Psicología y gracia: ¿qué caminos para acompañar la fragilidad? En diálogo con Víctor Manuel Fernández
La relación entre psicología y gracia es uno de los [...]
La relación entre psicología y gracia es uno de los [...]
La Cuaresma, además de regalarnos una palabra sobre el cuerpo, nos invita a emprender un camino juntos para que el cuerpo se exprese. Pues el cuerpo habla a través de sus deseos, sus acciones, sus vínculos. Y por eso necesita de esas prácticas comunitarias en que los deseos, acciones, y vínculos, se orienten hacia la plenitud última del hombre: la unión con Dios. Lejos de negar la carne, las prácticas cuaresmales de oración, ayuno y limosna quieren enseñarnos de nuevo el lenguaje del cuerpo, capaz de abrir nuestras vidas hacia el misterio.
“¿Por qué he de ser moral?” Es una pregunta desafiante, que contiene una cierta violencia interior como una bofetada moral. No es sino manifestación del fuerte rechazo que algunos sienten ante cualquier imposición que se imponga desde fuera. A pesar de la brusquedad que comunica, despierta un eco interior: si la formulamos no se escucha como una cuestión ilusoria, por el contrario, para algunos ésta parece la primera pregunta a responder cuando una persona se sitúa en el ámbito moral. Se trata de una cuestión inquietante, porque suena desmedidamente provocativa porque toca un fundamento vital. Cuando Alasdair MacIntyre presentaba la “hipótesis inquietante” de una moral que ha perdido el valor de los términos que utiliza, era consciente del panorama de tantos hombres desorientados que a pesar de una buena preparación sufren enormemente en la tarea de construir una vida. Aparece la necesidad sentida de saber asumir la realidad de una grandeza que acompaña a las acciones humanas y que es esencial para que el hombre pueda crecer y dar sentido a su existencia. La lucidez de MacIntyre ha sido entender que la posición real de la experiencia moral en todo hombre es la de ser una luz interna de las acciones que permite hacer de la vida un camino hacia la felicidad como plenitud. Este descubrimiento, que ilumina mucho mejor las condiciones actuales de la existencia de tantas personas requiere la reformulación de la pregunta inicial podría con un nuevo significado: “¿por qué las virtudes?”
Lo que queremos analizar en este artículo es que el auge de las películas de superhéroes a que asistimos en los últimos años responde a una cuestión cultural: los héroes encarnan un ideal de vida humana. Sin embargo, este ideal, como ya criticase Aristóteles, es admirable en ellos, pero inimitable por el resto de la sociedad. Los héroes, antiguos y modernos, no son ni siquiera grandes virtuosos en algo, como un pintor, un escritor, un músico, o incluso un médico o un gobernante. Los héroes han llegado a serlo en general de un modo único, maravilloso. Frente a ellos, en la Iglesia, y por ende en la cultura occidental principalmente, nos encontramos con los santos. Los santos no son héroes, aunque encarnan ciertamente un ideal: el ideal cristiano. Pero el ideal cristiano no es el del héroe, ni siquiera el del virtuoso, sino Cristo mismo que se une a cada persona que vive en este mundo. La diferencia, por lo tanto, no es tan solo moral, o antropológica, sino que es metafísica, supone una cosmovisión, una comprensión de la realidad distinta. Esta comprensión de la realidad genera, finalmente, sociedades distintas.
La expresión paulina “apoyado en la esperanza, creyó contra toda esperanza” (Rm 4, 18) contrapone dos tipos de esperanza, una en singular y otra en plural. La promesa de la paternidad hecha por Dios a Abrahán se constituye en fuente o pilar de la esperanza en singular. A ella se oponen las esperanzas que el cuerpo envejecido del santo patriarca y de su esposa les ofrecían para poder llegar a ser padres. Esta contraposición nos permite distinguir una esperanza fundada en Dios frente a las esperanzas humanas. A esta diferencia entre formas de la esperanza se dedica nuestra reflexión.