¿Qué futuro, para el cristianismo? La esperanza de la Iglesia es la esperanza de los sacramentos
José Granados
Featured Image: Antonio Ciseri, Martyrdom of the Seven Maccabees (1863) Source: Wikimedia, PD-Old-100.
Conferencia en la Franciscan University of Steubenville, Ohio, USA, 2 de diciembre de 2021
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“El profeta [Jeremías], avisado por un oráculo, mandó llevar consigo la Tienda y el Arca; y salió hacia el monte donde Moisés había subido para contemplar la heredad de Dios. Y cuando Jeremías llegó, encontró una estancia en forma de cueva; metió allí la Tienda, el Arca y el Altar del incienso, y tapó la entrada. Algunos de sus acompañantes volvieron para marcar el camino, pero no pudieron encontrarlo. En cuanto Jeremías lo supo, les reprendió diciéndoles: «Este lugar quedará desconocido hasta que Dios reúna a la comunidad del pueblo y se vuelva propicio. Entonces el Señor mostrará todo esto y se verá la Gloria del Señor y la Nube, como aparecía en tiempo de Moisés, y cuando Salomón rogó que el lugar fuera solemnemente consagrado” (2Mac 2,4-8).
El libro de los Macabeos narra lo que hizo el profeta Jeremías en un tiempo de gran angustia para Israel, cuando todo parecía perdido. Jeremías no renunció al templo ni a la tierra, sino que puso su recuperación en manos de Dios mismo. De este modo la pregunta que planteaba a Israel no era solo una pregunta acerca del futuro, entendido como la suerte de los individuos amenazados por el destierro. Sino que era una pregunta acerca de la esperanza, entendida como el porvenir que Dios puede abrir para el entero pueblo de Israel.
El tiempo histórico de Jeremías se asemeja en varias cosas al nuestro. También la Iglesia parece exiliada de toda presencia social a medida que avanza la secularización. Algunos niegan que se esté dando una pérdida de la presencia de Dios, el cual seguiría encontrando lugares donde manifestarse y hacerse presente en la vida de los hombres. Puede ser. Pero en todo caso este Dios, que ya no se manifiesta en el espacio de la creación ni tampoco en el espacio público de las relaciones humanas, no es el Dios de la Biblia. Por eso Jeremías no desesperó nunca de encontrar a Dios en la tierra ni de reedificar el templo, porque esto hubiera significado desesperar de encontrar al Dios de Israel.
Una novedad en esta pregunta por el futuro del cristianismo es que esta se plantea hoy en un clima de gran incertidumbre cultural. No era así cuando, confiando en el progreso imparable, se pensaba que el cristianismo sería sustituido por otra civilización conocida y de éxito seguro. Hoy nos preguntamos por el futuro del cristianismo, pero esta pregunta se une a la pregunta por el futuro del planeta y también por el futuro de nuestra sociedad, ante los intentos de “cancelar la cultura”. T.S. Eliot en Coros de la Piedra (Poesías reunidas 1909-1962, Alianza Editorial, Madrid 2006, 179-180), previó la relación de estas dos crisis cuando escribió:
“¿Hace falta que se os diga que incluso los modestos logros
de que cabe presumir en cuanto a la sociedad bien educada
difícilmente sobrevivirán a la Fe a que deben su sentido?”
Será bueno plantearnos la cuestión por el futuro en el doble registro de nuestra cultura y de nuestra fe. Pues la pregunta por el futuro del cristianismo va unida a la pregunta por su influjo sobre el futuro del mundo.
1. La pregunta por el futuro en la cultura de hoy
La crisis de futuro afecta en primer lugar a nuestra sociedad. No se trata de saber qué futuro vendrá, sino si es posible un futuro que no sea meramente repetitivo, que traiga novedad y expansión de horizontes.
Puede decirse, por un lado, que este futuro novedoso no está en el cosmos o en la naturaleza externa al hombre. Cuando el hombre de hoy mira al cosmos percibe más bien la necesidad de conservar lo que hay, para que no se deteriore. Se piensa que el mundo actúa según la ley de la evolución, que es una ley sin telos o finalidad intrínseca, movida más bien por preservar lo que hay, por la supervivencia del que mejor se adapta.
Tampoco parece hoy posible encontrar un futuro nuevo desde los recursos interiores del hombre. Esto pretendía la ideología del progreso, pensándose capaz de modelar el mundo de acuerdo con la razón y con la moral racional. Como ha notado Paul Ricoeur (De l’interpretation, Seuil, Paris 1965, cap. II, n.3), los “maestros de la sospecha” han socavado esta confianza ciega en la razón, arguyendo que era un modo de ocultar motivaciones más bajas. La verdadera fuerza motora, oculta tras el humo de estos razonamientos, sería la búsqueda del poder (Nietzsche), del dinero (Marx), de la sexualidad (Freud).
Esta crítica ha resituado la pregunta por la esperanza, no en el hombre aislado ni en la tierra aislada, sino en la relación del hombre con esta tierra y esta historia. La novedad llegaría en forma de revolución de estas relaciones, como en la revolución marxista o en la sexual. Ambas buscaban en el cuerpo, de algún modo, la apertura de un futuro nuevo. Pero ambas revoluciones acabaron negando el significado relacional del cuerpo, y reduciendo el cuerpo a materia o a expresión de un sentimiento subjetivo, ahogando así otra vez la esperanza.
Ahora bien, el ámbito de la relación concreta del hombre con la tierra permite otro tipo de apertura del futuro, precisamente si se recuperan los significados del cuerpo. Pues entonces la clave de novedad no se hallaría en la persona aislada, sino en la persona que, en su cuerpo, encuentra el mundo y los otros. Dentro del cuerpo destaca, sobre todo, por su capacidad de futuro novedoso, el encuentro del hombre y de la mujer, unidos en una diferencia que supera a ambos. Piénsese en el fruto por excelencia de esta unión: la nueva persona que nace y que prolonga el porvenir más allá de sus padres. Si queda esperanza, este es el lugar donde habría que buscarla.
Pues bien, como vamos a ver, precisamente este ámbito del cuerpo es el ámbito propio donde sucede la revelación de Jesús y donde se inaugura la Iglesia.
2. La pregunta por el futuro de la fe
¿Qué va a ser del cristianismo? Responder desde la teología no es fácil, porque el teólogo no es un futurólogo. El teólogo solo puede responder a la pregunta por el futuro en cuanto que es Dios quien lleva a cabo ese futuro. De otros intentos se debe decir: “Silete theologi in munere alieno”, “callad, teólogos, pues es tarea que no os compete”.
Esto significa, en primer lugar, que lo propio de la visión cristiana del futuro es mirarlo con la lente de la esperanza. La esperanza no es mero optimismo. Pues la esperanza no solo siente que el futuro será mejor, sino que nos pone en marcha para obrar de modo que ese futuro llegue. Por eso la esperanza es una virtud o fuerza.
Podríamos pensar, entonces, que la esperanza coincide con el optimismo ante el progreso dominador del hombre que actúa. Pero hay una diferencia radical, porque la obra de la esperanza no llega por nuestro solo esfuerzo aislado, sino porque el hombre sabe situarse en un horizonte que le supera, de donde recibe fuerza para su acción y logra, así, superar su limitado horizonte. En último término, la esperanza se apoya en la fuerza de Dios, único que puede garantizar la esperanza definitiva del mundo.
Es propio de la mirada al futuro del teólogo, por tanto, que se fije en la acción de Dios, en cuanto que este despliega un futuro nuevo a través de nuestras acciones. Es clave, por tanto, no sólo preservar la fe, sino preservar la esperanza. Pero preservar la esperanza no puede hacerse solo preservando lo que hay, sino precisamente abriendo un futuro nuevo.
En segundo lugar, entendemos que, si al teólogo corresponde hablar del fin definitivo de las cosas, esto no implica que no le competa hablar del curso de la historia, intermedia entre el presente y el fin. En realidad, es posible saber del futuro porque se sabe de Cristo, que ha anticipado el futuro en su muerte y resurrección. Como dice el libro del Apocalipsis, la profecía se ha convertido, en el cristianismo, en “el testimonio de Jesús” (Ap 19,10), y por eso el profeta cristiano mira hacia atrás. Se hace verdad para él, pero como bendición y no como castigo, lo que sucedía a los adivinos de Dante en el Infierno (canto XX), que caminaban mirando hacia atrás, pues su cabeza estaba girada hacia su espalda.
Y esto es así, no solo porque en su resurrección Cristo ha obrado ya el fin de los tiempos y el juicio de ellos, sino también porque en el transcurso de su vida Él ha anticipado el recorrido de la Iglesia, que es su cuerpo. Lo que le sucedió a Él, paso a paso, le va sucediendo a Ella.
Esto ya ilumina no poco la crisis actual de la fe. Pues en la Iglesia ha de llegar también la hora y poder de las tinieblas, antes de la resurrección vencedora. Puede afirmarse desde aquí, con Robert Spaemann, que el fracaso del cristianismo no es su refutación, porque tal fracaso es una doctrina enseñada por el cristianismo mismo (Das unsterbliche Gerücht, Stuttgart 2007).
A la vez, estas tribulaciones que sufre la Iglesia van unidas también con una luz creciente, como aconteció en la vida de Jesús, cuya visión maduró mientras caminaba hacia la hora fijada por su Padre. Por eso los cristianos completan lo que falta en el cuerpo de ellos, no solo a la tribulación de Cristo (Col 1,24), sino también a la alegría de Cristo.
Los Hechos de los Apóstoles nos ofrecen esta mirada a la historia de la Iglesia tras los pasos de Jesús. Es importante que lo hacen presentándose, a la vez, como plenitud de Israel en el Antiguo Testamento. Hay en esta referencia a Israel una ventaja notable para la reflexión actual sobre la crisis de fe. Consiste esta ventaja en que el Nuevo Testamento no ilustra directamente la capacidad de la fe para generar cultura. Y no la ilustra porque no puede hacerlo, dado el espacio breve de tiempo que abarca, ya que la cultura solo se edifica en el tiempo por generaciones: de abuelos, a padres, a hijos. En realidad, el Nuevo Testamento sí que contiene esta referencia cultural, pero la contiene en cuanto que todo él se relaciona con el Antiguo Testamento y lo incluye en sí.
Me parece apropiado, en concreto, para entender el camino actual de la Iglesia, estudiar el momento más cercano a Cristo: la historia de los Macabeos. En cierto modo, los Hechos de los Apóstoles pueden leerse como una continuación de los Macabeos desde la transformación operada por Jesús. Es verdad que se combate con otra espada, que es la espada de la palabra, pero de Judas Macabeo ya se afirmaba que no fue eficaz tanto por la fuerza de su brazo y panoplia, sino por su palabra (cf. 2Mac 8,23; 2Mac 13,15).
Para acercarse a la historia de los Macabeos es importante acudir al segundo libro, que no es una continuación del primero, sino más bien su relectura en clave teológica. Se plantea aquí el problema de la fe de Israel en su relación con la cultura griega circunstante, que quiere adulterar la fe hasta suprimirla. El segundo libro de los Macabeos pone el acento, no tanto en las gestas guerreras, sino en la recuperación del templo. Y concluye, de hecho, no con la muerte de Judas, sino en el momento en que el culto del Templo se restablece.
Ocurre que la recuperación del Templo se hace a la luz del profeta Jeremías, quien se presenta como alguien que “intercede mucho por su pueblo” (2Mac 13,14). Se recuerda, pues, el destierro, la catástrofe de la pérdida de la tierra. Jeremías podría verse como prototipo del profeta de desgracias. Pero Jeremías no es profeta de desgracias, pues un profeta de desgracias desespera del regreso a la tierra, lo que no hizo Jeremías. Ni propuso una huida hacia lo interior, más allá de lo corpóreo, sino la recuperación de lo corpóreo a través del sufrimiento.
A la luz de Jeremías aparecen tres elementos clave de la historia de los Macabeos:
– El segundo libro de los Macabeos comienza narrando el reencuentro del fuego sagrado, que permitía ofrecer los sacrificios. Este fuego había sido encendido por Dios, y sin él no podía el hombre unirse a Dios ofreciéndole sus dones. El fuego nos recuerda que no basta con reconstruir el templo, sino que ha de quedar clara la constante iniciativa divina, que dona al Pueblo su fuego santo. Dios confirma así que quiere seguir siendo honrado en el Templo de Jerusalén, lugar privilegiado para escucharle y para hablar con Él.
– Pero Jeremías hace además otra cosa, como hemos leído al empezar nuestra reflexión. El profeta esconde también los utensilios del templo, y estos no pueden encontrarse y ni siquiera se deben buscar. Jeremías los enterró en el monte Nebo, y los manifestará Dios mismo al final del tiempo. El monte Nebo indica así que hay una tierra nueva en la que todavía es necesario entrar, o la renovación de esa tierra por la que combaten los Macabeos. ¿Cuándo llegará esta plenitud y en qué modo?
– Esta transformación se une a un tercer aspecto de la historia de Macabeos: los mártires que entregan su vida por el templo y por la ley. Estos evocan a Jeremías, que entregó su cuerpo al mismo tiempo que se entregaba la ciudad, y que profetizó su propia resurrección como reconstrucción de la ciudad. Los mártires ofrecen su cuerpo y esperan recuperarlo, lo que implica la esperanza en una tierra nueva y un templo nuevo.
La historia de los Macabeos, que es lucha por el templo, la ley, y por el fuego de Dios que hace posible el sacrificio, queda, por tanto, abierta hacia un nuevo culto. De Cristo se dirá, igual que de Jeremías, que intercede por su pueblo (Rom 8,34). Pero, más allá de Jeremías, Cristo instaura el templo definitivo, recuperando los utensilios enterrados en el monte Nebo.
3. Esperanza en el futuro, desde la Eucaristía
La plenitud de la presencia de Dios en su tierra llega con el envío al mundo de su Hijo. Él no trae consigo una huida de la tierra, Él no deja atrás la tierra. Al contrario, ocurre en Jesús que la tierra se radicaliza, se concreta en su raíz más honda, que es el cuerpo humano. San Juan dice que el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1,14). Y luego, cuando Jesús termina su camino en la tierra, Jesús afirma que nos ha preparado moradas para que habitemos en el nuevo templo, que es su cuerpo (Jn 14,2). La carne que Él ha tomado de nosotros se convierte entonces en una tierra nueva.
Es en la Última Cena donde se ve que el cuerpo de Jesús es morada para el hombre. El discurso del pan de vida asocia “tomar mi carne” y “habitar conmigo” (Jn 6,56). ¿Qué quiere decir “tomad mi carne” o “mi cuerpo”? ¿Por qué no dijo Cristo: “tomad mi vida”, o “tomad mi amor”? Propio del cuerpo es que nos une a los demás hombres en un mismo origen y en un mismo relato. Por eso se habla de la unión de hombre y mujer en “una sola carne” (origen de otros que nacerán), de ser “la misma carne” (origen común en un mismo padre), de que alguien pueda ser “carne de mi carne” (origen que se comunica al otro).
De este modo, la relación con el propio cuerpo es equivalente a la relación con nuestra familia, donde hemos recibido el cuerpo, a partir de la unión de nuestros padres. Jesús, al decir, “tomad mi cuerpo” está invitándonos a participar en la nueva unidad familiar que Él ha formado. Dar a otros el propio cuerpo significa introducirlos en una misma alianza familiar. Jesús está diciendo a sus discípulos: “Tomad, esta es mi familia, para que nazcáis a ella”. Se entiende a esta luz lo que dice Hilario de Poitiers: que el Verbo se ha “con-carnado”.
Además, como su cuerpo se ha tomado de María, y por tanto desciende de Adán, esta nueva unidad familiar integra en sí la unidad familiar de todos los hombres. Podemos decir que Jesús está integrándonos en su nueva familia, la que Él ha formado viviendo entre nosotros, hasta su muerte y su resurrección.
Esta nueva familia es como un nuevo terreno, una nueva tierra a la que pertenecemos. La relación entre la carne y la tierra queda presente en la tradición patrística, por ejemplo en san León Magno y en su explicación de las bienaventuranzas, cuando explica “poseerán la tierra” en referencia a la resurrección de la carne.
Lo que Cristo está entregándonos, por tanto, es un nuevo substrato familiar, análogo al que recibimos al nacer en una familia y dársenos nombres y apellidos. No extraña la comparación que Jesús hace entre el amor a Él y el amor a padre, madre, hermanos, diciendo que hemos de odiar a estos (o posponerlos). Jesús se sitúa como un principio más radical que las relaciones de la familia, no solo por ser Hijo de Dios, sino también porque ha tomado carne y ha fundado él mismo una familia definitiva, desde la que se rescatan y se potencian todas las relaciones familiares. Su carne resulta un nuevo fundamento para la unión de marido y mujer, para la unión entre hermanos o de los padres con los hijos.
A continuación, Jesús añade las palabras sobre el cáliz: “tomad, el cáliz de la nueva alianza en mi sangre”. Evocar la sangre es evocar la vida que Dios da al hombre, una vida que viene del Creador. Y es, por tanto, evocar al Espíritu, que es el soplo de vida insuflado por el mismo Dios. Pues es sabido que en la mentalidad antigua la sangre comunicaba a la carne el aire que respiramos.
De este modo Cristo está diciendo que esa familia o tierra en la que nos inserta al darnos su cuerpo es una familia o tierra fecunda, llena de vida, y capaz de dilatar y prolongar nuestras vidas. Lo que nos dice es, pues, “tomad la fecundidad de esta mi tierra, tomad su futuro”. Es lógico que Jesús pronuncie sobre el cáliz la palabra “alianza”, evocando así la promesa que da unidad a los tiempos. Jesús está diciendo: “tomad mi tiempo, mi modo de vivir el tiempo como fidelidad a la promesa que se abre a un fruto nuevo y a una esperanza”.
Y notemos que no se trata de un tiempo individual, sino de un tiempo común. La cuestión no es edificar el propio relato, porque no hay relato solitario, sino que el relato siempre relaciona. Cristo nos invita a participar en su relato, que lleva a toda la creación a una madurez rebosante.
En suma, Jesús nos da una nueva tierra que habitar, y nos asegura la fecundidad de esa tierra. Además, esa tierra que Jesús ofrece es su cuerpo resucitado. Es tierra que contiene, por tanto, el futuro pleno, que Cristo comunica a quienes se alimentan de su cuerpo. En su Última Cena Jesús cumple un acto parecido al de los mártires macabeos, un acto de esperanza en el cuerpo que el Padre le donará. De este modo se vuelve a encontrar la cueva donde Jeremías escondió los utensilios de culto. Jesús trae en sí el monte Nebo, que permite ver la tierra definitiva, la tierra transformada de su resurrección. De esa esperanza vive la Iglesia, que sigue confiando en que Dios se hace presente en la tierra, en la condición encarnada y relacional de la persona.
Todo esto implica que Dios no se separa de la tierra. El no es un Dios que viva solo en la intimidad. Al contrario, necesita para manifestarse el espacio vital entre los hombres, que es el espacio de sus relaciones. En el cristianismo esto no cambia. Solo que este espacio de las relaciones donde Dios se manifiesta se universaliza. Pero no se universaliza porque se separe de la tierra, sino porque se acerca al cuerpo, porque toca el cuerpo como lugar de relación concreta entre los hombres. Dios es más universal no porque es más abstracto, sino porque se liga al cuerpo, y en el cuerpo estamos unidos, a través de un relato, todos los hombres.
En el trío de la tierra, la ley y el fuego, presente en los Macabeos, se ve la clave que ha guiado la reflexión sobre los sacramentos de la Iglesia. Pues Ésta ha entendido el sacramento como signo hecho de materia y palabra (tierra y ley) y donde se derrama la gracia o fuego del Espíritu. La lucha de los Macabeos se transforma, en los Hechos de los Apóstoles, en una lucha por la Eucaristía y los demás sacramentos, una lucha jalonada por el partir del pan, por el agua del bautismo y por la imposición de las manos.
Entendemos, entonces, que la Eucaristía sea lugar de esperanza.
En primer lugar, porque queda claro que los sacramentos no son solo luces que cada uno capta y abren un horizonte nuevo de visión. Y no son tampoco en primer lugar fuerzas que posibilitan la acción privada de cada uno. Los sacramentos son todo esto, pero son, antes que nada, en un estrato más hondo, espacios comunes, desde el espacio común que se abre en la Eucaristía. Son espacios comunes, es decir, modos comunes de relacionarse y de vivir juntos y de tejer juntos la alianza, modos que se abren al Padre como origen y destino de todos. Así, por ejemplo, el bautismo es el nacimiento al cuerpo de la Eucaristía, mientras que la confirmación nos permite edificar ese cuerpo. Por su parte, la penitencia nos permite reinstalarnos en el espacio de este cuerpo, tras habernos exiliado de él. De este modo, la esperanza de la Iglesia es siempre una esperanza común.
Además, la tierra de la Eucaristía está llena de la palabra de Jesús; esta palabra lleva consigo un modo de obrar, que se resume en el mandamiento eucarístico: “haced esto”; este es el mandamiento nuevo, donde se contienen la ley y los profetas. Pues el “haced esto” contiene el mandamiento del amor (según san Alberto Magno), dado en forma ritual, y consistente en la gratitud al Padre, la participación en su obra (bendiciendo), entregándose a los hermanos en modo fecundo. Todo esto significa que la esperanza de la Iglesia es una esperanza que pasa por el modo de obrar de ella. Así como no pueden separarse las diez palabras del Génesis de las diez palabras del Sinaí, así no pueden separarse el mandamiento “haced esto en memoria de mí” del doble mandamiento del amor.
La Eucaristía representa, desde este punto de vista, la creación de una nueva tierra, un nuevo modo común de vivir, que se inaugura en la Última Cena. Esta tierra nueva es la Iglesia. Esta tierra está inaugurada, como la tierra creada por Dios en el Génesis, por una palabra, que le confiere orden y flecha, y que es la palabra con la que Cristo instituye el rito. Él da gracias, bendice, invita: “tomad mi cuerpo, bebed mi sangre”. Y sobre esta tierra se agita también, fecundándola, el Espíritu de vida. De ahí que el futuro de la Iglesia, en cuanto que se arraiga en la Eucaristía, sea el futuro que Dios inaugura y, sólo por eso, un futuro de esperanza.
A lo dicho se podría objetar que esta nueva tierra eucarística no es la tierra de este mundo, pudiéndose separar limpiamente de las relaciones sociales de nuestra vida pública. Para ver que no es así es necesario comprender que el cuerpo de la Eucaristía incluye en sí el cuerpo creatural. Para ello es necesario considerar el sacramento del matrimonio.
4. El matrimonio y sus esperanzas
La nueva tierra por la que la Iglesia lucha, es por tanto la tierra de la Eucaristía. Ahora bien, es propio de esta tierra, es decir, de este modo de vivir el cuerpo, que no está separado del modo creatural en que vivimos el cuerpo. Jesús, en la Eucaristía, no ha dejado atrás la creación, porque el cuerpo que Él ha donado es el cuerpo asumido de su madre, María, que procede a su vez de Adán y Eva por generaciones.
Por eso, para entender la esperanza que se genera en el cuerpo eucarístico, como nueva tierra prometida, hay que atender al cuerpo matrimonial y a las esperanzas que éste genera.
La tradición, al hablar del matrimonio, ha enumerado sus bienes (san Agustín) y sus fines (santo Tomás). En el Concilio Vaticano II aparecen también los dones del matrimonio. Ahora bien, a todo esto es posible añadir una perspectiva nueva, hablando de las esperanzas del matrimonio. Es decir, el matrimonio es un lugar compartido, en la “una carne” de los esposos (Gén 2,24), donde se recibe una acción de Dios que inaugura un futuro nuevo.
La primera esperanza del matrimonio consiste en la unidad de los esposos. Es esperanza porque el encuentro en la diferencia sexual abre un futuro nuevo a ambos. La persona del esposo o la esposa resulta irreducible al propio punto de vista y al propio proyecto, y ofrece a ambos un proyecto común que les desborda. Hay una segunda esperanza en la unicidad del matrimonio, pues de este modo se dice a la otra persona que ella basta para mediar nuestra relación con el sentido pleno de la vida: es un acto de esperanza en la capacidad del amor para dar unidad a nuestra historia. Una tercera esperanza del matrimonio es la fecundidad, donde el nuevo hijo prolonga la historia de los padres, procediendo de la carne de ellos, pero a la vez superándoles. Se puede añadir todavía una tercera esperanza, que es la esperanza del perdón, es decir, la esperanza de que seguirá siendo posible siempre poder esperar, sea cual sea el mal que aceche a los esposos.
El cuerpo matrimonial y sus esperanzas se integra en el cuerpo eucarístico y en su esperanza de transformación en Cristo. La esperanza de la Iglesia, de este modo, no abandona las pequeñas esperanzas en donde viven los hombres. No se trata simplemente de una esperanza más allá, que escape a la perspectiva de esta tierra, sino de la nueva dimensión que Dios da a nuestras esperanzas. En Cristo, la esperanza de la promesa esponsal resulta potenciarse con la promesa radicalmente indisoluble y con la virginidad; la esperanza en los hijos con la posibilidad de educarlos para Dios y para la vida eterna; la esperanza del perdón con la indisolubilidad radical del matrimonio.
Dado que el matrimonio pertenece al septenario, será imposible a la Iglesia renunciar a defender su estructura creatural. Y serán siempre posibles e inevitables conflictos con el poder civil, a quien es esencial el matrimonio, así como oportunidades para regenerar la sociedad desde la visión del Evangelio.
Es interesante observar, a esta luz, que la defensa del matrimonio creatural es decisiva para anunciar el Evangelio mismo. Si se elimina el cuerpo del matrimonio, se separa el cuerpo eucarístico de su carne concreta, como si el cuerpo eucarístico dejase de tocar la tierra. La Iglesia defiende el matrimonio creatural, sea porque es patrimonio común de todos los hombres, sea porque es necesario para predicar a Cristo y cumplir la misión específica de Ella.
Desde esta conjunción del cuerpo matrimonial y del cuerpo eucarístico, podemos acercarnos al resto de los sacramentos, que articulan la presencia de la Iglesia en el tiempo. Desde ellos puede explorarse cómo la Iglesia abre futuro en las distintas etapas y situaciones de la vida personal y social.
5. Articulación sacramental de la esperanza cristiana y de la acción de la Iglesia en el mundo
El cuerpo de la Eucaristía, que asume en sí el cuerpo del matrimonio, es el terreno donde la Iglesia cultiva un futuro de esperanza. Este es el modo en que la Iglesia contribuye al bien social. La clave está en la mediación obrada por el cuerpo de Cristo. Examinemos uno a uno los sacramentos que nos relacionan con la Eucaristía.
a) Está, en primer lugar, el bautismo. Aquí el cuerpo habla el lenguaje filial de la generación. La tradición ha visto en el agua del bautismo el seno fecundo de la Iglesia, en continuidad con el seno virginal de María. Del mismo modo que, al nacer en una familia, nos constituimos como hijos y hermanos, y entramos en la línea de las generaciones, así sucede en el bautismo con respecto a la familia inaugurada por Cristo. Lo que ocurre en el sacramento es, antes que la comunicación de una luz y de una fuerza, la reconfiguración de nuestras relaciones. Se nos da, en este sentido, un nuevo cuerpo, según las coordenadas del cuerpo eucarístico como cuerpo que se recibe del Padre y es capaz de darse para la vida del mundo. Es lo que se contiene en la doctrina del carácter bautismal.
De este nuevo espacio nace una nueva esperanza, una nueva capacidad de dar fruto que alcanza a la vida eterna. El nacimiento atestigua la receptividad de la Iglesia, la fuente de donde Ella continuamente brota. En el bautismo se delimita cómo es la tierra en donde Dios se complace en actuar, bendiciéndonos con un futuro que es el mismo futuro de Jesús. Se trata de una tierra ordenada según la confesión de fe y el mandamiento nuevo de Jesús.
En contra de esta esperanza bautismal se sitúa una cultura de la autonomía, que rechaza nuestra dependencia filial y venera el aborto como un derecho. De este modo no solo se mata a una persona, sino que se mata (recordando a Macbeth, asesino del sueño) al nacimiento mismo. De este modo se está matando al futuro. La maldad de la aceptación social del aborto consiste en el olvido de que la vida es un don que nos es confiado. Consiste en el olvido de nuestra dependencia originaria que requiere acogida y cuidado.
b) En segundo lugar tenemos la confirmación. La confirmación nos dona la capacidad para hacer fecundos los dones que Dios nos confía. Este sacramento reconfigura nuestras relaciones en cuanto nos hace capaces de seguir edificando estas relaciones. Esto explica que la confirmación se recomiende antes del matrimonio, cuando se va a generar una familia y desde ella se va a edificar la Iglesia y la sociedad. La esperanza de la Iglesia pasa por esta capacidad generativa del confirmado. Según santo Tomás de Aquino, la plena posesión de la imagen y semejanza de Dios en el hombre sucede cuando somos capaces de participar del poder creativo de Dios, transmitiendo así su imagen.
Nuestra cultura ha olvidado esta capacidad generativa de la persona. Por un lado, se elimina la diferencia sexual como referencia generativa básica. Se concibe entonces la generación como saber técnico y se impide verla como sobreabundancia que supera a quienes generan. Esto lleva a un empobrecimiento general de la vida, que ya no se considera digna de ser transmitida más allá de uno mismo. La crisis de natalidad es ejemplo de esta falta de esperanza en la acción humana.
c) En tercer lugar está la penitencia. Su papel propio es reintegrarnos en el espacio de relaciones del bautismo y de la confirmación. Al decir “yo te absuelvo”, el sacerdote vincula al penitente a un nuevo espacio relacional, que este había abandonado. Esto significa que la penitencia permite abandonar los espacios estériles en que uno se sitúa con el pecado. La penitencia da esperanza porque reinterpreta el pasado a la luz del acto por el que Dios nos perdona; y porque, de este modo la penitencia reinstaura el futuro abierto por la promesa.
Mientras la reconciliación salva la historia pasada, sin olvidarla ni condenarla, varios movimientos de hoy tienden a cancelar la historia y su presencia en nuestra cultura. Pero la solución no está en cancelar la cultura, sino en la reconciliación, como ha defendido Remi Brague en una reciente conferencia. Y la reconciliación sólo es posible desde una gratitud más originaria.
d) Llegamos, finalmente, al sacramento de la unción de enfermos. Se abre aquí, también, una esperanza: la de la transformación más allá de la muerte. Precisamente la unción de enfermos ha sido asociada a veces a la virtud de la esperanza. El lugar del enfermo, un lugar donde disminuye el espacio de las relaciones, se reinterpreta, a la luz de la muerte de Cristo, como espacio abierto a la transformación del dolor y la muerte en vida resucitada. Aquí la esperanza aparece como fuerza de transformación.
Esto tiene también incidencia en nuestra sociedad. En el libro de los Macabeos se nos cuenta, junto al martirio de la madre y sus siete hijos, el del anciano Mardoqueo, quien acepta la muerte, sin pretender vivir a toda costa. La actitud de Mardoqueo contrasta contra la extensión de la eutanasia en muchos países hoy. Precisamente aceptando la muerte, sin pretender una vida a cualquier coste, Mardoqueo hace lo contrario de quien se da la muerte para aceptar el sufrimiento. Pues quien pone la salud física por encima de todo, lógicamente prefiere terminar con su vida cuando esa salud declina irremediablemente, según lo de Nietzsche: “un poco de veneno cada día, para tener sueños placenteros; y mucho veneno al final, para tener una muerte placentera” (Así habló Zaratustra, Prólogo, 5). Por el contrario, quien renuncia a la capacidad de decidir sobre el fin de su vida, es porque entiende que la vida está al servicio de algo más grande, y así se abre a la esperanza.
Como vemos, estos sacramentos prolongan la Eucaristía a distintos momentos de la vida de la Iglesia y marcan su modo de actuar sobre la sociedad. La Iglesia proclama una esperanza receptiva (bautismo), generativa (confirmación), regenerativa (penitencia) y transformativa (unción de enfermos). De este modo se presenta como fuente de esperanza en un mundo que, por negar estas cuatro dimensiones, ha perdido la capacidad de un futuro nuevo, y mide el futuro solo según su cantidad, y no según su cualidad. Pero en ese caso el futuro no es verdadero futuro, sino prolongación aburrida del presente. La religión cristiana, a esta luz, no es solo, como quería Karl Marx, “el corazón de un mundo sin corazón”, sino además “el futuro de un mundo sin futuro”.
De este modo la esperanza de la Iglesia es también esperanza para la sociedad. Erik Peterson ha mostrado cómo la liturgia era, desde los principios, un acto político, pues presentaba a Cristo como verdadero emperador. Puede decirse que se trata de un acto político porque toca el bien común, a través de ese bien común fundamental que es nuestro cuerpo relacional, compartido con los hermanos. La Eucaristía resulta ser un manantial de esperanza también para nuestra sociedad, de la cual no puede aislarse. La esperanza de nuestra sociedad pasa por su inclusión en el cuerpo eucarístico.
Conclusión
En suma, las esperanzas que se abren desde la Eucaristía indican el futuro de la Iglesia. Pueden resumirse con la figura de la madre de los mártires macabeos, que exhortaba a sus hijos al martirio. San Juan Crisóstomo dice que ella fue madre catorce veces, en cuanto que engendró a los hijos para esta vida, y también al empujarles a resistir hasta la muerte ante la idolatría, lo cual les abrió a la vida eterna en su cuerpo resucitado.
Del mismo modo la Iglesia nos trae un doble nacimiento, que es una doble esperanza. Por un lado, Ella nos regenera a la vida creatural, en cuanto que en su memoria se guarda el lenguaje originario del cuerpo como lenguaje fecundo. Por eso la Iglesia difunde esperanza para la sociedad. Además, la Iglesia nos genera a la vida eterna en Cristo, a través de la Eucaristía. Esto es lo que pedimos hoy a la Iglesia para garantizar su futuro: que siga siendo siempre dos veces madre.
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