“Apoyado en la esperanza, creyó contra toda esperanza” (Rm 4, 18). Relación entre la esperanza-afecto y la esperanza-virtud

Raúl Sacristán López

Allegory of Hope by Giuseppe Bartolomeo Chiari (1654-1727) – Public domain, via Wikimedia Commons

La expresión paulina “apoyado en la esperanza, creyó contra toda esperanza” (Rm 4, 18) contrapone dos tipos de esperanza, una en singular y otra en plural. La promesa de la paternidad hecha por Dios a Abrahán se constituye en fuente o pilar de la esperanza en singular. A ella se oponen las esperanzas que el cuerpo envejecido del santo patriarca y de su esposa les ofrecían para poder llegar a ser padres. Esta contraposición nos permite distinguir una esperanza fundada en Dios frente a las esperanzas humanas. A esta diferencia entre formas de la esperanza se dedica nuestra reflexión.

La primera forma, en singular, la esperanza según la promesa divina, es imagen de la esperanza-virtud, en cuanto don divino que perfecciona al hombre, que le ayuda a dirigirse al fin buscado. En cambio, la segunda referencia, las esperanzas humanas, son imagen de la esperanza-afecto, que tienen su fundamento en el propio hombre. Vamos a comenzar nuestra reflexión sobre la esperanza bajo la forma del afecto, para pasar después a la forma de la virtud. Tras una presentación inicial, nos centraremos primero en lo que Sto. Tomás, J. Pieper y J. Ratzinger han dicho al respecto. En un segundo momento nos fijaremos en el tratamiento que desde la poesía de Péguy, o los textos de S. Juan de la Cruz y Sta. Teresa Benedicta de la Cruz podemos entresacar sobre nuestro tema.

I. ESPERANZA Y ESPERANZAS

¿Qué significa que la esperanza sea un afecto?

La primera dificultad que tenemos para tratar la esperanza es una cuestión terminológica, referida no tanto a la palabra “esperanza”, sino al concepto que con ella aludimos. La esperanza-afecto, según la tradición clásica, es un movimiento propio de lo que llamaban apetito irascible. El apetito, como su nombre bien dice, se refiere a aquello que nos apetece, que nos atrae.

La apetitiva es una función del alma, se trata de una función doble, según su objeto sea sencillo de conseguir, apetito concupiscible, o difícil, arduo, y hablamos entonces de apetito irascible.

En la actualidad no se habla ya de las facultades o potencias del alma, como hacían los antiguos. No obstante, la psicología sigue refiriéndose a estas realidades, aunque lo hace con denominación distinta, y así se habla de procesos o funciones psicológicas, entre las que se nombra la motivación y la emoción. Si bien no coinciden exactamente, existe una relación que es necesario no perder de vista, pues hay un aspecto terminológico importante, que varía según los tiempos y las escuelas, aunque no por eso cambia la realidad referida. Lo propio de la facultad apetitiva, o de los procesos motivacionales y emocionales es la capacidad de poner en movimiento a la persona, ya sea por algo que nos atraiga o por otra cosa que nos repela.

Sentimos atracción hacia lo que consideramos bueno y repulsión hacia lo que consideramos malo. Apetecemos lo bueno, y nadie apetece un mal. No se puede apetecer lo malo, siempre se apetecería bajo apariencia de un bien. Pero, ¿qué es un bien? Nos encontramos con otro problema acentuado en nuestro tiempo, respecto de tiempos antiguos: definir el bien. Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, lo define como “aquello hacia lo que todas las cosas tienden”[1]. El bien es lo que nos atrae. Y, sigue el Estagirita, nos atrae porque nos perfecciona, nos ayuda a conseguir aquel fin que nos es propio. De nuevo, hablar de finalidad hoy día resulta para muchos, cuando menos, desagradable, puesto que parece que hoy queremos ignorar que tenemos un fin, tanto en el sentido de plenitud como en el sentido de límite. O, en todo caso, pretendemos ser nosotros mismos quienes definamos este fin a nuestro gusto (como ocurre con la investigación sobre la vida inmortal, es decir, sin fin, o con la eutanasia, es decir, el fin cuando cada uno quiera). La esperanza, en cambio, apunta a un fin que no está propiamente en nuestra mano, como veremos.

Así pues, al hablar de esperanza como afecto nos referimos a un movimiento espontáneo de nuestra dimensión apetitiva. Pero, ¿en qué consiste exactamente este movimiento? Es necesario considerar que no se trata de un movimiento local. Es fácil entender esto: vemos un trozo de chocolate, y nos atrae, pero no necesariamente nos movemos, nos moveremos si queremos comérnoslo. Pero la primera reacción de atracción no implica ya el movimiento corporal. El movimiento que corresponde al afecto es un movimiento de cambio interior, de transformación interior. Consiste en que, ante lo que nos atrae, de pronto, somos otro, pues nos vemos configurados por la relación con eso que nos atrae, sea el chocolate u otra cosa. Eso que está ante nosotros nos afecta, nos hace ser de otra manera. Se entiende mucho mejor con el caso del amor: al amar a alguien cambiamos interiormente, nos hacemos uno con esta persona. Esto es fundamental para entender la diferencia entre afecto y virtud: el afecto provoca un cambio interior, pero aún no es estable, pues podemos, o no, seguir esa atracción. Ahora bien, ¿qué tipo de apetición, de atracción, es la esperanza?

La distinción entre el bien presente y el bien arduo

La esperanza solo puede ser de algo que no está presente. Nadie espera lo que ha llegado ya. Esta distinción entre lo presente y lo futuro tiene su traducción en el ámbito del corazón, del afecto. La tradición, desde antes de Aristóteles, había reconocido en el hombre esta doble dimensión y la había plasmado en dos formas de apetecer o rechazar las cosas: el apetito concupiscible y el apetito irascible.

A la relación con lo presente se refería con el término concupiscible. Para nosotros, en la tradición cristiana, la concupiscencia tiene el matiz de ser la huella del pecado original en el corazón del hombre, tal y como la definió el concilio de Trento y la recoge el Catecismo, que desordena las facultades morales del hombre y, sin ser una falta en sí misma, le inclina a cometer pecados (CCE 2515). En cambio, en la antropología clásica, el apetito concupiscible se refiere simplemente a la relación con el bien o el mal cuando están presentes. No tiene una significación moral. Dado que hemos dicho que la esperanza es de lo que no está presente, la esperanza como afecto no tiene que ver con el concupiscible.

Junto al apetito concupiscible, la tradición descubre el irascible, que es aquella forma del apetito cuando el bien o el mal no están presentes, sino que se acercan o se alejan. Esta forma de no presencia hace que la situación se torne difícil, ardua. Esta dificultad es la que requiere de nosotros un esfuerzo particular, de ahí la ira, el movimiento que da nombre al irascible, para luchar por un bien o defendernos de un mal. Es en este ámbito de lo arduo donde hallamos el lugar de la esperanza.

La esperanza, al referirse al bien que no está presente, pertenece a esta dimensión del apetito. Es decir, la esperanza-afecto es un movimiento del apetito irascible, pues se refiere a algo no presente. Luego, la esperanza siempre nos abre hacia un futuro, supone un camino, arduo, eso sí, pero que lo podemos recorrer.

Una vez visto el planteamiento general de la tradición occidental sobre la esperanza como afecto, veamos cómo la explica Sto. Tomás de Aquino y cómo la relación con la virtud.

La esperanza-afecto según santo Tomás de Aquino (STh I-II, q. 40)

Las pasiones, para la tradición, y para Tomás, son, como hemos dicho, movimientos de la facultad apetitiva. La facultad apetitiva puede apetecer lo placentero (apetito sensitivo) o lo verdadero (apetito racional). Existe una superioridad del bien verdadero sobre el bien placentero, acorde con la capacidad de conocer y amar el bien, que converge en la voluntad humana como facultad que quiere el bien verdadero, y de este modo ordena la acción humana hacia él.

Es importante no olvidar que todo lo que vamos a comentar a continuación se refiere a movimientos internos espontáneos, que no tienen porqué ser continuados por nosotros.

Tomás distingue entre la esperanza y el deseo (q. 40, a. 1), en razón de la presencia del bien. A menudo no nos paramos a distinguir tanto entre esperanza y deseo. Un ejemplo simple: quiero comer chocolate, sé que lo hay en la cocina porque lo acabo de dejar ahí, luego es un deseo, puedo cogerlo y comerlo. En cambio, si resulta que dejé el chocolate hace unos días ahí, quizá alguno de casa se lo haya comido, ignoro si queda chocolate, luego tengo la esperanza de comerlo. Luego, como ya hemos indicado, la esperanza se refiere al bien arduo, es decir no presente, y en esto se distingue del dese, que lo es del bien presente.

Igualmente, santo Tomás insiste en que, por tener como objeto el bien arduo, la esperanza no reside en la facultad cognitiva, sino en la apetitiva (a. 2). Es decir, la esperanza no es un pensamiento, sino la experiencia de una atracción. Esta distinción entre lo afectivo y lo cognitivo es esencial hoy día para responder a las propuestas sobre el efecto de la psicología moderna[2].

En el caso de los animales (a. 3), existe una cierta esperanza, distinta de la humana, ya que no deriva de la previsión del futuro que puede hacer la razón, sino de la forma instintiva de la estimativa (que es el nombre que se daba en la tradición a la facultad paralela al conocimiento humano).

Lo contrario al movimiento de la esperanza, que se mueve hacia el bien arduo, es la desesperación, que se aparta del bien imposible (a. 4), es decir, es lo que ocurre al llegar a la cocina y ver solo el envoltorio vacío del chocolate.

La experiencia vivida es causa de la esperanza (a. 5). En este sentido, los que tienen más años, y más experiencias, pueden afinar su esperanza. En cambio, la juventud y la ebriedad son causa de esperanza (a. 6), pues ambos “por el calor de la naturaleza abundan en espíritus vitales y por eso se les ensancha el corazón (…). Los jóvenes, por su inexperiencia de los obstáculos y deficiencias, fácilmente consideren posible una cosa (…). Igualmente los ebrios (…) por la inadvertencia de los peligros y deficiencias abundan en esperanza. Y, por la misma razón, todos los necios y los que obran sin deliberación lo intentan todo y tienen mucha esperanza” (resp.). En todos estos casos, como se ve, falta la inclusión de la deliberación, frente a la esperanza de los experimentados. Luego, lo que hay que resaltar de aquí es que la esperanza como afecto no depende de la deliberación, pues los experimentados tienen esperanza, sino que la esperanza-afecto es una reacción de la apetitiva según la naturaleza humana (con o son deliberación). Recordemos lo que venimos remarcando: la esperanza como afecto es un movimiento interior espontáneo. Veremos mejor la diferencia al tratar la esperanza-virtud.

En penúltimo lugar (a. 7), Tomás señala que, si bien es cierto que esperamos lo que amamos, también hay que afirmar que cuando alguien es fuente de esperanza para nosotros, porque por su medio nos pueden llegar bienes, se convierte en objeto de nuestro amor, y de este modo, la esperanza sería causa del amor.

Por último, Tomás explica que lo propio de la esperanza es “ayudar a la operación, haciéndola más intensa” (a. 8), dado que nos presenta el bien arduo como posible, y en este sentido provoca una cierta delectación que ayuda a la acción. Sobre este aspecto de la intensificación de la actividad que provoca la esperanza volveremos más tarde, de la mano de san Buenaventura.

La esperanza-virtud según santo Tomás (STh I-II, qq. 17-22)

Frente a la esperanza-afecto, la esperanza es una virtud en cuanto perfecciona al hombre, al dirigirlo hacia el bien haciendo el bien. No obstante, lo que esperamos es un bien divino y lo esperamos con el auxilio divino, y no depende de nosotros, por lo que la esperanza es una virtud teologal (q. 17, a. 1). La diferencia con el afecto es que la virtud no es un mero movimiento espontáneo, sino que es una configuración estable de nuestro interior, que no solo afecta a nuestro apetito, sino que logra integrar todo nuestro ser, pues las virtudes funcionan de modo orgánico, es decir, crecen al unísono, van, por así decir, tirando unas de otras, de modo que una conlleva a las otras.

En el caso de las virtudes teologales, es fundamental entender que esta configuración interior no es algo que hagamos nosotros, sino que es un don que recibimos en el bautismo. Por el bautismo quedamos sellados con una forma novedosa, que nos hace gustar de Dios de un modo particular. Las virtudes teologales no se adquieren por la práctica, sino que se reciben primeramente como don, y luego han de ser cultivadas en la relación con Dios.

El objeto de la esperanza consiste en la bienaventuranza eterna (a. 2), es decir, en la comunión con Dios en la eternidad. Esta unión la podemos desear también para quienes amamos, aunque Tomás puntualiza que en cuanto amamos a los otros, esperar su bienaventuranza forma parte de nuestra misma esperanza de ella (a. 3). Los santos nos ayudan a conseguirla por su intercesión (a. 4).

En cuanto a la relación con las otras virtudes teologales, aunque tenga por objeto a Dios (a. 5), es distinta de la fe y la caridad (a. 6). La fe la precede, en cuanto que lo esperado es el contenido de la fe (a. 7), mientras que la caridad precede a la esperanza en cuanto forma amorosa, pero la sigue en cuanto es el fin esperado (a. 8).

Las siguientes cuestiones (qq. 18-21) versan sobre la voluntad como facultad que la esperanza perfecciona, y cómo es virtud propia del hombre en estado viator, no de los ya bienaventurados (q. 18). La cuestión 19 analiza el don de temo de Dios como el que está propiamente vinculado con la virtud de la esperanza, y las qq. 20 y 21 tratan la desesperación y la presunción como sendos vicios propios de la esperanza.

La esperanza en J. Pieper

La doctrina tradicional sobre la esperanza fue recogida por J. Pieper[3]. Pieper retoma la enseñanza tomista de la esperanza sobre todo como virtud, y no tanto como afecto. La refiere siempre a la bienaventuranza eterna del hombre, la sitúa como propia del homo viator, y la considera fuente de alegría en cuanto nos dirige al Bien Supremo. Dado que es una recopilación de la doctrina tomista, nos vamos a fijar solo en la referencia a la magnanimidad y la humildad.

Por la magnanimidad aspiramos a las cosas grandes. Esta aspiración a lo grande es reflejo de la apertura a Dios que existe en el hombre, de su natural anhelo de unión con Él. La magnanimidad supone tener el alma, el corazón, dirigido a aquello que nos engrandece: lo bello, lo bueno, lo verdadero. Pero, al mismo tiempo, la apertura a lo grande nos revela nuestra propia pequeñez, por esto, la esperanza está unida a la humildad.

La humildad es la reacción al conocer lo pequeños que somos ante aquel que es grande. El niño que es humilde ante su padre provoca que el corazón del padre se vuelque hacia la pequeñez del hijo, que lo tome en brazos y lo cuide. Y así, el niño, cuando en su pequeñez tiende los brazos hacia el padre esperando ser alzado, logra alcanzar la altura que le era imposible. Si no reconociera su pequeñez ante su padre, permanecería en su testaruda pequeñez. Humildad y esperanza se unen para que alcancemos la grandeza.

Frente a la magnanimidad encontramos la pusilanimidad. Se trata de un corazón encogido, desesperanzado, enflaquecido y debilitado. Un corazón sumido en su pequeñez y atemorizado. Esta pequeñez no es humilde, pues la verdadera humildad nace de una adecuada relación con la grandeza. El pusilánime no es humilde, aunque “vaya de humilde por la vida”. En el pusilánime encontramos resentimiento y dolor contenidos, que pueden llegar a estallar de modo desastroso.

Frente a la humildad encontramos la presunción. Si el humilde es quien se reconoce pequeño ante la grandeza y espera que el grande se acerque a él, el presuntuoso reconoce la grandeza del otro con envidia, y no solo no espera, sino que no quiere que el otro le alce, sino alzarse solo, y no al otro, sino más bien contra el otro. La presunción, por lo tanto, es una esperanza mundana, en cuanto no espera de Dios ni a Dios, sino de sí mismo y contra Dios. Por lo tanto, vemos que la presunción va íntimamente ligada a la soberbia.

II. ESPERANZA Y OPTIMISMO

Joseph Ratzinger ha tratado en varias ocasiones sobre la esperanza, pero lo ha hecho de modo particular en unos ejercicios espirituales que dio siendo prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe (1986) y luego ya como Benedicto XVI en la encíclica Spe Salvi (2007).

En los ejercicios espirituales, Ratzinger contrapone esperanza y optimismo. Mientras el optimismo aparece como una consideración humana de las cosas únicamente bajo su aspecto positivo, la esperanza mira la realidad desde la perspectiva de la eternidad. En este sentido, la esperanza es una mirada según la promesa divina, nunca según fuerzas humanas. No obstante, Ratzinger denuncia que en ocasiones los cristianos podemos pretender ser más optimistas que esperanzados.

A juicio de Ratzinger, el optimismo aparece como una especie de calmante, de anestesia, que nos hace mirar solo una parte de la realidad. Esta forma de compensación de lo negativo serviría también, precisamente, para continuar un proceso de desmontaje de la verdadera esperanza cristiana. Ratzinger presenta el optimismo como una ideología, que no tiene otra pretensión sino la de demostrar que el hombre es capaz, por sus propias fuerzas, de construir una sociedad justa y buena – nada más alejado de lo que nos ofrece la historia –, se trataría de una ideología contra Dios, una nueva religión, la religión liberal atea. Dice él:

El fenómeno del optimismo general hacía olvidar toda decadencia y toda destrucción; era suficiente para compensar todo lo negativo. (…) El optimismo público era una especie de tranquilizante para los fieles, con el fin de crear el clima adecuado para deshacer, posiblemente en paz, la misma Iglesia, y conquistar así el dominio sobre ella. (…) El optimismo sería finalmente la forma de librarse de la pretensión, ya amarga pretensión, del Dios vivo sobre nuestra vida. (…) Era posible que un optimismo similar fuera sencillamente una variante de la perenne fe liberal en el progreso. (…) La tarea del hombre creativo es por tanto la de crear el mundo justo que aún no existe. El optimismo es la virtud teológica de un Dios nuevo y de una nueva religión[4].

Tres aspectos que Ratzinger apunta sobre esta ideología del optimismo:

  1. El optimismo ideológico, sustituto de la esperanza cristiana, no debe ser confundido con un optimismo de temperamento y de disposición (que es una cualidad psicológica que puede ir unida a la esperanza cristiana: se está refiriendo a la diferencia entre afecto y virtud según la esperanza).
  2. El optimismo ideológico puede sostenerse en una base liberal o marxista, pues en verdad ambos son optimismos humanos.
  3. La finalidad del optimismo es la utopía del mundo, mientras que el fin de la esperanza cristiana es el Reino de Dios. A este respecto, recogemos también estas líneas suyas:

La finalidad de las ideologías es, en último término, el éxito, la realización de nuestros propios planes y deseos. (…) El producto esperado del optimismo lo debemos realizar nosotros (…) La promesa de la esperanza es un don que en cierto modo ya se nos ha dado y que esperamos. (…) En el primer caso no hay nada más que esperar en realidad; lo que esperamos debemos hacerlo nosotros mismos y no se nos da nada más allá de nuestro propio poder; en el segundo caso existe una esperanza real más allá de nuestras posibilidades, esperanza en el amor ilimitado, que al mismo tiempo es poder[5].

En el texto de aquellos ejercicios espirituales, Ratzinger incluye tres ejemplos bíblicos respecto a la esencia de la esperanza cristiana, que vuelve a retomar en la redacción de Spe Salvi

  1. El profeta Jeremías, condenado y encarcelado por su pesimismo frente al optimismo oficial se convierte en icono del dolor como lugar donde ejercitar la esperanza (Spe Salvi 35-40).
  2. El Apocalipsis de san Juan, que muestra cómo la mano de Dios impide al hombre el último acto de autodestrucción, nos muestra el juicio de Dios como motivo para la esperanza (Spe Salvi 41-48).
  3. Finalmente, en el Sermón de la montaña, las bienaventuranzas incluyen un aspecto presente y uno futuro, en el que partiendo de una situación dolorosa se nos abre un camino a la esperanza en un futuro bueno mediante la justicia de Dios. Este aspecto es una conjugación de los dos previos.

La referencia a las bienaventuranzas no aparece tal cual en la encíclica como lugar en el que ejercitar la esperanza, sino que será cambiado por la oración (Spe Salvi 32-34). Sin embargo, la referencia a la oración sí aparecía ya también en los ejercicios espirituales. Apoyándose en san Buenaventura y en Sto. Tomás, Ratzinger define la oración como instrumento de esperanza, pues en medio de la dificultad de la vida nos impulsa a dirigirnos hacia Dios. Incluimos a continuación dos bellas reflexiones al respecto:

Esperar es volar, dice Buenaventura: la esperanza exige de nosotros un esfuerzo radical; requiere de nosotros que todos nuestros miembros se conviertan en movimiento, para elevarnos sobre la fuerza de la gravedad de la tierra, para poder llegar a la verdadera altura de nuestro ser, a las promesas de Dios. El doctor franciscano desarrolla en ese momento una bellísima síntesis de la doctrina de los sentidos externos e internos. Quien espera – dice – debe “levantar la cabeza, girando hacia lo alto sus propios pensamientos, hacia la altura de nuestra existencia, es decir, hacia Dios. Debe alzar sus ojos para percibir todas las dimensiones de la realidad. Debe alzar su corazón disponiendo su sentimiento por el sumo amor y por todos sus reflejos en este mundo. Debe también mover sus manos en el trabajo”[6].

En la Summa Theologica Santo Tomás dice que la oración es interpretación de la esperanza (STh II-II, q. 17, a. 2). (…) El padrenuestro es escuela de esperanza, su iniciación concreta. (…) Quien reza espera en una bondad y en un poder que van más allá de sus propias posibilidades. (…) Todas nuestras esperanzas desembocan en la única esperanza: venga tu reino, hágase tu voluntad en el cielo como en la tierra. Que la tierra se haga como el cielo, que la misma tierra se convierta en cielo. En su voluntad está toda nuestra esperanza. Aprender a rezar es aprender a esperar y por lo tanto es aprender a vivir[7].

Así pues, vemos que Ratzinger nos ofrece una reflexión sobre la esperanza que parte del reconocimiento de la situación concreta que vivimos, sin maquillarla ni ignorarla, es decir, sin caer en un vano optimismo ideologizado o en un descarnado pesimismo. Quizá, la crítica del optimismo ideológico no se perciba tanto en este tiempo nuestro. Ratzinger escribía en un momento en el que pronto caería el muro de Berlín, y con él el comunismo europeo de desharía. Aquel optimismo mundano de finales del s. XX se ha desvanecido con el 11-S, la crisis económica del 2008 o la pandemia del Covid. Sin embargo, si nos fijamos, esta religión mundana sigue propagando sus mantras, sus jaculatorias: “Este virus lo vencemos unidos”, “De aquí saldremos más fuertes”, etc… No dejan de ser ejemplos de un pensamiento de espaldas a Dios.

Frente a estas perspectivas, la esperanza cristiana, tal y como Ratzinger nos recuerda, parte del momento actual, con todo realismo, con toda crudeza podríamos decir, y nos lanza hacia un futuro que no vendrá por la transformación que puedan operar los hombres, sino por lo que Dios haga. Tal y como hemos visto, el dolor, que aparece tipificado en las bienaventuranzas, se verá sanado por la intervención de Dios, fijada en el momento del Juicio Final. Entre estos dos momentos, la oración aparece como una fuerza divina que nos lanza hacia adelante, pero no de un modo ingenuo, sino confiados en una acción salvífica que ya está teniendo lugar. La oración ha sido el arma de los santos, y en particular de los mártires, para poder entregar su vida. Por eso, vamos a continuar nuestra reflexión aludiendo a ellos.

III. LA PRESENTACIÓN DE LA ESPERANZA SEGÚN CH. PÉGUY

Charles Péguy ha sido colocado entre los principales autores católicos franceses del siglo XX. De origen humilde, huérfano de padre, con gran capacidad intelectual e influido por ideas socialistas, en París, a principios de 1900 fue conocido por su activismo socio-político. Sin embargo, vivió un proceso de conversión que supuso una fuerte convulsión personal. Su obra se amplió así al ámbito religioso y místico. Murió en el frente, durante la Primera Guerra Mundial. La poesía que citamos pertenece a la obra El misterio del pórtico de la segunda virtud. En ella vemos los rasgos principales que hemos citado de la Tradición, especialmente la referencia a lo arduo y la relación con las otras dos virtudes:

Por el camino ascendente, arenoso y difícil. Por la senda ascendente. Arrastrada, colgada de los brazos de sus dos hermanas mayores, que la llevan de la mano, la pequeña esperanza avanza. Y en medio de sus dos hermanas mayores aparenta dejarse arrastrar. Como una niña que no tuviera fuerza para andar. Y a la que se arrastraría por esa senda a pesar suyo. Y en realidad es ella la que hace andar a las otras dos. Y las arrastra. Y hace andar a todo el mundo. Y lo arrastra. Porque sólo se trabaja por los niños[8].

Lo que hace resaltar Péguy en este texto es el momento en el que es la esperanza la que permite el avance del hombre hacia su meta, en aquellos momentos en los que por el carácter arduo del camino, la fe y la caridad parecen debilitarse.

Acaba el poema de Péguy diciendo que “solo se trabaja por los niños”. Y esto nos lleva a hacer una pequeña reflexión. Sin duda que se trabaja por los niños, especialmente por los hijos. Y que ellos, como dice Péguy, tiran de los adultos, sin duda que sí. Ahora bien, ¿qué esperamos para nuestros hijos?

Tras haber visto lo que dice santo Tomás, es evidente que lo que hemos de esperar para ellos es la vida eterna. Sin embargo, a menudo lo que esperamos es que hagan esto o aquello, que lleguen a tal o cual meta que nosotros vislumbramos, que se casen, tengan una familia, o incluso que tengan vocación religiosa. Así pues, vemos que es necesario ajustar la esperanza que tenemos sobre ellos, y sobre cualquier otra persona.

A menudo, escuchamos que cuando alguien toma una decisión, la gente la aprueba diciendo “Si así es feliz…” ¿A qué felicidad nos referimos? ¿Se puede llamar felicidad a una felicidad que es pasajera? Creo que si respondemos que sí es porque no tenemos esperanza, pues la esperanza es de la felicidad verdadera, eterna. Conseguir la felicidad verdadera supone dirigirnos a Cristo, como ya hemos visto. Y supone mantener esta dirección incluso cuando es dolorosa, como veremos ahora después. Aceptar como “felicidad” lo pasajero es tener solo esperanzas humanas, mundanas, vanas. Es aquello de C. S. Lewis: “la tristeza de ahora forma parte de la felicidad de entonces”. Pero, si es así, ¿qué clase de felicidad es esa que acaba en la tristeza? La tercera bienaventuranza dice justamente lo contrario: “Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados”, es decir, la tristeza de ahora forma parte de la futura felicidad en cuanto se halla en el camino hacia ella, pero no porque sea parte de la felicidad de luego. En la frase de Lewis parece que la felicidad y la tristeza son una especie de fifty-fifty, como dos mitades que deben coexistir, como el yin yel yang. Es una especie de maniqueísmo, de dualismo metafísico, muy extendido hoy día. Se trata de la imagen de los dos opuestos que se complementan. No es esto la esperanza cristiana. La esperanza, la felicidad, la beatitud de la que nos habla la fe no es una felicidad pasajera, ni una triste felicidad, es una felicidad plena, porque es la unión con Dios, en quien no hay ocaso, quien no tiene opuesto.

Visto esto, ¿qué esperamos para nuestros hijos? No podemos esperar otra cosa que no sea aquello que decimos en el padrenuestro: “hágase tu voluntad”. Tenemos que esperar para ellos que se cumpla en ellos lo que Dios quiere, que no es otra cosa que su salvación eterna (cf. 1Tim 2, 4-5). Todas las cosas que busquemos para nuestros hijos han de orientarse a que alcancen a Dios, a que conozcan mejor a Dios, a que se unan más y mejor al Él. El colegio, la universidad, los amigos, el trabajo, la familia, la vocación religiosa, sea lo que sea, hemos de ayudarles todo lo que podamos para que conozcan mejor a Dios y se unan más a Él. Y esto es lo mismo que hemos de buscar para nosotros. Lo cual supone que quizá es necesario hacer una revisión, tal vez algo profunda, tanto sobre ellos como sobre nosotros.

El nacimiento de Isaac fue motivo de esperanza para Abrahán, sin duda. Abrahán pudo haber dicho que Isaac era su esperanza. Sin duda que Abrahán, como dice la poesía de Péguy, trabajaría por su hijo Isaac. Parecería que Isaac le habría hecho rejuvenecer. A veces, sobre todo con los niños, como dice Péguy, experimentamos algo así.

Pero, si llegó a decirlo, hubo de corregir sus palabras, pues Isaac solo podía ser motivo de una esperanza con minúsculas. Ningún niño, fuera del Niño Divino, puede ser motivo de Esperanza con mayúsculas. El Señor nos advierte de esto por medio del profeta Jeremías: “Maldito el que confía en el hombre y busca su apoyo en la carne, y aparta su corazón del Señor” (Jr 17, 5).

Purificar el corazón, enseñarle a ir de las esperanzas pequeñas y pasajeras a la verdadera y gran Esperanza es tarea que el Señor mismo hace en nosotros cuando nos va retirando los apoyos que son efímeros. Así es como lo tuvo que vivir Abrahán en el momento en que Dios le llamó a ofrecerle en sacrificio a su amado Isaac (cf. Gn 22).

La esperanza en la era “digital”

Lo que ya no nos espera, sino que ya nos ha engullido es la era “digital”. Y aquí con digital no me refiero solo a los dígitos, sino también a los dedos. Nuestra era es digital, en cuanto a los dígitos, porque todo parece ser reducible a 0 y 1, tal y como propone el dataísmo[9]. Y es digital en cuanto a los dedos porque todo parece reducible a lo que hacemos con los dedos en las pantallas de nuestros smartphones[10]. Ahora bien, ambas perspectivas convergen en la idea de la desaparición del tiempo, en su volatilización[11].

En esta era digital que nos ha sobrevenido como un tsunami, ni la espera, ni la esperanza tienen cabida. No hay nada que esperar porque todo es inmediato en cuanto al tiempo, y no hay esperanza de nada porque todo está al descubierto, todo son datos conocidos y controlables, no hay lugar para la irrupción de nada.

Es por eso que nuestra sociedad se hace cada vez más necesitada de una verdadera esperanza, de un imprevisto, algo totalmente ajeno a nuestro modo de calcular, que se proyecta en la cosmovisión que tenemos. Y es que al fin y al cabo, pensar que toda la realidad es un conjunto de números no es más exacto que pensar que la realidad está dominada por los dioses del Olimpo, no dejan de ser teorías humanas.

Frente a estas teorías humanas, ciertamente, hemos conocido un imprevisto: Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, el Verbo Eterno. Su irrupción en la historia humana supone una alteración definitiva de la misma. Por eso se convierte en esperanza, porque no es el fruto de concatenaciones lógicas humanas, ni de cálculos cuánticos igualmente humanos. Jesucristo es un kayrós, una ocurrencia de gracia, y precisamente por eso traspasa el tiempo, y abre una brecha en la vida de los hombres hacia algo totalmente nuevo. De aquí la validez supratemporal de nuestra fe, pues Cristo es Señor de la Historia.

IV. LA ESPERANZA EN LOS MÍSTICOS

En una bella poesía de san Juan de la Cruz[12] encontramos resumidas las notas principales de la esperanza según la Tradición[13]. Veámoslo:

Tras de un amoroso lance
y no de esperanza falto
volé tan alto tan alto
que le di a la caza alcance.

Comienza el santo mostrando que es el amor el que nos pone en movimiento. Un amor que aparece en nosotros como una lanzada, que nos hiere, al mismo tiempo que nos impulsa, el “amoroso lance” se puede interpretar bajo estos dos mismos signos. La imagen del amado que hiere y se esconde es muy querida por san Juan, la repite en numerosas ocasiones, de hecho, así comienza el Cántico espiritual: “¿Adónde te escondiste, Amado?” Este movimiento de herir y esconderse va unido en la mística a la experiencia del fuego de la caridad con que Dios inflama el alma humana, al tiempo que se retira, acrecentando así el anhelo de Dios en el corazón humano. Es aquí donde aparece la esperanza, pues el Amado divino ha desaparecido. Por eso, el lance amoroso va unido a la esperanza.

El alto vuelo del amor hasta dar “a la caza alcance” nos permite recordar lo que hemos visto de la magnanimidad y la humildad en relación a la esperanza de la comunión plena, del alcance de la caza. Pero sigamos el vuelo de la poesía:

Para que yo alcance diese
a aqueste lance divino
tanto volar me convino
que de vista me perdiese
y con todo en este trance
en el vuelo quedé falto
mas el amor fue tan alto
que le di a la caza alcance.

Vemos aquí el dinamismo propio de la esperanza. Siguiendo aquello de san Buenaventura, dice san Juan que le convino volar mucho, “tanto volar me convino”. También la imagen del pajarillo que vuela hacia Dios es muy propia de san Juan, así como de sus discípulos, especialmente santa Teresita. En esta segunda estrofa vemos la sinergia entre el actuar humano y el divino, pues se conjugan el volar humano con el corazón inflamado de amor divino. Podemos bien decir que es el corazón inflamado, es decir, la caridad como virtud teologal, la que va a posibilitar el volar sanjuanista.

Cuanto más alto subía
deslumbróseme la vista
y la más fuerte conquista
en escuro se hacía
mas, por ser de amor el lance
di un ciego y oscuro salto
y fui tan alto tan alto
que le di a la caza alcance.

Nos encontramos en esta tercera estrofa con el papel de la fe en el dinamismo de la ascensión. La unión del hombre con Dios, que es el objeto de la esperanza no se realiza por un camino que pueda discurrir el hombre con su razón o sus fuerzas, de ahí la necesidad de la imagen del vuelo. El deseo de volar que se encuentra en el corazón de todo hombre va más allá de lo que hacen los pájaros. Va más allá de lo que hoy ya hacen los vehículos espaciales. El deseo de volar no se agota en dar vueltas alrededor de la Tierra, ni en llegar a Saturno en 2076. El deseo de volar es el deseo de llegar a Dios, de unirnos con Él. Ningún viaje humano saciará el corazón del hombre, pues la esperanza del hombre no es humana, sino divina, no se sacia con recorrer galaxias, sino con habitar en la intimidad de Dios. Por eso, la esperanza ha de ser guiada por la fe. Es por la fe que hemos recibido la promesa de que nuestra esperanza no es vana. La conquista de este cielo no se hará con ningún vehículo sideral… jamás. Mientras el hombre no lo sepa, seguirá esperanzas vanas.

Cuanto más alto llegaba
de este lance tan subido
tanto más bajo y rendido
y abatido me hallaba
dije: No habrá quien alcance.
Abatíme tanto tanto
que fui tan alto tan alto
que le di a la caza alcance.

Aparece aquí la humildad en todo su esplender ante la grandeza de Dios. El amante descubre que en la vida espiritual subir es bajar y bajar es subir; que de modo opuesto a como intenta la presunción, es la humildad la que nos ayuda a alcanzar la caza, justamente abatiéndonos nosotros, abajándonos, reconociendo nuestra pequeñez. Como el niño ante su padre.

Por una extraña manera
mil vuelos pasé de un vuelo
porque esperanza de cielo
tanto alcanza cuanto espera
esperé solo este lance
y en esperar no fui falto
pues fui tan alto tan alto,
que le di a la caza alcance.

Vemos aquí reflejada, en la “esperanza de cielo”, la bienaventuranza eterna, de la que ya hemos oído hablar a Sto. Tomás como objeto de la virtud de la esperanza. Ahora bien, esta esperanza es conocida por la fe, de modo que solo por la ilustración de la fe puede la persona saber lo que espera, aunque, como dice S. Pablo, “ni ojo vio, ni oído oyó, ni mente alguna pudo pensar lo que Dios tiene dispuesto para los que le aman” (1Cor 2, 9).

Así visto el camino de la esperanza parece que pone al hombre en un cierto anhelo del cielo y casi desprecio de la vida en este mundo. Este es el modo como también lo presenta santa Teresa en aquella poesía suya: “Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero”. Las quejas que la Santa eleva contra la vida por el deseo del cielo son tremendas:

¡Ay, qué larga es esta vida! ¡Qué duros estos destierros, esta cárcel, estos hierros en que el alma está metida! (…) Vida, no me seas molesta (…). Venga ya la dulce muerte.

No obstante, no hemos de errar en la interpretación de la Santa, pues ella misma le dice al Señor en otra poesía bien conocida:

Dadme muerte, dadme vida, dad salud o enfermedad, honra o deshonra me dad, dadme guerra o paz crecida, flaqueza o fuerza cumplida, que a todo digo que sí: ¿qué mandáis hacer de mí?

La esperanza, por tanto, no consiste en un tiempo medible con reloj, la esperanza no se refiere al tiempo como chronos, sino como kayrós, como momento de gracia. Por eso el Señor no dice cuándo será la Parusía, puesto que, si bien acaecerá en el tiempo, en un día y en una hora concretos, no es posible fijar el momento al modo humano de medir el tiempo, sino que es un momento según la acción divina.

Pero hay un último punto que no hemos de olvidar: la puerta por la que esta esperanza llega no es otra que la Cruz. Así, otra ilustre carmelita, Sta. Teresa Benedicta de la Cruz, se dirige a ella con el saludo de un himno latino: “Ave Crux, Spes única”:

¡¡¡Ave Crux, spesunica!!! El mundo está en llamas. El incendio puede hacer presa también en nuestra casa; pero en lo alto por encima de todas las llamas, se elevará la Cruz. Ellas no pueden destruirla. Ella es el camino de la tierra al cielo y quien la abraza creyente, amante, esperanzado, se eleva hasta el seno mismo de la Trinidad. ¡El mundo está en llamas! ¿Te apremia extinguirlas? Contempla la Cruz. Desde el corazón abierto brota la sangre del Salvador. Ella apaga las llamas del infierno. Libera tu corazón por el fiel cumplimiento de tus votos y entonces se derramará en él el caudal del Amor divino hasta inundar todos los confines de la tierra. ¿Oyes los gemidos de los heridos en los campos de batalla del Este y del Oeste? Tú no eres médico, ni tampoco enfermera, ni puedes vendar sus heridas. Estás recogida en tu celda y no puedes acudir a ellos. Oyes el grito agónico de los moribundos y quisieras ser sacerdote y estar a su lado. Te conmueve la aflicción de las viudas y de los huérfanos y tú querrías ser el Ángel de la Consolación y ayudarles. Mira hacia el Crucificado. Si estás unida a Él, como una esposa en el fiel cumplimiento de tus santos votos, es tu/su sangre preciosa la que se derrama. Unida a él, eres como el omnipresente. Tú no puedes ayudar aquí o allí como el médico, la enfermera o el sacerdote; pero con la fuerza de la Cruz puedes estar en todos los frentes, en todos los lugares de aflicción. Tu Amor misericordioso, Amor del corazón divino, te lleva a todas partes donde se derrama su sangre preciosa, suavizante, santificante, salvadora. Los ojos del Crucificado te contemplan interrogantes, examinadores. ¿Quieres sellar nuevamente tu alianza con el Crucificado? ¿Qué le responderás? “Señor, ¿a dónde iremos? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna”. ¡¡¡AVE CRUX, SPES UNICA!!![14].

La Cruz es la única esperanza porque es el único amor que permanece más allá de la muerte. Ahora entendemos mejor lo dicho de Abrahán en Romanos: “Apoyado en la esperanza” viene a ser lo mismo que “apoyado en la Cruz”. La Cruz es el lugar de la esperanza porque es el ancla que nos permite asirnos más allá de las fuerzas humanas. Es un don divino, no algo que nosotros hacemos.

Abrahán creyó en Dios, en la promesa de una descendencia más numerosa que las estrellas, de una vida más allá de la que veían sus ojos. Y creyó no solo cuando le fue hecha la promesa, no solo cuando tuvo a Isaac recién nacido en sus brazos, sino también cuando lo sujetó para sacrificarlo. Solo porque creyó lo pudo sujetar, sujetándose él mismo a la promesa de que sería padre de una descendencia innumerable. En Abrahán asistimos a la transfiguración de las esperanzas en esperanza, en el santo patriarca podemos ver cómo la esperanza-afecto queda asumida en la esperanza-virtud.

La esperanza le condujo hacia una Tierra Nueva, le condujo al Cielo. Frente a las demás esperanzas, la esperanza de Abrahán fue “esperanza de Cielo”, que hubo de ser purificada. La esperanza de Cielo es esperanza de la Cruz, como enseña Edith Stein, lo cual supone la purificación de la voluntad, como decía Sto. Tomás, en función de la promesa recibida. La transformación de la esperanza se realiza mediante la fe en el amor que hace una promesa. Así lo vivió Abrahán, así los santos a lo largo de la historia, así también nosotros estamos llamados a “apoyarnos en la esperanza contra toda esperanza”.

  1. Aristóteles, Ética Nicomaquea, l, 1, 1094 a 3.

  2. Es la propuesta de R. Lazarus, su teoría cognitivo-evaluativa de las emociones, que retoma M. Nussbaum, particularmente en Paisajes del pensamiento (Paidós, Barcelona 2008). Una crítica a esta perspectiva: R. Sacristán, “Recuperar el afecto a través de la apertura al amor”: https://veritasamoris.org/recuperar-el-afecto

  3. Cf. J. Pieper, Las virtudes fundamentales (Rialp, Madrid 82003), 367-413.

  4. J. Ratzinger, Mirar a Cristo. Ejercicios de fe, esperanza y amor (Valencia 1990), 46-48.

  5. Ib., p. 53-54.

  6. Ib., p. 69. S. Buenaventura, Sermón XVI, Dom I Adv.

  7. Ib., p. 70-71.

  8. Ch. Péguy, El misterio del pórtico de la segunda virtud (Encuentro, Madrid 1991), 21.

  9. Podemos citar a Yubal N. Harari como uno de los autores más representativos de esta corriente, y con mayor divulgación de sus obras.

  10. A este respecto podemos atender a la crítica de la cultura del smartphone que hace Byung-Chul Han en sus obras, p.e. La sociedad de la transparencia, En el enjambre, No-cosas. Quiebras del mundo de hoy.

  11. Cf. R. Sacristán, “El tiempo del amor”, en: Revista española de Teología 81 (2021) 1, 137-161.

  12. Cf. S. Juan de la Cruz, Obras completas (Burgos 1998), 61.

  13. Hay que señalar que S. Juan, en la Subida del Monte Carmelo, vincula la esperanza con la purificación de la memoria. Según él, la promesa de la fe es recordada y así purifica nuestra memoria de obras vanas y la lanza hacia adelante. Sto. Tomás vincula la esperanza con la voluntad en cuanto la esperanza quiere el bien arduo. Creo que ambas visiones se complementan sin problema, pues el objeto de la esperanza es un bien querido y recordado.

  14. E. Stein, Obras completas (Monte Carmelo, Burgos 2004), 632-634.

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Raúl Sacristán López

Raúl Sacristán

Raúl Sacristán López es profesor asociado de la Facultad de Filosofía de la Universidad Eclesiástica San Dámaso de Madrid. Es sacerdote diocesano en Madrid. Es doctor en Teología por la Universidad San Dámaso y licenciado en Psicología por la Universidad Complutense de Madrid.

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