Lo que no se puede hacer jamás: teología del cuerpo y actos intrínsecamente malos

José Granados

La obra de Paul Claudel El zapato de raso inicia con la oración de un jesuita clavado por los piratas al mástil de un navío. El sacerdote invoca a Dios como si estuviera clavado con Cristo en la Cruz. Y ve en la cohesión perfecta de su cuerpo al estrecho madero la plena adhesión a la voluntad del Padre. Ahora este sacerdote ya no se aparta ni un milímetro de esa voluntad, porque su cuerpo se configura palmo a palmo al lugar donde fue crucificado Jesús[1].

Si el jesuita está clavado al mástil es porque no le fue posible renegar de su fe a pesar de la tortura que le infligían sus verdugos. Pues existen acciones que nunca puedo realizar sin atentar contra mi propia humanidad. Esto implica que no puedo realizar estas acciones ni siquiera para salvar la vida, sea la mía o la de otros. La bondad de los propios actos, que consiste en su capacidad de unirnos a Dios, queda en estos casos anclada a una acción concreta, obligada a pasar por el desfiladero del aquí y ahora.

¿Conlleva esto una restricción de la libertad? Al contrario, precisamente el rechazo a este acto abre al jesuita el espacio de la cruz como lugar concreto donde expresar su amor a Dios y a los hombres. De hecho, en la capacidad de asumir esta figura de cruz veían los primeros Padres de la Iglesia una dignidad especial del cuerpo humano. Pues los maderos horizontal y vertical representan la apertura corporal del hombre a la comunión con Dios y con los hermanos.

Se observa así la conexión entre los actos intrínsecamente malos y la condición encarnada de la persona, sobre la que quiero centrarme en lo que sigue. Negar la existencia de actos intrínsecamente malos significa negar la unidad del hombre con su cuerpo y la capacidad comunicativa de este cuerpo. Hay actos que nunca se pueden ordenar a una amistad con Dios porque se oponen a la gramática originaria del cuerpo, que nos permite la comunicación vital con Él y con los hermanos.

Las dificultades que algunos teólogos presentan a la llamada “Teología del cuerpo” de san Juan Pablo II nacen justamente de haber percibido este vínculo con los actos intrínsecamente malos[2]. Si la primera parte de las Catequesis del santo Papa habla del cuerpo y su lenguaje, todo esto se enfoca a cimentar, en la última parte, la enseñanza de la encíclica Humanae Vitae, que confiesa la existencia de absolutos morales en el ámbito sexual. A estos teólogos les gustaría desconectar ambas esferas, mostrando un aprecio del lenguaje relacional del cuerpo que no necesitara a la vez afirmar acciones intrínsecamente malas. Vamos a ver por qué esto es imposible.

Esta conexión nos muestra lo que hay en juego en la discusión sobre los actos intrínsecamente malos. Niéguense los absolutos morales y se hará difícil entender el aprecio cristiano por la condición encarnada de la persona. Además, esta condición encarnada es necesaria para explicar aspectos centrales del dogma, desde el pecado original hasta la redención obrada por Cristo que nos alcanza en los sacramentos. La consecuencia es que las discusiones sobre este punto concreto de teología moral afectan al centro de la salvación cristiana, y no solo a aspectos marginales que pueden ponerse en duda sin que cambie lo esencial. Ya Veritatis Splendor, al terminar tratando del martirio como confesión de fe, subrayaba este nexo.

Voy a empezar formulando algunos aspectos esenciales de la fe que tienen que ver con el lenguaje interpersonal del cuerpo. A continuación, exploraré cómo la custodia del lenguaje del cuerpo explica la existencia de actos intrínsecamente malos. Finalmente, sacaré alguna consecuencia para la comprensión del obrar moral, en su conexión con el núcleo de la experiencia creyente.

1. El lenguaje del cuerpo como base de la redención cristiana

Atendamos primero a cómo nuestra condición encarnada es decisiva para confesar la fe en Cristo.

Hemos sido salvados por la ofrenda que Cristo hizo de sí mismo al Padre en la Cruz “en su cuerpo de carne” (Col 1,22). Se trata de un acto plenamente humano, realizado por la voluntad humana del Hijo de Dios, que es una voluntad anclada en el cuerpo. Nos ha salvado, por tanto, un acto corporal, y no solo una entrega interior y espiritual. Erraban los gnósticos, que postulaban que Cristo se había retirado del Jesús humano que padecía en el Gólgota. Erraban los monoteletas, que no aceptaban la voluntad humana del Hijo de Dios, corporalmente situada.

La corporalidad de este acto queda clara si acudimos a la Última Cena, donde Cristo anticipó el sentido que daba a su muerte. Como afirma la carta a los Hebreos Jesús acoge el cuerpo que el Padre “le ha preparado” y lo ofrece para rescatar nuestra libertad, esclava del pecado (Heb 10,5). Es decir, Jesús acepta un significado previo del cuerpo, inscrito por el Creador, que le hace capaz de un don de sí a sus hermanos. Desde la recepción filial de su cuerpo, lo ofrece por los hombres, y derrama su sangre para comunicarles vida.

El sentido eucarístico que Cristo da a su muerte sitúa su acto en la red comunitaria de la familia humana. Por darse en el cuerpo, el acto de Jesús no queda aislado, sino que se comunica a quienes comparten su misma situación corporal. Por eso la Última Cena se sitúa en continuidad con los sacrificios del Antiguo Testamento, sobre todo con la ofrenda de Isaac y de los hijos primogénitos de Israel. Pues en estos sacrificios se ofrecía a Dios el cuerpo del hijo, mostrando así que la vida que el padre transmite al hijo viene de Dios, quien hace nuestro cuerpo fecundo y capaz de transmitir al hijo nuestra vida.

A su vez, el acto redentor de Jesús se corresponde con el pecado cometido por Adán y Eva. Si en la Cruz Cristo salva a todos los hombres, es porque todos necesitaban redención. En el Gólgota se revela cuán hondo fue el alcance de la caída de Adán y Eva, que nos encerró a todos en el pecado (cf. Rom 11,32). Es que el primer pecado afectó a las coordenadas corporales recibidas que encauzaban la acción de Adán y Eva hacia el Padre y que les acomunaban con sus descendientes. Si el acto malvado hubiera sido meramente espiritual, sin tocar el cuerpo, habría quedado limitado a los pecadores, y no afectaría a su descendencia como enseña san Pablo (Rom 5,12).

Además, el acto redentor de Cristo en la Cruz no solo entronca con el origen creatural del hombre, asumiendo un cuerpo tocado por el pecado (Rom 8,3), sino que se prolonga hacia los hombres en los sacramentos. Con su muerte y resurrección, Cristo transforma el orden corporal humano, eliminando su sujeción al pecado y desplegando en él nuevas potencias de relación. En el bautismo el cristiano asume este nuevo orden corporal, lo cual le hace capaz de relacionarse al modo del Maestro. Por eso puede pedir san Pablo que, si antes nuestros miembros estaban “al servicio del pecado como instrumento de injusticia” ahora estos miembros puedan ponerse “al servicio de Dios, como instrumentos de la justicia” (Rom 6,13). El carácter bautismal conlleva una corporalidad nueva, fruto de un nacimiento que nos introduce en los vínculos generados por Jesús, vínculos con Dios y los hermanos[3]. Los distintos sacramentos participan en distintos modos en los nuevos significados que Jesús trae al cuerpo. La lógica de los sacramentos se apoya en la existencia de un lenguaje del cuerpo que acomuna a los hombres, y del que nos apropiamos en el bautismo y la Eucaristía.

Como vemos, la existencia de un orden corporal originario es crucial para explicar la fe cristiana: el pecado original, la salvación que trae Cristo, y nuestra asimilación de ella por los sacramentos. Se explican así las dificultades de la Modernidad, olvidadiza del cuerpo, para comprender el cristianismo. Pues desde el sujeto aislado e incorpóreo no tiene sentido que afecte a otros el pecado de uno, ni la redención de Cristo en favor nuestro, ni la inserción sacramental en Él.

En el siglo XX, sin embargo, se ha desarrollado una visión filosófica del cuerpo que, viéndolo como clave relacional de la identidad de la persona, permite mostrar mejor la conveniencia humana de la propuesta cristiana. Así, por ejemplo, se ve hoy el cuerpo como “pasividad originaria” del sujeto (Paul Ricoeur). El hombre, al tener un cuerpo, posee un mundo (Maurice Merleau-Ponty) y traba relaciones con los demás hombres que son constitutivas de su identidad personal. Se entiende, a esta luz, que recibimos un lenguaje del cuerpo que, al introducirnos en un contexto de relaciones, apoya y orienta nuestra libertad. Esto hace comprensible la incidencia que nuestras acciones, buenas o malas, tienen sobre otros. Y ya no parece absurdo, como parecía a los filósofos ilustrados, que el pecado de uno pueda debilitar a todos, o que la entrega de uno vivifique de nuevo a todos.

Concluimos, por tanto, que el lenguaje del cuerpo está íntimamente unido a la confesión de fe. Veamos ahora qué tiene que ver esto con los actos intrínsecamente malos.

2. Gramática del cuerpo y actos intrínsecamente malos

La fe cristiana supone, en su base, la existencia de un lenguaje originario del cuerpo, que es dado a la persona como dinamismo raíz de su obrar. Por “lenguaje del cuerpo” no entiendo aquí el cuerpo como mero transmisor o traductor (por ejemplo, al revelar mi impaciencia tocando continuamente el reloj) sino al cuerpo como el medio comunicativo originario de la persona, pues el cuerpo nos introduce, desde el principio de nuestra vida, en un orden de relaciones.

Si queremos definir el contenido de este lenguaje del cuerpo diremos que posee ante todo un significado filial, pues el cuerpo es testimonio de que hemos sido generados. Esta relación del cuerpo con el origen es parte de su lenguaje, no como una palabra más, sino como un pilar de toda la estructura comunicativa humana. Del significado filial brotan otros significados del cuerpo, como el unitivo-esponsal, el comunional-fraterno o el generativo, que dan ulterior forma a su estructura comunicativa.

Pues bien, si en el cuerpo hay un orden relacional originario que es dado al hombre, los actos que rechacen ese orden constitutivo de nuestro obrar serán contrarios al bien del hombre, independientemente de cómo el hombre pretenda orientarlos o de otras circunstancias externas de su acto. Se trata de actos intrínsecamente malos, es decir, de actos que no pueden orientarse nunca al bien de la persona, sean cuales sean las circunstancias externas en que se cumpla el acto y sea cual sea la intención de quien los cumpla.

En realidad, no es que en este tipo de actos no cuenten las circunstancias y la intención, sino que se postula una circunstancia y una intención fundamentales, que están ya dadas en nuestro cuerpo como pasividad o receptividad originaria de la persona (Ricoeur). Esta circunstancia corporal y esta intención corporal son la base para que cobre peso toda otra circunstancia y toda otra intención subsiguiente. Hay actos que son malos en sí mismos, no con independencia de circunstancias o intención, sino porque en ellos la circunstancia e intención están inscritas radicalmente en el lenguaje del cuerpo y no pueden ser relativizadas o reinterpretadas desde otra circunstancia o intención secundarias[4].

Por eso, la negación de los actos intrínsecamente malos es negación del sentido originario del cuerpo, recibido del Creador y que nos acomuna con el ambiente y con los demás hombres. Esta negación supone rechazar la así llamada ecología de la persona humana, que se apoya en el cuerpo como presencia primera del hombre en el mundo. Surge de este rechazo una visión aislada del hombre, que le deja constitutivamente solo en su ambiente y en relación con los demás. Y de este modo se hace imposible acceder al núcleo de la salvación cristiana, que no es sólo salvación del alma, sino también del cuerpo, o salus carnis.

Esto explica que allí donde los actos se ligan más radicalmente al cuerpo como realidad recibida que sostiene a la persona en su obrar, encontremos también el ámbito de los absolutos morales. Se trata de los mandamientos quinto, sexto y octavo del Decálogo, donde entran en juego la vida, la sexualidad y el uso comunicativo de la palabra.

a) Antes de analizar estos mandamientos negativos es preciso referirse a los mandamientos tercero y cuarto: la guarda delSábadoy la honra a padre y madre. Al estar formulados en positivo (son las dos excepciones al resto del decálogo) no expresan absolutos morales. Ahora bien, preparan la base para la existencia de tales absolutos, pues proporcionan el lenguaje originario del cuerpo, que los absolutos morales custodian. En efecto, el mandamiento del Sábado recuerda la creación y la continua presencia de Dios en el gobierno del mundo. A la vez, apunta a la palabra divina que confiere orden y sentido a la materia y, en concreto, confiere orden y sentido al cuerpo humano, capaz de trabajar la materia y de darle forma. El Sábado custodia, por tanto, la receptividad propia del cuerpo humano. El cuarto mandamiento, a su vez, pide la honra de padre y madre, pues de ellos recibimos el lenguaje originario del cuerpo. Ellos median la referencia del cuerpo al Creador que se nos revela en el mandamiento del Sábado.

Estos mandamientos nos ayudan a salir de la lógica “amo-esclavo” que opone ley y libertad, y nos conducen a la lógica “padre – hijo” y “esposo – esposa”, que ven alianza entre ambas[5]. He aquí la base para superar la falsa oposición entre la norma objetiva y la conciencia subjetiva que la interpreta. En efecto, la ley de los padres no es extrínseca a los hijos, ni la ley del matrimonio lo es a los esposos. De este modo, la clave de la unión de ley y libertad, de la que se ocupa Veritatis Splendor, se halla en el lenguaje del cuerpo como lenguaje relacional, donde están inscritas las relaciones padres-hijo y esposo-esposa.

b) Veamos a esta luz el quinto mandamiento. ¿Por qué “no matarás”? La razón no es solo que el otro sea semejante a mí. Si así fuera cabría una ley que limitase el daño: “no matarás para evitar que te maten”. Pero en cuanto me sintiese superior al otro, le podría matar, y el mandamiento no sería absoluto. “No matar” sería bueno solo para mí y solo en determinadas circunstancias. ¿Qué razón hay entonces para que “no matar” sea apodíctico?

La razón del “no matarás” es el vínculo con el prójimo debido a un origen común. Por eso el “no matarás” queda unido primariamente a la fraternidad. El “no matarás” surge en la Biblia ante el deseo de Caín de apropiarse del vínculo común con el Creador, que compartía con su hermano Abel. “No matarás”, es decir: reconoce que el respeto al origen de donde recibes la vida no puede separarse del respeto a la relación con tu hermano. Pues bien, precisamente el cuerpo atestigua que el hermano no es solo semejante a mí, sino que es en cierto modo “yo”, pues compartimos un mismo origen. Así, desde la fraternidad se comprende que este mandamiento no sea heterónomo[6].

Robert Spaemann ha señalado la importancia del siguiente hecho: todos los hombres sobre la tierra estamos emparentados, pues descendemos de una mujer que vivió hace unos 200.000 años. Gracias a esto cada hombre, por el mero hecho de pertenecer a la especie humana, no solo es “mi semejante” sino “mi prójimo”[7]. Según Spaemann esta es una de las razones para concluir que todos los seres humanos son personas y que a todos se les aplique el “no matarás”, independientemente de sus cualidades, porque el “no matarás” está inscrito en el cuerpo. El mandamiento es absoluto porque al transgredirlo obramos contra el vínculo de nuestro cuerpo con el origen, un vínculo que nos asocia también al hermano.

“No matarás” se aplica en modo absoluto a la persona inocente e inerme. Al matar al inocente e inerme ninguna circunstancia añadida puede relativizar esa circunstancia originaria del cuerpo común recibido, que hace sagrado el respeto de la vida propia y del hermano. Ni tampoco puede una intención ulterior relativizar la intención grabada en el propio cuerpo y que nos inclina a preservar el vínculo con el origen como cimiento de toda buena acción.

Los casos donde más queda de relieve la necesidad del vínculo con el origen son las situaciones de dependencia y vulnerabilidad radical: el no nacido y el enfermo grave. Cuando, como sucede en nuestra cultura, se olvida el lenguaje originario del cuerpo y se exalta la vida como autonomía, es lógico que se vean estas dos situaciones como excepción al precepto “no matarás”.

c) Tenemos luego el sexto mandamiento, en torno a la sexualidad. Ahora entra en juego el cuerpo marcado por la diferencia hombre-mujer. En realidad, esta diferencia estaba ya presente al hablar del quinto mandamiento, el respeto a la vida del hermano, pues la referencia del cuerpo hacia el origen atraviesa esta diferencia de los sexos, ya que nacemos de la unión de un hombre y una mujer.

En el sexo vemos de nuevo que existe un lenguaje del cuerpo que el hombre no ha diseñado por sí mismo, un lenguaje que pertenece a su identidad y hace posible un proyecto de vida más allá de uno mismo y de su autoidentidad. En el acto sexual hombre y mujer ponen en juego la totalidad de sus personas, pues se unen en esa dimensión del cuerpo donde ellos a su vez han sido generados y donde se transmite la vida a un tercero. Como este tipo de unión toca el origen radical de la persona, no puede realizarse sin implicar a toda la persona, y pide por eso fidelidad y exclusividad. Actúa aquí, como en el quinto mandamiento, la relación con el origen y con el amor primero de Dios manifestado en los preceptos tercero y cuarto del Decálogo. La disposición originaria del cuerpo solo se respeta cuando el acto sexual ocurre dentro del matrimonio, unión indisoluble de un hombre y una mujer abierta a la procreación de la vida.

He aquí, pues, un orden del cuerpo. Y vemos claramente que se trata, no de un orden ajeno al sujeto sino de un orden generativo del sujeto, pues gracias a él se dilata su capacidad de actuar[8]. Pues bien, hay actos intrínsecamente malos porque es precisa la salvaguarda de este orden generativo. Un acto sexual que niegue en distintas formas su vinculación con el origen nunca podrá ayudar a la persona a madurar, sino al contrario, atentará contra su dignidad personal. El “no” a este tipo de actos corresponde a la defensa del amor hermoso. Como afirma Paul Ricoeur, igual que ante el niño recién nacido escuchamos el mandamiento: “ámame”, así análogamente ante el amor que nace y pide durar[9].

d) Está, en fin, el octavo mandamiento sobre elfalso testimonio. Un caso claro es la confesión de los cristianos ante el juez romano que pedía apostasía. Aquí no se puede escapar el martirio con la excusa que ponían los gnósticos: “la lengua ha jurado, la mente no”. Y esto incluso aunque este juramento meramente interior salve la vida de otros, como sucede en la película de Martin ScorseseSilencio, película que exalta la apostasía.

¿Por qué es esto así? Como ocurre con el cuerpo, el lenguaje contiene también la referencia a un orden primordial en el que entramos al ser concebidos y del que no somos dueños. Hablar es un acto relacional que sucede en el cuerpo y no una simple acción interior y privada. Si, por un lado, el cuerpo posee significados y tiene un lenguaje, por otro el lenguaje está encarnado, situado en el contexto primordial que el cuerpo nos abre[10].

Para verlo pensemos en la imposición de un nombre. Para ser aceptada requiere un modo concreto de relación corporal, la de los padres con su hijo. Fuera de ese contexto (a no ser en el caso de la adopción que, como decía Gabriel Marcel, es como un injerto en la paternidad natural) se trata de un acto abusivo si se hace sin el consentimiento de la persona nombrada. Otro ejemplo: la promesa esponsal hasta la muerte solo puede pronunciarse entre un hombre y una mujer, pues sus cuerpos permiten una relación que se funda sobre el origen ambos (en cuanto han sido generados en la diferencia de los sexos), cosa que no permiten otras promesas.

Juan Pablo II describió las relaciones sexuales fuera del matrimonio como una mentira del cuerpo, porque en ellas el cuerpo comunica algo que no corresponde con lo que la persona realmente quiere donar[11]. Como ya hemos dicho, en la unión sexual el cuerpo une a hombre y mujer en el origen más hondo de ellos, allí donde la vida se recibe y se genera. Por eso la unión sexual pide la totalidad exclusiva y permanente que no se puede dar fuera del matrimonio.

Inversamente, toda mentira implica al cuerpo, porque actúa contra la estructura comunicativa que está inscrita en él. El lenguaje está llamado a decir la verdad porque el cuerpo nos sitúa en el mundo interpersonal, y nos constituye como personas desde la pertenencia mutua a este mundo. Dado que en la relación con otros se juega nuestra propia identidad, manipular el lenguaje equivale a cerrar la posibilidad, no solo de comunicarnos con los otros, sino también de comprendernos a nosotros mismos. Engañar es siempre autoengañarse. En este mandamiento, por tanto, se difumina de nuevo la oposición entre lo autónomo y lo heterónomo.

3. El lenguaje del cuerpo y la acción humana

Hemos identificado la conexión que se da entre los actos intrínsecamente malos, por un lado, y la custodia de un lenguaje originario del cuerpo como orden generativo de nuestro obrar, por otro. Esto significa que aceptar los actos intrínsecamente malos no concierne solo a un aspecto marginal del obrar humano, sino a la estructura entera de la acción. Pues implica que la acción recibe unas inclinaciones previas, con las cuales colaboramos en la acción libre que nos hace florecer. Veamos algunas consecuencias de esta conexión entre orden corporal y absolutos morales.

a) La primera se refiere ala importancia del cuerpo para la acción humana. Parafraseando a Emmanuel Mounier podemos decir que existir corporalmente y existir relacionalmente son una y la misma cosa. Es decir, debido a nuestra condición encarnada la persona del otro no me es ajena, sino que fragua mi propia identidad. Esta dependencia se percibe como algo bueno y valioso cuando se experimenta el amor. Se veentronces que nuestra acción surge desde la presencia afectiva de la otra persona en nosotros, que nos llama a forjar una comunión. Desde aquí se supera de nuevo la oposición entre ética autónoma y heterónoma. Ya indiqué que esta superación procede de adoptar, no el polo amo-esclavo como clave de lectura de las relaciones sociales, sino los polos padres-hijo, esposo-esposa, hermano-hermano. Dado que estas relaciones poseen un anclaje originario en el Creador, no hay tampoco contradicción entre lo autónomo y lo teónomo.

Se pueden juzgar desde aquí algunos intentos de relativizar la propuesta de Veritatis Splendor. Para ello se parte del presupuesto de que Veritatis Splendor defiende una moral objetiva, la cual ha de ser compensada por una cierta dosis de subjetividad[12]. Ahora bien, tal oposición entre lo objetivo y lo subjetivo en el obrar moral es falsa. Pues lo “objetivo” en la acción es aquello que nos abre a la otra persona y a Dios[13]. Es decir, lo objetivo es lo interpersonal. Y el giro actual que quiere corregir Veritatis Splendor relativizando los absolutos morales, no es un giro hacia lo subjetivo personal, sino un giro hacia el individuo aislado que no vive ya en las relaciones que le constituyen. La óptica del cuerpo nos permite identificar mejor el conflicto: este conflicto ocurre entre una visión relacional de la persona y una visión aislada e individualista del sujeto.

Además, la relación entre el lenguaje del cuerpo y los absolutos morales nos permite juzgar si distintas intervenciones técnicas están de acuerdo o no con la dignidad de la persona, especialmente en el ámbito de la vida y la sexualidad. En vez de usar el contraste equívoco entre lo natural y lo artificial, es mejor hablar de los significados originarios del cuerpo como primera presencia de la persona en el mundo, y de la técnica como extensión de dicha presencia. Entonces es posible distinguir entre una técnica “pro-cuerpo”, que asume y potencia los significados originarios del cuerpo; y una técnica “anti-corporal” que se opone a tales significados. El reconocimiento natural de la fertilidad, por ejemplo, usa la técnica para profundizar en los significados del cuerpo, mientras que la anticoncepción elimina los significados originarios del acto conyugal[14].

b) Añadamos que la existencia de un lenguaje del cuerpo (lo que conlleva que existan actos intrínsecamente malos) tiene que ver con una pregunta central de la teología moral: la sinergia, o acción común, entre Dios y el hombre.

Robert Spaemann ha puesto de relieve que la polémica entre una ética que defiende principios absolutos y una ética teleológica cuyo criterio es mejorar la situación del mundo, implica dos modos diferentes de entender el nexo entre obrar humano y obrar divino. La pregunta de fondo es: ¿de qué soy responsable como sujeto agente? El teleologismo, al responsabilizar al hombre de todos los efectos de su acción, le hace asumir el papel de Dios. La aceptación de absolutos morales reconoce que la propia responsabilidad es limitada, de modo que el sujeto no tenga que preocuparse por el resultado último de su acción en el mundo, bastándole el contexto próximo de su acción, que le es dado conocer. Esta limitación de la responsabilidad requiere la renuncia a adoptar el punto de vista de Dios, junto a la aceptación de una providencia divina, clave para poder actuar bien como ya había visto Fichte[15].

Hoy el problema de los absolutos morales no se plantea desde el teleologismo, sino desde la conciencia creativa que busca un punto medio entre lo objetivo y lo subjetivo. Algunos describen este enfoque como asimilación de teología moral y teología espiritual. Es decir, el método del discernimiento espiritual (propio de san Ignacio de Loyola) indicaría también la clave para el juicio moral sobre nuestras acciones[16]. ¿Qué decir de esta propuesta? Veo al menos estas dificultades.

i) En primer lugar, propio del discernimiento espiritual es que no necesita justificación ante los otros. Nadie tiene que justificar las mociones que le impulsaron a abrazar una vocación religiosa o a decidir que su camino es el matrimonio. San Ignacio deja claro que el director de los Ejercicios debe retirarse, para dejar obrar directamente a Dios con su creatura. Ahora bien, esto no ocurre con las acciones que tocan al obrar moral, pues es necesario que puedan justificarse ante los demás. El ámbito de las preferencias de cada uno no puede ser el ámbito de la vida común, donde somos responsables ante otros y necesitamos dar razón de lo que hacemos, especialmente cuando hay bienes en juego que les afectan como, por ejemplo, en el cumplimiento de la palabra dada.

ii) Esta propuesta conlleva, en la práctica, la eliminación de la diferencia entre mandamientos y consejos. Los teólogos que plantean esta novedad lo hacen como si ahora todo pasara a ser consejo, dando más espacio al sujeto. Pero de hecho su posición oscila también hacia la posibilidad contraria: que todo se convierta en mandamiento, y desaparezca el ámbito del consejo. En realidad, la necesidad de discernirlo todo aumenta la presión sobre el sujeto, en quien recae toda la responsabilidad de cada decisión concreta. En realidad, el ámbito propio de los mandamientos es necesario para proteger el orden de las relaciones interpersonales, que nos permite abrirnos a confiar en la providencia como guía última de la historia, lo que proporciona esa serenidad que es imprescindible para obrar bien.

iii) Nótese, además, que este discernimiento que se propone para la moral está separado de la acción, igual que en los Ejercicios espirituales el ejercitante entra en el silencio y se separa de la vida. En san Ignacio esto se entiende porque el discernimiento se refiere sobre todo a tomar estado o a una reforma general de la vida. Para el día a día san Ignacio aconseja otra cosa: el examen de conciencia. Pero en el examen no se discierne, sino que se revisa lo sucedido, mirando a la memoria y reevaluando lo que se ha obrado para poder así mejorar cuando se vuelva a actuar. Es decir, el examen de conciencia no vale para decir lo que tengo que hacer, sino para juzgar lo que ya he hecho y, desde ahí, prepararme mejor para la acción. En realidad, para guiarnos en el actuar concreto de la vida es preciso cultivar la virtud de la prudencia, que cuenta con un recto orden de los afectos para poder ordenar el obrar propio. La clave para obrar mejor no está en discernir más, sino en configurar los afectos según el amor verdadero a los hombres y a Dios, para que se conviertan en luz de la acción concreta.

c) Por último lo que hemos dicho tiene importancia para la relación entre el obrar moral y la vida sacramental cristiana. Si los absolutos morales se apoyan en el significado originario del cuerpo, este significado yace también en la base del orden sacramental.

Es un tema crucial en la Iglesia hoy, pues asistimos a una lectura de Amoris Laetitia que pretende usar como criterio para la admisión a los sacramentos la imputabilidad del pecado al sujeto. Por eso se ha dicho que se da en Amoris Laetitia una confusión entre el obrar moral y el obrar sacramental[17].

Hay que decir, primero, que el juicio de que una acción no es imputable es muy duro con la persona que lo recibe. Pues la acción humana brota de un rasgo propio del ser personal, que es la responsabilidad ante sus propias acciones y la imputabilidad de sus actos[18]. Juzgar que a un sujeto no le son imputables sus acciones es tanto como despersonalizar al sujeto.

Además, desde el lenguaje del cuerpo, observamos que el obrar moral sucede en el mundo relacional que se abre al sujeto, y no solo en su interioridad. Por eso, el hecho de que una acción mala no sea imputable no significa que no esté corroyendo a la persona que la comete, precisamente porque la comete en su cuerpo y daña ese tejido relacional que la constituye en su identidad profunda.

Debido a esta conexión con el cuerpo la acción moral adquiere, podríamos decir, una estructura sacramental. Pues propio de los sacramentos es que suceden en el cuerpo de la persona, poniéndola en contacto con el cuerpo de Cristo, dentro de la Iglesia. La gracia sacramental es aquella que atraviesa la materia y configura nuestra presencia corporal en el mundo, permitiéndonos ser afectados por el amor de Cristo y responder a él. Así, en el bautismo, la gracia llega a través del agua y tiene como efecto asimilarnos al cuerpo de Cristo, es decir, a su modo básico de vivir las relaciones, para que podamos acoger como Él el amor del Padre, y dar su mismo fruto. Como se ve, no hay oposición, sino armonía, entre la estructura de la acción moral y la estructura del sacramento[19].

Consecuencia de esto es que la recepción de los sacramentos no puede prescindir de la configuración corporal que la persona elige para vivir. Quien se ha instalado en modos de vivir el cuerpo que contradicen al carácter bautismal, no puede acoger la gracia sacramental, en cuanto esta tiende precisamente a configurarle con las coordenadas del cuerpo de Cristo, que la persona rechaza. Análogamente a como no fluye la gracia sacramental si en vez de agua se usa otro líquido para el bautismo, tampoco fluye la gracia sacramental si la persona se instala obstinadamente en un modo de vivir el cuerpo contrario al Evangelio.

Administrar un sacramento a alguien que ha escogido este modo de vivir el cuerpo contrario al Evangelio y que no quiere abandonarlo sería hacer injuria al sacramento. Esto no significa que no haya otros modos en que la gracia de Dios pueda llegarle. Eso sí, la gracia tenderá siempre a configurar el cuerpo de quien la recibe al cuerpo de Cristo, moviendo por tanto a una transformación de los afectos que conlleva una conversión.

De lo que hemos dicho puede deducirse que el problema no es solo reducir los sacramentos a moral, sino que esto tiene por efecto una reducción de la moral misma. La moral, al separarse de la lógica sacramental, olvida la configuración afectiva del cuerpo y tiende a medirse desde la oposición entre norma y moral. Sin su conexión vital con los sacramentos, la moral degenera en moralismo.

Conclusión

Hemos visto cómo la existencia de actos intrínsecamente malos o absolutos morales va de la mano con la defensa de un lenguaje propio de nuestro cuerpo. Pues aceptar los absolutos morales supone aceptar la existencia de un orden originario de relaciones inscrito en el cuerpo, que estamos llamados a respetar. Se trata de un orden generativo, que se apoya sobre una receptividad fundante con respecto al Creador. De Él recibimos el lenguaje fundacional del cuerpo, lenguaje que nos permite luego tejer relaciones interpersonales que abren nuestra vida a una plenitud.

De aquí se deduce que rechazar que existan absolutos morales, en cuanto implica ocultar significados esenciales del cuerpo humano, tiene graves consecuencias para la confesión de fe en Cristo. Pues solo si existe un lenguaje del cuerpo común a todos es dado acercarnos a comprender el pecado original, la redención obrada por Cristo o la comunicación de esta redención por los sacramentos. Un himno litúrgico de la fiesta de la Ascensión del Señor subraya esta importancia del lenguaje del cuerpo en la salvación cristiana: “peccat caro, mundat caro, regnat caro” (“la carne peca, la carne nos limpia, la carne reina”). Negar que haya actos intrínsecamente malos no es negar elementos secundarios de la doctrina de la fe, sino que nos lleva a negar que Cristo haya venido en carne (1Jn 4,3). Como señala Veritatis Splendor en su tercera parte, está en juego la necesidad del martirio como horizonte de la vida cristiana.

Se encuentra aquí un hilo conductor que asocia muchos de los temas discutidos hoy en la Iglesia. Pues la negación de absolutos morales conlleva la puesta en duda de otros elementos: un lenguaje originario sobre el cuerpo que se expresa en la sexualidad; la confesión de Cristo como único nombre bajo el cielo que se ha dado al hombre para salvarse; los sacramentos, no como consuelo emotivo o signo de pertenencia, sino como comunión vital con Cristo que origina nuestra fraternidad y da forma visible a la Iglesia.

El jesuita que reza en las primeras páginas de El zapato de raso de Claudel se encuentra atado milímetro a milímetro al mástil del navío, a modo de cruz. La oración suplica por su hermano Rodrigo, que será atraído por el amor a Proeza, la cual lucha por mantenerse fiel a su marido. Antes de alejarse de su casa, Proeza suplica a la Virgen que la proteja, y deja ante ella su zapato para, dado que quiere huir de su fidelidad, lo haga al menos coja e impedida. Proeza pide que la Virgen la proteja para que nunca pierda su honra a los ojos de aquellos que la aman. También ella verá la defensa de un absoluto moral, que le impide el adulterio, no como una limitación, sino como el modo de mantenerse unida al origen y fuente del amor[20].

[1] Cf. P. Claudel, Le soulier de satin (Gallimard, Paris 1929) 15-16.

[2] Cf. E. Schockenhoff, “Die Theologie des Leibes: Auswege aus der Sackgassen der lehramtlichen Sexualmoral”, in S. Goerzt – M. Striet (ed.), Johannes Paul II. – Vermächtnis und Hypothek eines Pontifikats, (Herder: Freiburg 2020) 114-143.

[3] Cf. J. Granados, Tratado general de los sacramentos (BAC: Madrid, 1970).

[4] Cf. G.E.M. Anscombe, Intention (Harvard University Press: Harvard, 2000).

[5] Cf. A. Mattheeuws, “La dialectique Homme-Femme dans Evangelium vitae”, Anthropotes 16 (2000) 399-422.

[6] A. LaCocque – P. Ricoeur, Penser la Bible (Seuil: Paris 1998).

[7] R. Spaemann, Personen : Versuche über den Unterschied zwischen “etwas” und “jemand” (Klett-Cotta: Stuttgart 1996) chap.18, II/1.

[8] Sobre el concepto de orden generativo, cf. D. Bohm, On creativity (ed. L. Nichol) (Routledge: London  2004).

[9] A. LaCocque – P. Ricoeur, Penser la Bible, op.cit.

[10] Cf. Ch. Taylor, The language animal: the full shape of the human linguistic capacity (Cambridge, MA – London 2016).

[11] Juan Pablo II, Hombre y mujer lo creó. El amor humano en el plan divino (Cristiandad: Madrid 2000, cat. 104:8).

[12] A. Thomasset – J.M. Garrigues, Une morale souple, mais non sans boussole. Répondre aux doutes des quatre cardinaux à propos d’Amoris Laetitia (Cerf: Paris 2017).

[13] Cf. S. Pinckaers, Ce qu’on ne peut jamais faire. La question des actes intrinsequement mauvais (Cerf: Paris 1986).

[14] Cf. J.A. Arraztoa – L. Chiva – J. Granados, Reconocimiento Natural de la Fertilidad. Antropología, afectividad y salud centradas en la persona (EUNSA, Pamplona 2023).

[15] J.G. Fichte, “Über den Grund unseres Glaubens an eine göttliche Weltregierung”, en Werke (ed. I.H. Fichte, de Gruyter, Berlin 1971) vol. V 177-189.

[16] Cf. J.L. Martínez, “Discernimiento y moral en el Magisterio del Papa Francisco”, Medellín 43 (2017) 375-408.

[17] G. Meiattini. Amoris laetitia?: I sacramenti ridotti a morale (La Fontana di Siloé: Torino 2018).

[18] Cf. al respecto P. Ricoeur, “Se reconnaître soi-même” Parcours de la reconnaissance (Stock: Paris, 2004) 157-163.

[19] Cf. Granados – De Freitas, Azione sacramentale e agire familiare: quale sinergia? (Cantagalli: Siena 2021).

[20] Cf. P. Claudel, Le soulier de satin, op.cit., 41-42.

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José Granados

José Granados es teólogo dogmático y cofundador del Veritas Amoris Project. Entre 2010 y 2020 fue profesor ordinario de Teología Dogmática del Matrimonio y la Familia en el Pontificio Instituto Juan Pablo II de Estudios sobre el Matrimonio y la Familia de Roma, del que fue vicedirector. Entre 2004 y 2009, fue profesor de teología en la sección de Washington DC del mismo Instituto Juan Pablo II. Es autor de numerosas publicaciones, entre ellas “Una sola carne, en un solo Espíritu. Teología del matrimonio” Ediciones Palabra 2014 y “Tratado general de los sacramentos”, BAC 2017.

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El Veritas Amoris Project se centra en la verdad del amor como clave para comprender el misterio de Dios, de la persona humana y del mundo, proponiéndola como perspectiva que proporciona un enfoque pastoral integral y fecundo.

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