La teología de San Juan Pablo II y de Benedicto XVI acerca del amor de Dios y del hombre abrieron un camino espacioso de luz y riqueza de enorme recorrido. La relación entre verdad y amor que alumbra una teología del amor, siempre desde la mediación de la experiencia del cuerpo, ilumina de modo único la integridad de la experiencia moral de la persona[1].
Todos los hombres perciben el impulso interior de amar de manera auténtica; amor y verdad nunca los abandonan completamente, porque son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la mente de cada ser humano
CiV, 1
Ante todo, cualquier experiencia de bien remite a un sentido intencional de la acción por la que procuro alcanzar tal bien (intención). Igualmente, esa experiencia incluye también de modo intrínseco un contenido objetivo de bondad que otorga la acción (elección como fin próximo). Pero ambas, acción y bien, la verdad de la acción y la verdad del bien, tienen un sentido personal como objeto primero de la propia conveniencia (fin de la persona). La verdad del amor se constituye primero como verdad de la persona, y solo desde ahí ilumina la verdad del bien práctico.
Para acceder a este sentido integral personal de la moral hay que asumir la centralidad existencial de la experiencia del amor personal, tanto en el nivel del amor humano, desarrollado en modo tan excelente en San Juan Pablo II, que se presenta en su misma vivencia como umbral del misterio de Dios, como en el nivel de amor teologal, a partir de las encíclicas sobre las virtudes teologales de Benedicto XVI, que alumbran, desde su finalización plena teologal, el sentido último del amor erótico y, a la vez, agápico-humano, y que implica una primera analogía del amor que debe iluminar el sentido mismo de verdad en su significado personal.
Una teología moral del amor que se manifiesta en las formas propias del lenguaje del cuerpo permite alcanzar entonces, en una reflexión sobre los mismos encuentros personales sobre los que se basa, el sentido final personal y unitario que tiene que tener toda moral. Se deja ver entonces que todavía no se ha logrado la integridad teorética perfecta en la forma de presentar la moral, que aún sigue oscilando en sus modelos entre objetivismo y subjetivismo, sin lograr una unidad personal clara y definitiva. Es la figura propia de la neoescolástica radicada en la dialéctica entre ley y conciencia, que pierde la originalidad del conocimiento práctico[2].
En ese sentido, la teología del amor humano de San Juan Pablo II y la centralidad de la teología del amor divino de Benedicto XVI, culminando en la centralidad del amor misericordioso de Dios que ofrece un camino de crecimiento al hombre, como ha reiterado la enseñanza del Papa Francisco, suponen la confirmación de la propuesta de la moral centrada en el amor personal y en la confluencia del amor divino y humano, en la unidad necesaria y perfecta entre eros y agape, capaz de despertar en cada uno una exigencia ética de verdad.
La verdad del amor
El concepto de verdad del amor remite a lo que en mí es originario. La verdad de las relaciones interpersonales vividas revela, en primer lugar, el origen y verdad de mi libertad y, desde ahí, de la acción con que ella responde, que incluye la inclinación al bien con su verdad específica. En efecto, “la verdad que buscamos nos ilumina cuando el amor nos toca” (LF 27). Esto me lleva a entender que mi acción es la respuesta libre al don personal de la relación personal, sea filial, amistosa (esponsal) o fraternal. La motivación primaria de la voluntad por el bien no es, por tanto, la primera fuente de mi acción, porque antes de la determinación de cualquier bien concreto, preexiste en mí una verdad primordial que habla en modo radical de mi ser creado, de mi ser recibido y acogido en el mundo. El origen de mi identidad personal, allí donde el hombre se advierte con conciencia de su misma presencia, como ser acogido, comprendido y amado, me habla de una relación existencial fundamental, que es la relación filial. Antes de recibir cualquier atracción de un bien que da lugar al proceso de la racionalidad práctica y a la dinámica apetitiva, la voluntad se ha configurado originariamente como persona querida/elegida por Dios, constituyéndola como una “conciencia despertada”, llamada a la existencia por una razón de gratuidad que se puede comprender, sollo y exclusivamente a partir del encuentro con Cristo, como conciencia filial.
Toda la verdad que se refiere a mi acción y mi conciencia tiene, finalmente, una raíz metafísica, significada en mi propia estructura creatural: el anhelo interior de verdad y de bien, el impulso nativo e interior a la verdad y al amor del propio ser creatural, cuyo signo es también la luz de la ley natural (de la razón natural) impresa en su interior, “reflejo en el hombre del esplendor del rostro de Dios” (VS 42). La verdad del amor, en sus distintos niveles, me lleva a advertir mi origen creatural y filial[3].
La verdad del amor de Cristo
La experiencia radical del amor como origen de mi persona es, además, y desde el primer momento, teologal. Teologal, en primer lugar, porque la verdad de mi origen como querido y recibido por mí mismo por mis padres me lleva a la raíz trascendente-religiosa de mi existencia.
Esta experiencia refleja del niño con su madre constituye también un camino de acceso a la realidad de Dios. Del tú humano se abre un sendero hacia el tú divino, por eso, en este sentido, la relación con quienes nos han generado es como la huella del Origen. El inicio de nuestra vida alude y remite al Origen, con el misterio del Principio[4].
Pero en un segundo momento, y de modo definitivo, teologal se refiere a la plenitud de la revelación por el misterio de la Encarnación de Cristo, donde el misterio del hombre llega a ser descifrable[5]. «Nada extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona» (GS 22). La revelación de la verdad del amor, por tanto, alcanza su plenitud en la Revelación de Cristo y de su amor, tocando la “veta profunda” cristocéntrica de toda la doctrina de San Juan Pablo II, que se inserta en la línea del cristocentrismo moral que está en la base de la última renovación moral: «En la historia, que alcanza su culmen en la intersección de lo eterno con el tiempo, acaecida en el seno de la Virgen (…) la experiencia elemental del hombre llega a ser descifrable»[6].
En Cristo, la verdad de mi persona se determina de un modo nuevo por el encuentro gratuito con Él, y la verdad de mi amor adquiere una configuración radical nueva, que sustancia un nuevo sujeto, el sujeto cristiano: «En Cristo, la caridad en la verdad se convierte en el Rostro de su Persona, en una vocación a amar a nuestros hermanos en la verdad de su proyecto. En efecto, Él mismo es la Verdad (cfr. Jn 14,6)» (CiV, 1).
Este fue también el gran descubrimiento de Santo Tomás, que le hizo transformar el concepto de virtud aristotélico como motor de la acción en un concepto ahora teologal, como nueva configuración del sujeto en el nivel primario del don de la gracia y que llevaba la excelencia de la acción al plano teologal. La Revelación del amor de Dios en Cristo da la primacía al sentido cristológico de la acción, en la figura del seguimiento y la identificación con Cristo por la amistad. La centralidad del evento de Cristo y la importancia del encuentro espiritual con Él es un dato clave para la revelación de la verdad del amor en Cristo y, por tanto, de nuestra vocación a una plenitud de verdad que alcanzaremos en la fe y en la unión con Cristo[7].
La verdad del afecto y la verdad moral
La verdad originaria del amor es el fundamento de esa vocación al amor que mueve a las personas. Este primer sentido radical del concepto de vocación al amor ha sido estudiado con profundidad[8].
En un segundo momento, el proceso del conocimiento moral, que por la connaturalidad afectiva con el objeto amado da paso a un tipo específico de conocimiento amoroso, se desarrolla ahora en dinámica afectiva e intencional. La verdad del amor es también una verdad afectiva dinámica-operativa. La verdad del amor (del afecto) se hace entonces verdad práctica, el tipo propio de verdad de la acción moral que requiere la rectificación del apetito en el fin del amor. Es la conocida definición de verdad práctica que desarrolla Santo Tomás: «Verum autem intellectus practici accipitur per conformitatem ad appetitum rectum»[9], donde la verdad de los afectos y de los deseos se convierte en la verdad de la acción considerada en su integridad, desde la plenitud del fin de comunión que informa a las virtudes. El afecto adquiere la forma del deseo recto[10].
La verdad de la acción y de la elección es, sin embargo, una verdad frágil y dramática, enredada con el conflicto y posibilidad del pecado. Por este motivo, el discernimiento de las acciones concretas (del caso concreto) acaba centrándose muchas veces en la exclusiva situación subjetiva frente a la presión de la llamada de la emoción a actuar, que se produce además en un contexto circunstancial complejo. Es en medio de la precaria peculiaridad de la situación compleja donde hay que intentar descubrir la voz de Dios como última referencia personal y el reconocimiento de su voluntad como providencia de su amor con nosotros. Esta hablará por medio de la verdad objetiva del amor, que hace verdadero al sujeto.
De aquí que en algunas propuestas morales se ha acabado atendiendo de modo principal, quizás por falta de confianza en la integridad de la acción radicada en el contexto de la fe formada y de la gracia, a la precariedad de la implicación personal en el acto, a la evaluación de la imputabilidad de la libertad y de la responsabilidad personal en la elección conflictiva, y, en fin, al ámbito de alcance, y por tanto de excepcionalidad, de la norma que puede describir esa situación. Lo que se ha perdido aquí es la fuerza y la verdad objetiva de la experiencia moral, con toda la novedad de su presencia vital, de su potencia moral y de la iluminación intelectiva de su bondad original. O de otro modo, los elementos esenciales de la dinámica del amor en acción.
No obstante esto, debemos afirmar que, incluso en una situación de complicación objetiva, se puede seguir advirtiendo la intacta “soberanía del bien”, que también esta vez se revela como soberanía de Dios[11], y que reenciende e ilumina nuevamente en la experiencia de la misericordia y del perdón, el deseo de perfección y felicidad personal. En ese deseo último se puede seguir descubriendo la providencia divina que se entrega en la fuerza de la gracia, esta vez en forma de perdón y restauración de la Alianza y de la relación de amor entre Dios y el hombre.
Vocación en Cristo
Hemos podido analizar sintéticamente los diversos momentos de la manifestación de la verdad del amor y de sus niveles, correspondientes a las dimensiones del conocimiento moral. Hemos visto cómo la verdad originaria y su aspiración trascendente se hacía consciente como presencia afectiva de diversos tipos en el sujeto (identidad filial, relaciones interpersonales, amistad en Cristo) y así se desarrollaba como dinámica hacia el futuro para cumplir su plenitud prefigurada. En efecto, la verdad del amor no se queda en la conciencia del origen de este amor, sino que adquiere la forma de una promesa de cumplimiento, de una vocación a la plenitud de esa experiencia. En este sentido, la lógica y la hermenéutica del don, sea como don de amor humano, sea como don de amor divino, sitúa la respuesta de la acción humana como forma de respuesta a la vocación divina, ínsita en la vocación al amor humano y en la vocación originaria del amor. En el caso divino, la vocación del don divino es una vocación a la santidad y a la unión perfecta con Dios[12].
Cuando además, como hemos visto, la verdad del amor humano se redimensiona en la verdad del amor-afecto divino (entendido como gracia y como virtudes teologales e infusas que nos incorporan afectivamente a la plenitud de Cristo), se manifiesta una nueva altura y medida en la llamada interior que procede del don de Cristo y se prefigura en nosotros una nueva meta para nuestra vida[13]. Es el fin de la caridad en la comunión con Dios, la vocación última del hombre: «La vocación última del hombre es, efectivamente, una sola, aquella divina» (GS 22). Este debe ser nuestro punto de referencia concreto de pensamiento:
De lo que habla la ética cristiana no es de un hombre abstracto, sino del hombre real, del hombre que es cada uno de nosotros. Y el hombre que es cada uno de nosotros es el hombre llamado a ser en Cristo. Es el hombre tal como es en realidad, y no el hombre hipotético, el que tenemos necesidad de conocer; es el hombre tal y como es en el plano real de Dios, y no el hombre como habría podido ser en otro proyecto posible de Dios[14].
Probablemente por aquí podemos encontrar aquel objetivo de la propuesta de renovación de la moral de Optatam totius de poder ilustrar “la grandeza de la vocación de los fieles en Cristo, y su obligación de producir fruto en la caridad” (OT 16)[15], y uno de los objetos de este artículo.
La grandeza de la vocación en Cristo, en una primera mirada a las referencias a la vocación en GS, no se refiere sólo a la vocación a la comunión divina, que es la meta última de nuestra vida (así habla, en el conocido número 22, de la Revelación del “misterio del Padre y de su amor”, y de la última vocación divina (GS 19, 22, 29), sino que se refiere también a la vocación humana al amor y a la comunión fraterna (GS 25)[16], porque ambas las santificó con su vida y reunió a la humanidad en una nueva comunión fraterna con el don de su Espíritu. A esto se refiere GS 32: «Reveló el amor del Padre y la excelsa vocación del hombre evocando las relaciones más comunes de la vida social y sirviéndose del lenguaje y de las imágenes de la vida diaria corriente». El mismo número hace un elenco de esas acciones santificantes de Cristo, que redimensionan el alcance de las acciones humanas:
(Cristo) santificó los vínculos humanos, sobre todo los de la familia, fuente de la vida social (…) Pidió en su oración que todos sus discípulos fuesen uno. Más todavía, se ofreció hasta la muerte por todos, como Redentor de todos (…) Primogénito entre muchos hermanos, constituye, con el don de su Espíritu, una nueva comunidad fraterna entre todos los que con fe y caridad le reciben después de su muerte y resurrección, esto es, en su Cuerpo, que es la Iglesia.
GS 32
Finalmente, en GS 92 llega a la afirmación de que la comunión fraterna constituye la “sola e idéntica vocación humana y divina”, indicando el cumplimiento de la verdad de las experiencias humanas del amor como el contenido de la vocación a la que nos llama Dios.
Podemos decir, en fin, que, según cuanto ya se ha visto en las referencias a la “verdad del amor”, la llamada de Cristo puede entenderse como un elemento interno de la dinámica narrativa de la experiencia del amor humano, como elemento del proyecto creador de Dios en Cristo. Dios nos llama en la verdad de las experiencias del amor humano. La grandeza de la vocación en Cristo puede quizás ser comprendida como la grandeza a que nos puede llevar la verdad de nuestros amores humanos, porque Cristo ha elevado todas las posibilidades del amor humano a la meta divina de la comunión con Dios.
Del mismo modo, la obligación de “aportar frutos en la caridad” a la que se refiere el documento conciliar tampoco puede entenderse solo como una llamada exterior al compromiso social, sino que debe nacer de la verdad misma de nuestro ser cristiano, que es también la verdad de la respuesta al amor a Dios en todos nuestros hermanos, hasta lograr la medida y la meta del amor divino (parábola del Buen Samaritano, Lc 10, 25-37).
Así pues, Dios nos llama a la comunión con Él en la forma de la experiencia humana del amor. Además, en la forma perfecta del amor de Cristo al Padre y a nosotros, como Verdad del amor, podemos encontrar la plena comprensión de esta verdad y su vivo camino (Jn 14,6). Es el amor el que llama en la forma de su dinámica, como fuerza también intencional del nuevo principio vital de la gracia, vivida como unión afectiva amorosa con Cristo, y manifestada en la certeza de la fe que otorgan las formas estables de la vida cristiana: la oración, la vivencia sacramental y las diversas vías espirituales de la conformación y semejanza con Cristo, entre las que destaca la respuesta inherente del amor de caridad a Dios y al prójimo.
Conciencia de la vocación: vocación de la conciencia
Nuestra tesis en estudio quiere relacionar la perspectiva del amor humano con el modo de reconocer y realizar nuestra vocación en Cristo. Esta se puede entender, entonces, como un momento del desarrollo de la dinámica amorosa, con el sentido específico de la novedad propia que proporciona el encuentro con Cristo, al hacernos ahora sujetos cristianos. Podemos concentrarnos por un momento en el significado de esta nueva identidad existencial cristiana. Asociado ya a una nueva identidad, el que se ha encontrado con Cristo es una “criatura nueva” (2Cor 5, 15.17), constituido a partir de tal encuentro[17]. En este encuentro se hace manifiesto un cambio real, manifiestado también con el signo del cambio de los nombres personales en los relatos de vocación, con la asunción, pues, de un nuevo significado, que indica el futuro de la nueva aventura ministerial-apostólica (Gn 17, 1-8. 15; Jn 1, 42; Mt 16, 18; Mt 1, 21.23).
A la hora de determinar la forma de esta nueva condición, la teología lo ha explicado en términos de novedad ontológica. En primer lugar, funda esta novedad en la apertura religiosa de la vocación originaria al amor, que el moralista canadiense R. Tremblay llamará la “predisposición filial”, orientación del sujeto a reconocer la presencia posterior del amor divino en Cristo. También H.U. von Balthasar dirá en su libro “Sólo el amor es digno de fe”: “El amor es reconocido en su realidad interna únicamente por el amor”[18]. Llama a esta cualificación del sujeto “presentimiento”, pero esta cualidad añade algo más a la idea previa de Tremblay, porque este presentimiento se sitúa en el momento de la comunicación de la gracia: esta preparación es una cualidad de la misma gracia que “necesariamente porta consigo las condiciones de su reconocimiento”; una forma de preparación del sujeto que lo sintoniza en el rango del objeto revelado y, como acaba reconociendo al final, «aquella condición que puede ser señalada por la tri-unidad fe-esperanza-caridad, que tiene que existir al menos de forma incoada en un primer y verdadero encuentro»[19], y que instituye, por fin, la luz del amor en el corazón del hombre como origen de la respuesta de la fe. Creo que esta verdad ontológica puede demostrar en algún modo el plano original de la “presencia”, nueva confirmación del momento originario afectivo del conocimiento moral, en la estructura de los niveles de la interpersonalidad, que nosotros asociamos a la unión afectiva del primer momento de la gracia[20]: «En el plan eterno de Dios (Ef 1, 10), la meta final coincide con la moción inicial de nuestra libertad (interior intimo meo) Rm 8, 15ss., 26ss.»[21]. Hay un cierto momento de connaturalidad con Dios, que pertenece, obviamente, a la gracia, pero que se insiere en nuestra intimidad en el nivel del amor humano.
Por este evento de la gracia, al hombre se le ha concedido encontrar un nuevo fin personal en la comunión con la Trinidad, a través de la donación del Hijo, y esta “marca” es de tal radicalidad, que constituye una vocación permanente en cuanto elección permanente de Dios. La nueva forma ontológica de la gracia recibida en el sacramento inaugura una nueva subjetividad filial y divina[22]: es la nueva disposición a la acción filial, esa capacidad de acceder y “sernos permitido”[23] (no obligados) a vivir y responder como hijos de Dios.
Para el desarrollo dinámico-teológico de esta nueva identidad filial, acojo favorablemente la última obra de G. Angelini sobre la conciencia, porque vincula perfectamente el desarrollo de la identidad singular del sujeto con la acción personal, en la forma del desarrollo vocacional de la experiencia del amor que nosotros hemos propuesto aquí: Así, ante todo, la conciencia es una “forma de sentir y de sentirse”[24], una forma de acceso al núcleo de las relaciones humanas. Eso lleva a considerar, in primis, la “precedente y originaria experiencia pasiva, la de ser esperada, por tanto y, en cierto modo, querida”[25]; de esta experiencia base nace la voluntad misma:
La capacidad del sujeto de querer no está garantizada por la razón, madura, por el contrario, sobre el fondo de las experiencias pasivas, del ser afectados, deseados y en este sentido amados[26].
La originaria experiencia afectiva sanciona entonces su verdad y se traduce como promesa y en la necesidad de decidir sobre sí mismo en relación con los demás. El desarrollo vocacional (y de la conciencia) se produce en la forma de crecimiento moral a través de las etapas de la vida y de la revelación de las experiencias existenciales fundamentales. Antes de la madurez, el sujeto ha de recorrer la experiencia de ser recibido en la unicidad de la elección de amor, de crecer en la promesa de ese amor, censurado por la crisis de la experimentación adolescente, hasta poder descubrir la necesidad de la dedicación personal, de la entrega, del don personal en la madurez, y del testimonio vital del fruto en la ancianidad[27].
Llegamos así a la fase existencial y moral de la entrega nupcial-esponsal (fruto de una maduración psicológica-moral adecuada en el noviazgo/formación ministerial), en la experiencia alumbrada por Cristo del teorema de la entrega de la vida para su rescate (Mt 16, 25). La madurez de la etapa esponsal deberá descubrir, en la vivencia de su amor y en todas sus decisiones, las exigencias de la experiencia amorosa de la fidelidad, de la estabilidad en el tiempo y en el espacio (habitación del hogar familiar), del lento aprendizaje de la entrega cotidiana y de sus virtudes.
La plenitud de la vocación en Cristo
“La caridad en la verdad, de la que Jesucristo se ha hecho testigo con su vida terrenal y, sobre todo, con su muerte y resurrección (…), se convierte, en el Rostro de su Persona, en una vocación a amar a nuestros hermanos en la verdad de su proyecto” (CiV 1). Volvemos a referirnos a esta novedad de la presencia afectiva de Cristo.
Cuando la verdad del amor se convierte en la verdad de la caridad, de la que Cristo nos permite participar, la luz de la razón que ilumina nuestras relaciones se dilata a la amplitud y alcance de la misma fe, y el alcance del amor se amplía a su medida universal, siempre desde la proximidad de nuestros encuentros particulares con nuestros prójimos. Es lo que nos aporta la revelación de la dimensión universal del amor en la parábola del Samaritano.
La verdad, entonces, del afecto, se amplia como promesa de plenitud hasta la altura de las virtudes teologales. Se establece una nueva visión de fe que motiva la acción en la esperanza y en la caridad. La penetración de la fe nos permite descubrir, como Cristo, que en todos los hombres, nuestros hermanos, comenzando por los más pobres, se puede reconocer al Hijo de Dios necesitado pobre. La caridad nos “obliga” interiormente, porque nos une íntimamente con cualquier persona necesitada, fuera de cualquier otra consideración de interés o solidaridad distributiva.
Así se ve, para alcanzar ya el término de nuestras consideraciones, que el alcance moral-espiritual de la nueva vida en Cristo debe desarrollarse a partir de las virtudes teologales, atendiendo a las formas prácticas en las que manifestar esta participación en Cristo de sus mismas virtudes. Por esta vía discurriría todo el desarrollo de la invitación a la amistad en Cristo, en la comunicación de los bienes propios en que consiste la amistad. La invitación y don de la amistad con Cristo es una de las perspectivas importantes de la trilogía de Benedicto XVI sobre Jesús de Nazaret, que, a partir del discurso de despedida (Jn 15, 12-15, verdadera biografía de la amistad) inaugura y da la bienvenida, como en un bautismo, a una nueva forma de ser sellada esta por la entrega de su vida por sus amigos. Se abre así una Cristología de la humanidad, una “no simple, pero sí humilde y sencilla cristología que abre un ancho horizonte de fe viva”[28]. Este horizonte permitirá llegar a la altura de la vocación en Cristo, y la reflexión moral será, como dice Veritatis splendor, la «reflexión científica sobre el Evangelio como don y mandamiento de vida nueva, sobre la vida según “la verdad en el amor” (Ef 4, 15), sobre la vida de santidad de la Iglesia, o sea, sobre la vida en la que resplandece la verdad del bien llevado hasta su perfección» (VS 110).
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Todas las experiencias morales poseen, en efecto, una razón de significado y sentido personal de la vida (verdad personal) y una adhesión personal e incorporación subjetiva a lo real que nos llama (amor personal). ↑
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Cfr. D. Granada, “Perspectiva moral y comprensión unitaria de la acción. Claves para un discernimiento moral”, en Scripta Theologica 52 (2020) 701-728. ↑
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Cfr. J.J. Pérez Soba, “La verdad del amor: una luz para caminar”, en Id., La Gloria del Dios y el camino del hombre. Jalones para la renovación de la moral, Madrid: Edicep, 97-160. El autor denuncia que la complejidad de la cuestión del amor y de sus niveles ha llevado a no atender suficientemente a la racionalidad del amor, sin hacer justicia a la profundidad de la Revelación de Cristo sobre él (cfr. Ibid., 97). ↑
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J. de D. Larrú, “La vocación al amor y la misión de la familia”, Congreso Fátima: “El camino de la vocación al amor”, Fátima (Portugal), octubre 2014, 1-18. ↑
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Cfr. A. Scola, La experiencia humana elemental. La veta profunda del magisterio de Juan Pablo II, Madrid: Ediciones Encuentro, 2005, 30: «En la historia, que alcanza su culmen en la intersección de lo eterno con el tiempo, acaecida en el seno de la Virgen (…) la experiencia elemental del hombre llega a ser descifrable». Igualmente, cfr. FR 80: «El misterio de la Encarnación será siempre el punto de referencia para comprender el enigma de la existencia humana, del mundo creado y de Dios mismo»; o Tertio Millenio Adveniente, 9. ↑
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Cfr. Scola, “La experiencia…”, o.c.; los estudios sobre cristocentrismo de L. Melina; el famoso Manual de: C. Caffarra, Vida en Cristo, Pamplona: Eunsa, 1999, 52: «Todo hombre es creado con miras a participar de la Vida divina en el Hijo hecho hombre. Éste, el Verbo hecho hombre, es lo primero querido y pensado por el Padre, creador del cielo y de la tierra; Él está en el centro de todo el proyecto creador. El hombre es querido y pensado con miras a su inserción en Cristo: a su elevación y a su llamada a convertirse en hijo en el Hijo, mediante el don del Espíritu Santo»; M. Doldi, “Il concilio Vaticano II e la riflessione morale contemporanea”, en R. Tremblay-Zamboni, Figli nel Figlio, Bologna: EDB, 2018, 94: «Alla luce di queste affermazioni (sul Cristo come Redentore) si comprende anche chi sia l’uomo, che, mediante l’Encarnazione, è stato raggiunto da Cristo in un modo così profondo da essere costantemente orientato verso di Lui (…) per diventare, se lo accoglie, figlio del Padre». ↑
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El pensamiento y magisterio de Juan Pablo II han destacado esta centralidad de Jesucristo desde el inicio de su ministerio: son centrales, por supuesto, sus sintéticas afirmaciones de: RH 7-11: «Él, Hijo de Dios vivo, habla a los hombres también como Hombre: es su misma vida la que habla, (…), su amor que abarca a todos» (RH 7); «Cristo, Redentor del mundo, es Aquel que ha penetrado, de modo único e irrepetible, en el misterio del hombre y ha entrado en su «corazón»» (RH 8) (citando la famosa GS 22 a que nos referiremos); «en el Hijo Primogénito han sido predestinados desde la eternidad a ser hijos de Dios y, llamados a la gracia, son también llamados al amor» (RH 9); «tal revelación del amor y de la misericordia tiene en la historia del hombre una forma y un nombre: se llama Jesucristo» (Ibid.); (el hombre) debe, por decirlo así, entrar en Él con todo su ser, debe «apropiarse» y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo» (RH 10). ↑
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Cfr. J.J. Pérez-Soba, “Vocazione all’amore e teologia del corpo”, en Congresso Internazionale “Verso Cristo”. A 30 anni da Redemptor Hominis. Attualità di una via all’uomo. Pontificio Istituto Giovanni Paolo II e Knights of Columbus, Roma 16-17 ottobre 2009, 1-12. ↑
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STh I-II, q. 57, a. 5, ad 3; que se puede completar con la definición de “verdad de la vida” de STh, II-II, q. 109, a. 3, ad 3: «Veritas vitae est secundum quam aliquis recte vivit in seipso» (en Ibid., arg 3 se había dicho que esta verdad “continet in se onmem virtutem”); o STh I, q. 17, a. 1, co.: «Operatio virtuosa veritas vitae nominatur». ↑
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Para esta cuestión, cfr. L. Melina, Discernir caso por caso, ¿una clave para la moral conyugal?, Burgos: Didaskalos, 2019. ↑
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Aludo aquí a la obra de I. Murdoch, The sovereignity of good; para otorgarle de nuevo la primacía a la soberanía de Dios y de la gracia: the sovereignity of God, contra la que postulaba la autora una primacía de un fin último no religioso. ↑
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Para entender la vocación matrimonial como vocación a la santidad, cfr. J.J. Pérez Soba, “Vocación al matrimonio”, en Revista Española de Teología 72/1 (2012) 7-28. ↑
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H.U. Von Balthasar, “Nueve puntos sobre la ética cristiana”, en J. Ratzinger – H.U. Von Balthasar – H. Schürman, Principios de moral cristiana, Valencia: Edicep, 2002, 73-98: «La “gran recompensa en el cielo” (Lc 6, 23) no puede ser otra cosa que el amor mismo; la meta final, en el plan eterno de Dios, coincide con la misma aspiración de nuestra libertad (interior intimo meo, cfr. Rm 8, 15ss, 26ss.)» (p. 77). ↑
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Caffarra, Vida en Cristo…, o.c., 54. ↑
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Y sus referencias textuales a GS 22 y 24 (y a las veces en que S. Juan Pablo II se apoya en ella como cita crucial en su magisterio). Al respecto, cfr. T. Cid, Persona, amor y vocación, Valencia: Edicep, 2009, 101-105. ↑
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Cfr. GS 25: «La vida social engrandece al hombre en todas sus cualidades y le capacita para responder a su vocación a través de las relaciones con los otros, la reciprocidad de los servicios y el diálogo con los hermanos». ↑
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Von Balthasar presenta a Abrahám como el paradigma de la vocación y de su constitución moral, cfr. Von Balthasar, “Nueve puntos…”, o.c., 84: «El sujeto moral (Abraham) es constituido por la llamada de Dios y por la obediencia a esta llamada (Hb 11, 8) (…) Toda ética bíblica se fundamenta en la llamada del Dios personal y en la respuesta creyente del hombre a él». Una de sus características es el que se “aísla al sujeto para el encuentro (Abrahám tiene que abandonar su tribu y su tierra)” (Ibid., 85). ↑
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Cfr. H.U. Von Balthasar, Sólo el amor es digno de fe, Salamanca: Ediciones Sígueme, 2011, 77. ↑
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Ibid. ↑
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Cfr. J.J. Pérez-Soba, “Presencia, encuentro, comunión”, en L. Melina – J. Noriega – J.J. Pérez Soba, La plenitud del obrar cristiano: Dinámica de la acción y perspectiva de la moral, Madrid: Palabra, 2001, 345-378. ↑
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Cfr. Von Balthasar, “Nueve puntos…”, o.c., 77. ↑
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También ve la vocación como esta “elección personal de Dios”: cfr. Cid, Persona, amor y vocación…, o.c.. ↑
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Von Balthasar ve esta nueva posibilidad del ser como un “serme permitido”: Von Balthasar, “Nueve puntos…”, o.c., 81: «Esta “forma” [de Cruz](…) se hace presente en cada relación y en cada situación. “Todo me está permitido” (1 Co 6, 12, cfr. Rm 14-15), si tengo en cuenta que mi libertad procede de mi pertenencia a Cristo». ↑
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Cfr. G. Angelini, La coscienza morale. Dalla voce alla parola, Milano: Glossa, 2019, 162: «La precedente e originaria esperienza passiva, dell’essere dunque attessa e in qualche modo voluta da altri». Las traducciones son nuestras. ↑
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Ibid., 164. ↑
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Ibid., 166: «La capacità del soggetto di volere non è garantita dalla ragione, matura invece sullo sfondo delle esperienza passive, dell’essere affetti, desiderati e addirittura amati». ↑
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Ibid., 180-283. ↑
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Th. Söding, “Invitation to Friendship. ‘Jesus of Nazareth’ by Joseph Ratzinger”, en B. Estrada – E. Manicardi – A. Puig, The Gospels History and Christology. The Search of Joseph Ratzinger-Benedict XVI, Roma: Libreria Editrice Vaticana, 2013, 299-327 (la cita, en p. 303, traducción nuestra). A esta Cristología le llama también durante el artículo una cristología de la amistad, una cristología viva, una cristología de los Evangelios. ↑
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