¿Un sentimiento maravilloso o la plenitud de la acción?“

La expresión “sentimiento maravilloso” se encuentra en el número 1 del texto básico de la Academia Pontificia para la Vida publicado en 2022 con el título Etica teologica della vita[1]. El documento incluye varios ejemplos de experiencias de alegría para proponer una ética de la vida. Pero ¿de qué tipo de alegría y de vida estamos hablando? Si evidentemente es legítimo experimentar la alegría también a través de los sentimientos, la alegría cristiana no puede reducirse a un sentimiento. ¿Cómo puede ser la alegría un criterio para desarrollar una ética de la vida?

En primer lugar, retomaremos las nociones de “vida” y “alegría” en una perspectiva teológica y bíblica, para después extraer algunos criterios de discernimiento también en relación con algunas cuestiones abordadas en el documento de la Pontificia Academia para la Vida.

Pensamos que el modo en que se presentaron las nociones de “alegría” y “vida” en las actas del Coloquio refleja también un método de investigación que merece ser cuestionado. El enfoque transdisciplinar utilizado implica a distintas ciencias, incluida la teología. ¿Cómo debe entenderse este término de “transdisciplinariedad”? ¿Corresponde a la plenitud del acto teológico que permite a las ciencias ordenarse al servicio de un mayor conocimiento del misterio de Dios y del misterio del hombre? Comparado a lo que suele llamarse “interdisciplinariedad”, la transdisciplinariedad parece carecer de finalidad teológica, con el riesgo de encerrar, por falta de articulación, todos los saberes en una “autonomía” poco coherente e ilusoria.

1. “Comunión, Vida y alegría” en la Escritura y la Tradición

Como nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, la alegría es un fruto del Espíritu Santo[2]. Esto significa que la persona que recibe este fruto se asocia a la unión de Jesús con su Padre. Esta unión en el Espíritu Santo es fuente de Vida para ella. La vocación de todo bautizado es vivir de esta Vida eterna para que se despliegue a través de las diferentes dimensiones de su humanidad con el pensamiento, la palabra y las obras. Recordemos que el primer fruto del Espíritu es la caridad. Esta virtud teologal nos dispone a participar en el amor mismo de Dios, en su Ser, es decir, en la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Esta participación en la unidad divina se vive mediante actos que nos comprometen enteramente y que nos abren el acceso a la plenitud. En el corazón del acto humano está este paso del dominio al servicio. Si el acto me compromete humanamente, este compromiso sólo se realiza plenamente en alianza, en respuesta a Dios que me muestra los caminos de la verdad y de la vida, que me permite participar de su misma bondad. Del dominio en la acción paso al servicio de la acción divina. La actitud de siervo es la que me permite recoger la plenitud de la Vida que brota del corazón de la acción, discernir la bondad divina para conformarme a ella. La acción humana se convierte entonces en fuente de alegría. La alegría corresponde a la manera en que nos ajustamos al amor de complacencia de y en Dios. El Padre se complace en el Hijo y de su unidad procede el Espíritu Santo, en quien se complacen Padre e Hijo. El bautismo nos asocia a este amor de complacencia a través de toda realidad creada y nos capacita para acoger el don que somos para nosotros mismos y vivir de ese don. La donación es el alma de toda acción humana. Dado a sí mismo, el ser humano está llamado a recibirse para poder darse. Si esta llamada a la donación fue dañada por el pecado, la redención nos revela todo su significado. Más que darme a mi mismo, por la gracia del bautismo, estoy llamado a dar la Vida de Cristo.

Para hablar de la plenitud de la acción nos centraremos en el significado del matrimonio cristiano. Expresa nuestra participación en el amor trinitario. El hijo nacido de la unión tiene su origen en esta comunión trinitaria de la que participan los esposos por la gracia de Cristo. La unión conyugal lleva en sí la conjunción de unión y procreación, que desde el Génesis se presenta como una ley natural. La eventual disociación evocada en las actas del coloquio de la Pontificia Academia para la Vida (por ejemplo, anticoncepción, reproducción asistida homóloga) me resulta difícilmente sostenible. Intentaremos comprender por qué a partir de algunos fundamentos bíblicos y teológicos.
Puesto que el pecado produce un daño en la relación entre el Creador y creatura, El Señor renueva su Alianza mediante el don de la Ley. Veremos cómo la lógica interna del Decálogo nos lleva a redescubrir el sentido de esta ley de la creación inscrita por Dios en nuestros corazones. Mientras que la encarnación nos da su sentido pleno.

Retomemos lo que dice el Génesis.

a. Gén 1-2

El libro del Génesis presenta la creación del ser humano en términos de imagen. “Hagamos al hombre a nuestra imagen”. Hay un plural que preside el acto creador del ser humano. La originalidad de la creación del ser humano reside en el hecho que es creado desde el interior de la comunión divina. Y la llamada a la semejanza consiste en participar de esta vida de comunión. Pero para ello se requiere, como en Dios, una radical alteridad. La alteridad es la marca misma del creador en nuestro ser. El ser humano participa en la comunión divina a través de esta alteridad radical querida por Dios: el ser varón y el ser mujer. La poética del texto lo deja claro: “Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó” (Gen 1,27). En el resto del versículo la palabra imagen desaparece para quedar explicada en la expresión “varón y hembra los creó”.

Luego de que fueron creados el varón y la mujer, “Dios los bendijo; y les dijo Dios: Sed fecundos y multiplicaos”. A diferencia de los animales que reciben la bendición y a los que Dios dice “Sed fecundos y multiplicaos”, la palabra dirigida al hombre señala una responsabilidad. Así lo demuestra claramente la expresión “les dijo”. Dios confía al hombre y a la mujer su palabra de vida llamando al ser humano a dar vida. Según el hebreo, se trata de una “fructificación” que corresponde a todas las dimensiones de la persona humana y que exige el compromiso de todas estas dimensiones. Esta llamada al don de la vida, al hecho de recibir juntos la vida como don, es lo que hace posible la comunión. Esta comunión luego se extenderá a toda la creación. El dominio consiste en hacer crecer el don de la vida tal como es expresado a través de cada una de las criaturas.

El segundo relato de la creación en el libro del Génesis nos recuerda que este don de la vida es sobre todo espiritual. “[…] insufló en su nariz aliento de vida; y el hombre se convirtió en ser vivo” (Gen 2,7). Y es porque es espiritual que se desarrollará psíquica y corporalmente. Este elemento bíblico es decisivo para una ética de la vida. En teología, la ética de la vida sólo deriva de la vida eterna, de la Palabra de Vida, como explicará San Juan. Es esta llamada a la vida eterna la que permite al hombre realizar su vocación a la comunión a través de todas las dimensiones de su humanidad (cuerpo, alma y espíritu).

b. El Decálogo

Los Diez Mandamientos nos son presentados por la Tradición como un camino propuesto al hombre para redescubrir el sentido de su vocación a la imagen, a la comunión fuente de vida. Si bien no podemos retomar aquí todos los mandamientos, me parece interesante detenernos al menos en la lógica interna que une el tercer y el cuarto mandamiento. El que se refiere al sábado y el que atañe a la relación con los padres. El sabbat corresponde al re-posarse de Dios en su creación. Es reposando, posándose de nuevo, continuando a darle vida, como Dios completa toda la creación. La santificación del sabbat implica que reconozcamos este don de vida y lo celebremos en nuestras existencias. La Eucaristía conmemora el cumplimiento del reposo de Dios en su creación mediante la muerte y resurrección de Cristo. Participamos del don que Cristo nos da de su vida. Este don es ahora para nosotros fuente de toda vida humana y de toda comunión. Es también su culmen.

Al brotar del sacramento de la Eucaristía, el sacramento del matrimonio expresa su significado. Como nos recuerda San Pablo en su carta a los Efesios, se trata de amar al cónyuge como Cristo ama a la Iglesia, dando su vida por ella. De esta mutua donación brota la vida para cada uno y, por añadidura, para el hijo. Esta llamada a la vida abre el acto conyugal a su pleno significado.

El cuarto mandamiento llama a honrar al padre y a la madre y el precepto precisa: “para que se prolonguen tus días y te vaya bien en la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar”. En hebreo, es “glorificar” al padre y a la madre. Este verbo suele utilizarse para describir nuestra relación con Dios, una relación de acción de gracias. “Honrar al padre y a la madre” significa cumplir la propia vocación a imagen de Dios: recibir la vida de Dios a través de nuestros padres para darla en una relación de comunión. Es esta llamada a la vida como don de Dios dada a cada persona la que luego nos permite no matar, no cometer adulterio, etc.

c. Restauración evangélica

En una meditación titulada “Don desinteresado”[3] escrita en 1994, Juan Pablo II nos recuerda que la alegría de la comunión sólo puede experimentarse reconociendo cómo el otro se da a sí mismo, contemplando el modo en que el Señor se deleita en la criatura a través de este don de la vida hecho a cada persona. En el orden de la creación, el ser humano es don; en el orden de la redención, es perdón. Esto significa que ya no se recibe sólo desde el amor creador, sino más profundamente desde el amor redentor. El don de la creación se enriquece con la ofrenda del Hijo de Dios que dio su vida por cada uno. Seamos o no conscientes de ello, cada ser humano está ahora marcado por el don que Cristo nos hace de su vida. Esta vida divina viene así a envolver a cada ser humano. El bautismo consistirá en responder a este don para vivirlo, participando así en la comunión divina en Cristo a través de cada relación. Esta participación involucra a toda nuestra persona y nos hace partícipes de la alegría de Cristo, que se convierte en nuestra alegría.

¿No es esto lo que nos recuerda la primera epístola de san Juan? “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida; pues la Vida se hizo visible, y nosotros hemos visto, damos testimonio y os anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó. Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos, para que estéis en comunión con nosotros y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1 Jn 1,1-4)

La alegría implica vivir en comunión, una comunión que se convierte en buena noticia para todos y a la que, por el acontecimiento de la encarnación, tenemos acceso a través de todas las dimensiones de nuestra humanidad: cuerpo, alma y espíritu. Esta comunión, que implica el compromiso total de nuestra persona, es el camino hacia la unificación de la persona y la unidad del género humano.

El evangelista Juan no sólo nos ubica en el principio de la creación, sino que, además revela más profundamente, que el principio divino es el de la Palabra de Vida. En el capítulo 16 del cuarto Evangelio, al momento de entrar en la pasión, Jesús habla a sus discípulos de esta alegría de la comunión refiriéndose a la imagen de la mujer que da a luz: «En verdad, en verdad os digo: vosotros lloraréis y os lamentaréis, mientras el mundo estará alegre; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría. La mujer cuando va a dar a luz, siente tristeza, porque ha llegado su hora; pero, en cuanto da a luz al niño, ni se acuerda del apuro, por la alegría de que al mundo le ha nacido un hombre” (Jn 16,20-21). Los dolores del parto aparecen en el libro del Génesis como consecuencia del pecado que afecta especialmente a la mujer: “Multiplicaré los trabajos de tus preñeces. Parirás con dolor los hijos, los dolores del parto” (Gen 3,16). El término “multiplicación” corresponde al de fecundidad. Está vinculado al don de la vida. Dios sigue dando la vida, pero el pecado que nos ha alejado de Dios hace que este don sea más difícil de recibir, de ahí los dolores. Cuando Jesús se entrega a sus discípulos en la Última Cena, expresa la sobreabundancia del don de Dios para los hombres hasta el punto de asumir nuestra incapacidad para aceptar este don, y es así como se entrega aún más, como nos da la oportunidad de descubrir que la vida es más profunda que la muerte, que el sufrimiento y el mal. Esta es la razón más profunda de nuestra alegría, que se nos da en cada Eucaristía.
Nótese que en el Evangelio según San Juan, quien es sujeto de esta alegría es el mundo, mientras que la alegría de los discípulos viene de más allá de ellos mismos. Esa alegría es un don. En la Biblia, la alegría en el don que Dios hace a los humildes y a los fieles. Más profunda que las pruebas de la injusticia, la persecución y el sufrimiento, expresa esa relación íntima de Jesús con su Padre que se comparte con los pequeños (Lc10,21ss). Es la expresión de la comunión como fuente de vida eterna.

La alegría como don expresa la plenitud de una acción. No se trataría tanto de la plenitud de nuestra propia acción, sino del modo en que el Espíritu Santo completa toda acción buena, puesto que es una participación en la bondad de Dios. En el Hijo, la acción buena es ofrenda al Padre, confirmada por el don del Espíritu Santo que la hace fecunda. Así también para nosotros, la plenitud de la acción, es el hecho de que el acto humano es una participación en la eterna acción de gracias de Nuestro Señor, fuente de comunión y de vida.

2. ¿Qué método teológico?

Las Actas del Coloquio de la Pontificia Academia para la Vida plantean varias cuestiones también de carácter metodológico:
Para conciliar teología y pastoral, el documento reclama una “ética de la vida”. Ahora bien, pero ¿no es esta Vida lo que está en el corazón de todo planteamiento teológico, puesto que el objeto que es Dios es también el sujeto? ¿Acaso no es Él quien nos comunica la Palabra de Vida? La Palabra de Dios es la fuente de la Vida. Por eso, cuando leemos la Sagrada Escritura, esta Palabra contenida en el texto y a la que accedemos en primer lugar a través del sentido literal, ilumina nuestra vida. Retomemos la definición que Santo Tomás da del sentido literal en el Quodlibet, pero también en la cuestión 1 de la prima pars de la Summa Theologiae: “El sentido literal es la realidad significada por la letra”. Si bien es cierto que los métodos exegéticos nos iluminan sobre el texto, para acceder al sentido literal es necesaria una lectura guiada por la fe de la Iglesia. Es a la luz de la fe que la razón discierne la realidad significada por la letra. Esta realidad se enriquece a cada momento de la historia con el don del Espíritu Santo, que nos da el sentido de nuestra vida. Este sentido es el de la fe, también llamado alegoría. La realidad significada por la letra no cesa de abrir mi inteligencia a lo que es dado por la fe, que es el acontecimiento de la encarnación, de la redención, la revelación trinitaria.

Esta profundización del dogma a partir de la Escritura abre cada vez más a una antropología y a una moral de la comunión como fuente de vida eterna (sentido escatológico o anagógico). Una moral enraizada en la Palabra de Dios, una teología moral, no puede, en este sentido, sufrir una contradicción entre fe y moral, entre pensamiento y vida, entre moral y pastoral. El planteamiento de la Pontificia Academia para la Vida denuncia estas contradicciones e intenta superarlas mediante una transdisciplinariedad que acaba negando la vocación propiamente dia-lógica de la teología. Como atestiguan la Escritura y la tradición, la teología es inherentemente interdisciplinar. La Palabra de Dios no cesa de iluminar la investigación científica, recibiendo de ella también nuevas vías para profundizar en el misterio de Dios y en el misterio del hombre. El profesor Jérôme Lejeune pudo testimoniar de este modo cómo la fe ilumina y orienta el desarrollo científico y de cómo éste puede dar cuenta de lo recibido por la fe, por ejemplo, a través de la cuestión del origen.

La transdisciplinariedad parece situar la investigación en una autonomía que niega las raíces y la coherencia propias de cada disciplina, en particular de la teología. Puede de repente, bajo el pretexto de una ilusoria llamada a la vida, justificar nuevas normas que conciliarían teoría y praxis, moral y pastoral, fe y vida, etc.

Este planteamiento se limita a reproducir el pecado de nuestros primeros padres. “Que el día que de él comáis se os abrirán los ojos, y seréis como Dios” (Gen 3,5). Situarse uno mismo como maestro de lo que es bueno y lo que es malo nos abre las puertas al “como dios”, es decir, a una idolatría olvidadiza, ajena a la unidad constitutiva de nuestra humanidad.

Sólo puede haber ética de la vida en la alianza con Dios, dentro de la comunión divina a la que accedemos por el bautismo, que es la fuente de la vida eterna. La doctrina tradicional de los cuatro sentidos de la Escritura nos permite comprender que en teología no hay separación entre teoría y praxis, entre fe y moral.

Para concluir:

Nuestra participación en la comunión trinitaria es el acto que da sentido a todas nuestras acciones. Las propuestas morales que conciernan al don de la vida no pueden, en este sentido, contradecir la vocación humana a la comunión. Más bien, los sufrimientos asociados a la fecundidad deben llevarnos a proponer una pastoral de comunión que tenga en cuenta todas las dimensiones humanas, la vida de pareja y su integración en la comunidad. La fidelidad a la Ley natural, a la ley revelada, y a la nueva ley, nos guían para acompañar a las personas a la luz de una caridad que nos abre a una articulación siempre nueva entre fe y razón, fe y ciencia.

Desde este punto de vista, comprendo la importancia de la interdisciplinariedad. El término “transdisciplinariedad” me plantea más interrogantes. Pareciera introducir más confusión. Si bien podemos dejarnos iluminar por otras disciplinas, siempre será desde la disciplina que nos es específica, desde la que nos expresamos. El término “trans” parece hacer desaparecer la consistencia de cada disciplina y, por tanto, también la misión propia de la teología que, en el Espíritu y a la luz de la Palabra, abre la razón y las ciencias a su verdadera dimensión: el don de la Vida.


[1] V. Paglia, Etica teologica della vita. Scrittura, tradizione, sfide pratiche, Liberia Editrice Vaticana, 2022.

[2]CEC 1832.

[3]San Juan Pablo II, Meditación sobre el don, Editorial Didaskalos (35-39).

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Laetitia Calmeyn

Laetitia Calmeyn

Laetitia Calmeyn es una profesora extraordinaria de teología moral en la Facultad de Notre-Dame y la directora del Instituto de Ciencias Religiosas en el Collège des Bernardins de París. Después de sus estudios en el Instituto de Estudios Teológicos en Bruselas, obtuvo un doctorado en teología moral en el Instituto Pontificio Juan Pablo II en Roma en 2009. En 2018, fue nombrada Consultora de la Congregación (ahora Dicasterio) para la Doctrina de la Fe. Por formación, es enfermera y ha sido consagrada como virgen en la Arquidiócesis de París.

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El Veritas Amoris Project se centra en la verdad del amor como clave para comprender el misterio de Dios, de la persona humana y del mundo, proponiéndola como perspectiva que proporciona un enfoque pastoral integral y fecundo.

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