al tiempo que se duda de que sea el mismo Espíritu el que anime ambas, pues parece que el Espíritu anima más verazmente en “el pueblo” que en “la institución”. La cuestión aquí sería cómo anima el Espíritu al autor, dado que pertenece a la Iglesia institucional por ser sacerdote. ¿No tendrían que ser, entonces, los laicos quienes escribieran los tratados de espiritualidad, incluso para el clero, porque en ellos actúa más y mejor el Espíritu? Si esto fuera así, quedaría en entredicho el “munus docendi” de los sacerdotes, y contradiría también la enseñanza, por ejemplo, de S. Francisco de Sales, acerca de la devoción propia de cada estado y los frutos que han de esperarse de cada uno.

Esta desconfianza en la institución parece que tiende a subsanarse con una forma de democratización eclesial, aunque, al final, volverá a haber unos líderes institucionales. Si volvemos a aplicar la crítica que sigue Fernández, estos líderes volverán a apartarse del Espíritu, o el Espíritu de ellos. Es evidente que lo que vemos es muy cercano al planteamiento hegeliano-marxista. Considero que la raíz de este error radica en una comprensión de la fe, que no integra bien la presencia real de Dios en los hombres, y su capacidad de acción en la historia humana al colaborar con la acción de cada persona particular, tanto de la supuesta “Iglesia oficial” como de la “Iglesia popular”.

[20] Cf. L. M. Rulla et al., Antropología de la vocación cristiana (2 vols.), (Atenas, Madrid 1994). Esta obra tiene sus raíces teóricas en otra anterior, que es a la que nos referiremos aquí: L. M. Rulla, Psicología profunda y vocación (2 vols.), (Atenas, Madrid 1985). Nos centramos en el volumen segundo. Es importante notar que la edición original fue publicada en Chicago en 1971, pues esto permite centrar el ámbito psicológico y teológico en que aparece.

[21] Así lo determinaba ya hace años uno de los pioneros en psicología de la religión, el sacerdote belga que hemos citado al inicio de nuestro estudio: A. Vergote, Modernidad y cristianismo (Madrid 2002), 95.

[22] Es justamente lo que intenta M. Power, Adieu to God. Why Psychology leads to Atheism (Oxford 2012).

[23]A. Damasio, El extraño orden de las cosas (Destino, Barcelona 2018), 333: “No tenemos ninguna explicación científica satisfactoria sobre los orígenes y el significado del universo; en pocas palabras, carecemos de teoría alguna de todo lo que nos concierne. Esto nos recuerda de manera serena lo modestos y provisionales que son nuestros esfuerzos y la enorme apertura de miras que necesitamos para enfrentarnos a lo desconocido”.

[24] Id., Sentir y saber (Destino, Barcelona 2021), 186: “Detrás de la armonía o del horror que reconocemos en las grandes obras de arte creadas por la inteligencia y la sensibilidad humanas, se hallan los sentimientos relacionados con el bienestar, el placer, el sufrimiento y el dolor. Detrás de estos sentimientos hay estados vitales que siguen o infringen los requerimientos de la homeostasis. Y bajo la superficie de cada uno de estos estados vitales hay procesos químicos y físicos combinados responsables de la viabilidad de la vida y de sintonizar la música de las estrellas y los planetas”.

[25] Cf. J. Pérez-Castells, Neuronas y libre albedrío. Sobre neurociencia y libertad (Digital Reasons, Madrid 2018).

[26] Cf. A. Newberg, Neurotheology. How science can enlighten us about spirituality (Columbia University Press, N. York 2018).

[27] La fragilidad es uno de los temas que más ha desarrollado el papa Francisco. Cf. L. Capantini – M. Gronchi, La vulnerabilità (San Paolo, Milano 2018). Este tema, la teología de la fragilidad, es uno de los tres pilares de la reflexión dentro del Veritas Amoris Project, junto a la teología del cuerpo, del papa Juan Pablo II, la teología del amor, del papa Benedicto XVI.

[28] Cf. R. Sacristán, Movidos por el amor. Análisis del dinamismo afectivo (UESD, Madrid 2020), 89-114.

[29] Santo Tomás recoge la tradición de Nemesio de Emesa (s. II), transmitida por S. Juan Damasceno, diciendo que “Si la tristeza procede de un mal que es de otro, y por aquí se aprehende el mismo mal entristecedor, esto es misericordia”, cf. Sto. Tomás de Aquino, Super Sententiarum III, d, 26, q. 1, a. 3, resp.

[30] La obra principal de referencia es: Ch.Peterson– M. Seligman, Character Strengths and Virtues. A Handbook and Classification (New York 2004). Sin embargo, la primera presentación de la teoría fue en: M. Seligman y M. Csikszentmihalyi, “Positive Psychology. An introduction”: American Psychologist 55 (2000) 5-14.También tuvo gran relevancia: M. Seligman, La auténtica felicidad (Barcelona 2011, original inglés 2002).

[31] Cf. G. Pérez Rojo – A. Chulián Horrillo, “Personalidad”, en: M. L. Delgado Losada, Fundamentos de psicología (Panamericana, Madrid 2014), 175-178.

[32] Cf. L. Melina – J. Noriega – J. J. Pérez-Soba,  Caminar a la luz del amor. Los fundamentos de teología moral (Palabra, Madrid 2007), 467.

[33] Cf. R. Sacristán, Movidos por el amor. Análisis del dinamismo afectivo (UESD, Madrid 2020).

[34] La cita que recoge Fernández del teólogo suizo es: H. U. von Balthasar, “¿Psicología de los santos?”: Diálogo 1 (1954), 34-36.

[35] Cf. P. Fransen, “Hacia una psicología de la gracia”, en: A. Godin (dir.), La incógnita religiosa del hombre (Salamanca 1969), 17.

[36] Cf. Juan Pablo II, Carta Enc. Veritatis Splendor, nn. 65-69.

[37] Este es el título del volumen dirigido por: I. Andereggen – Z. Seligmann, La psicología ante la Gracia (EDUCA, Buenos Aires 1999).

[38] Cf. I. Andereggen, “Santo Tomás psicólogo”, en: Id., Antropología profunda. El hombre ante Dios según santo Tomás y el pensamiento moderno (EDUCA, Buenos Aires 2008), 353-365.

[39] Cf. M. F. Echavarría, De Aristóteles a Freud, y vuelta (Cor Iesu, Toledo 2021).

[40] Cf. P. C. Vitz et al., Un meta-modelo cristiano católico de la persona (UFV, Madrid 2021).

[41] Cf. supra, n. 22.

[42]Benedicto XVI, Carta Enc. Deus caritas est, 1.

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Raúl Sacristán López

Raúl Sacristán

Raúl Sacristán López es profesor asociado de la Facultad de Filosofía de la Universidad Eclesiástica San Dámaso de Madrid. Es sacerdote diocesano en Madrid. Es doctor en Teología por la Universidad San Dámaso y licenciado en Psicología por la Universidad Complutense de Madrid.

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