Crisis de identidad y diferencia sexual

Carmen Álvarez Alonso

Publicado originalmente en: J. Granados – L. Melina, La verdad del amor. Herencia y proyecto, Didaskalos, Madrid 2022, 159-179.

Hace unos meses escuchaba a dos científicos que hablaban sobre las posibles amenazas derivadas del uso indiscriminado de las neurotecnologías. En concreto, se referían al reciente debate en torno a la propuesta de introducir los neuroderechos en los tratados internacionales y en las constituciones de los países. Entre estos nuevos derechos humanos mencionaban el derecho a la propia identidad personal, y, especificando un poco más, el derecho a la privacidad e integridad mental. ¿Es ético resetear o manipular el cerebro?, se preguntaban. ¿Es ético que te sustraigan tu identidad personal, traspasando todos los datos y la información de tu cerebro a un ordenador, para poder, así, manipular tu identidad?

Es encomiable, sin duda, que estos científicos se plantearan, así, sin componendas, la eticidad de algunos experimentos que se están realizando en el campo de la biotecnología. Pero, creo que la cuestión tiene, además, un enorme calado antropológico. En realidad, habría que preguntarse, más bien, ¿es ético reducir la identidad personal solo a datos? ¿Es el hombre solo un conjunto de datos? Pongo algún ejemplo. Los estudiosos nos dicen que somos capaces de pestañear 6 millones de veces al año, que tenemos aproximadamente 5,5 litros de sangre, casi dos metros cuadrados de piel, 200.000 km de venas y vasos sanguíneos, y que nuestros ojos pueden diferenciar unos 10 millones de colores aproximadamente. Es verdad que somos todos estos datos, pero… ¿somos solo datos? Tengo que decir que, al final de la conferencia, me acerqué a estos científicos y les pregunté si no se contemplaba la posibilidad de incluir entre esos nuevos derechos también el derecho al propio cuerpo sexuado. Su respuesta fue que ¡ni siquiera se les había ocurrido semejante idea!

Probad ahora a cerrar los ojos y a entrar en vuestra interioridad. Descubriréis ahí, dentro de vosotros, un riquísimo mundo interior, que no está hecho de datos anatómicos o fisiológicos, y sí de vivencias, de sentimientos, de anhelos, de miedos, de presencias… En este viaje interno hacia mi propia subjetividad, el paisaje me invita a descubrir lo más grande que tengo, y que, en definitiva, soy «yo mismo», mi «yo», ese «yo» que se decide a sí mismo en cada acto de libertad. ¿Podemos hablar, por tanto, de una identidad humana que sea solo mental, o cerebral, o fisiológica? ¿Podemos, acaso, encerrar nuestro «yo» en un tanto por ciento? En definitiva, ¿de qué identidad humana estamos hablando, y dónde reside lo más esencial de esa identidad del sujeto?

El título de esta ponencia hace referencia a «crisis». En su definición, el término «crisis» significa, literalmente, “un momento decisivo en un asunto de importancia”[1]. La Real Academia Española de la Lengua define el término como “un cambio profundo y de consecuencias importantes, en un proceso, o en una situación, o en la manera en que estos dos, el proceso o la situación, son apreciados”; y afirma también que una crisis es la “intensificación brusca de los síntomas de una enfermedad”[2]. La definición hace evidente que la gran cuestión antropológica de la identidad humana atraviesa, efectivamente, un momento de «crisis». Podríamos decir, incluso, que atravesamos hoy una época de post-identidad, caracterizada por la superación de las categorías propiamente personales en la definición de nuestra propia identidad humana, especialmente en lo que se refiere a la corporeidad y a la sexuación.

Ahora bien, cabe preguntarse si fue antes el huevo o la gallina, es decir: si ha sido la crisis del cuerpo, que se extendió con virulencia a partir de la década de los años ’60, la que ha desencadenado una profunda crisis en la identidad personal del sujeto, o si, en cambio, fue la crisis de identidad del sujeto, que afloró con matices nuevos a partir del pensamiento ilustrado, la que ha conducido al proceso actual de redefinición del cuerpo y de la entera realidad humana. Porque, hoy, se habla del cuerpo biológico, del cuerpo tecnificado y del cuerpo virtualizado, o, si queréis, de la persona biológica, de la persona tecnificada y de la persona virtual. Más que la generación de la persona, hoy interesa la construcción del personaje. De la pregunta: ¿quiénes somos?, estamos pasando a la pregunta: ¿por qué no nos reinventamos? Y de la pregunta: ¿qué significa la masculinidad y la feminidad?, estamos pasando a la pregunta: ¿existe, acaso, la masculinidad y la feminidad? No interesa, por tanto, un concepto de naturaleza humana entendida como «dato real», sino entendida como «producto del pensamiento». Así la definen las ideologías postilustradas, que han reducido el ámbito del ser a un contenido más de la conciencia. En cualquier caso, me parece que en la crisis antropológica contemporánea hay un aspecto sumamente llamativo, y es la pretensión, bastante prometeica, de llegar a un punto de no retorno en esa total redefinición de la realidad humana y personal.

La magnitud de lo que está en juego me ha llevado a preguntarme por dónde comenzar, qué vías, qué caminos apuntó en su momento Juan Pablo II para recorrer esta «crisis» actual, es decir, este momento decisivo que atravesamos, en una cuestión de capital importancia, como es la identidad humana y la diferencia sexual. Me voy a detener a considerar algunas de esas vías, y en concreto me voy a referir a cuatro.

1. La vía de la experiencia del cuerpo y de la diferencia sexual.

El itinerario argumentativo de las Catequesis sobre el amor humano se articula en torno a la noción wojtyłiana de experiencia[3], definida como un gran proceso epistemológico, muy rico y complejo, que consiste, básicamente, en que “el hombre se dirige cognoscitivamente hacia sí mismo”[4]. Esa experiencia tiene una estructura objetiva y subjetiva a la vez, pues, según Wojtyła, “la experiencia de cualquier cosa que se encuentra fuera del hombre siempre conlleva a la vez una cierta experiencia interna del propio hombre. El hombre nunca experimenta nada externo a él sin que, de alguna manera, se experimente simultáneamente a sí mismo”[5].

Pues bien, Juan Pablo II iniciará la reflexión de sus Catequesis con el análisis de la experiencia originaria de la soledad. El hombre que, conociendo el mundo, se descubre a sí mismo ontológicamente «solo», único, es el hombre que se sitúa existencialmente a la búsqueda de su propia identidad. En la experiencia de su soledad metafísica, el hombre se descubre a sí mismo situado corpóreamente en la realidad como un cuerpo entre otros cuerpos; sin embargo, es ese cuerpo el que le lleva a re-conocerse a sí mismo no como un «algo» sino como un «alguien», único y distinto. Esta experiencia humana de la soledad significa, por tanto, el inicio de un proceso de distinción y de diferenciación del hombre frente a las cosas, que llegará a culminar en la estabilización de su identidad humana[6]. Sin embargo, me interesa destacar aquí que todo ese proceso de autoconocimiento pasa, ineludiblemente, por la experiencia del propio cuerpo sexuado. En sus Catequesis, Juan Pablo II mencionará numerosas experiencias humanas originarias, en las que se manifiesta de una manera particular esa originalidad del hombre, y dedicará exhaustivos análisis a algunas de ellas. Sin embargo, otorgará una centralidad singular a la experiencia del propio cuerpo, precisamente por la radicalidad y la evidencia con que esa experiencia corpórea se le ofrece a cada hombre[7]. El cuerpo sexuado es, para Juan Pablo II, el espacio antropológico en el cual el hombre hace continua y permanente experiencia de sí mismo; por eso, se convierte en una vía privilegiada hacia el autoconocimiento y la autocomprensión del hombre, un camino necesario a recorrer en la búsqueda de la propia identidad[8].

Juan Pablo II sigue afirmando en sus Catequesis que, a medida que el hombre del Génesis comienza a conocerse a sí mismo como un ser «distinto» de todas las demás criaturas vivientes, simultáneamente va adquiriendo conciencia de su ser personal[9]. Pues bien, en ese primer acto de autoconciencia humana está contenido también, según el Papa, “el primer testimonio del descubrimiento de la propia corporeidad”[10]. Por otra parte, esa autoconciencia, esa «experiencia de mí mismo» es originaria y fundante, es decir, está “siempre presente en la raíz de cada experiencia humana”[11]. La conciencia de mí mismo es simultánea a cualquier otra experiencia que yo pueda tener, y, por lo tanto, acompaña siempre la experiencia de mi propio cuerpo sexuado. Es decir, cuando me pienso a mí mismo, lo hago siempre en un cuerpo concreto que es masculino o femenino. Y es, precisamente, esta autoconciencia humana, en la cual se revela y se manifiesta la persona, la que, abarcando también al propio cuerpo sexuado, lo hace ser distinto y superior a los demás cuerpos, es decir, lo hace ser un cuerpo personal. Este significado personal es, precisamente, el que el hombre del Génesis no logra encontrar en los demás cuerpos de las cosas o de los animales.

Ahora bien, damos un paso más: la experiencia del propio cuerpo es inseparable de la experiencia de su sexuación, puesto que el cuerpo en el cual yo tomo conciencia de mí mismo es siempre y solo masculino o femenino. Y de la misma manera que la experiencia de mí mismo no es algo puntual y transitorio, sino una experiencia continua y perdurable en el tiempo, así también lo es la experiencia de la propia masculinidad y feminidad: el hombre está siempre en contacto consigo mismo[12], pero lo está, simultáneamente, desde su autoconciencia de ser varón o mujer. Hay, por tanto, una correlación entre la autoconciencia humana, que es autoconciencia de ser varón o mujer, y la masculinidad y feminidad, tal como se expresan en la objetividad del cuerpo. En otras palabras, es la autoconciencia de ser varón o mujer lo que hace que la masculinidad y feminidad que se expresa en el cuerpo tengan un significado personal, y no sean simplemente una cualidad meramente orgánica de la persona[13].

De la experiencia de la soledad originaria llegamos, así, a la cuestión fundamental de la identidad humana: si la experiencia de mí mismo es, simultáneamente, experiencia de la propia identidad corpórea y sexuada, si la autoconciencia es, simultáneamente, una autoconciencia de ser varón o ser mujer, entonces la sexuación masculina y femenina es un contenido irrenunciable y esencial de eso que Juan Pablo II llamaba lo irreductible del hombre[14]. En este sentido, afirma el Papa que en esa experiencia de mí mismo se manifiesta “de manera casi completa la absoluta originalidad de lo que es el ser humano en cuanto varón y mujer”[15].

Volvamos ahora a retomar la definición de «crisis» que nos ofrecía la Real Academia Española de la Lengua, es decir, entendida como un momento decisivo en un asunto de importancia, en el cual se intensifican los síntomas de una enfermedad. La cuestión que se nos plantea aquí es cómo recuperar y desentrañar el profundo significado antropológico que se esconde en esta experiencia del propio cuerpo sexuado, precisamente en una cultura tremendamente corporeísta, que, sin embargo, termina por rechazar y culpabilizar al cuerpo. Cómo acompañar, por tanto, esa experiencia, y convertirla en un camino que el hombre está llamado a recorrer, si quiere llegar al descubrimiento de sí mismo y de su propia verdad personal. Teniendo en cuenta, además, esa unidad entre experiencia humana y Revelación, que Juan Pablo II enuncia al inicio de sus Catequesis[16], ¿no podría ser que la experiencia de mí mismo, inseparable de la experiencia del propio cuerpo y de mi ser varón o ser mujer, condujera al hombre hacia la experiencia religiosa y hacia el encuentro con Dios? Es posible que la actual «crisis» del cuerpo sexuado haya arrastrado consigo la desacralización de la propia interioridad, algo que Juan Pablo II, ya desde sus primeros escritos poéticos y, sobre todo, teatrales, consideraba como un verdadero espacio místico. Esta es, por tanto, la segunda vía que voy a considerar a continuación.

2. La vía de la propia interioridad.

En septiembre del año 1939, Karol Wojtyła tuvo que interrumpir sus estudios de polonística en Cracovia, porque estalló la II Guerra Mundial. Se dedicó, entonces, al estudio de los grandes clásicos del Romanticismo polaco, a leer con avidez la Sagrada Escritura y a escribir sus primeras obras de teatro. Coincidiendo con los primeros meses del año 1940, Wojtyła escribió su segundo drama teatral, titulado Job, en el que aborda, entre otros temas, precisamente esta gran cuestión que nos ocupa, que es la identidad humana. El protagonista aparece rodeado de muchos amigos, que le agasajan y le elogian por su amistad, vive instalado en el bienestar económico, goza de una fiel servidumbre, tiene una familia unida, en la que reina la armonía y la laboriosidad, y, en definitiva, es un hombre muy bien considerado en Oriente, porque todos conocen su impecable condición de hombre religioso y justo ante Dios.

Sin embargo, en un momento inesperado e imprevisto, lo pierde absolutamente todo, y se desencadena en él una terrible experiencia de sufrimiento, que será decisiva en su vida. Abandonado de todos, y sin el apoyo de sus seguridades humanas, Job se adentra en una experiencia de oscuridad y de soledad interior, que, además, ha de vivir desde el sinsentido e, incluso, desde la aparente lejanía y ausencia de Dios. Sin embargo, esta situación, que, a juzgar por las apariencias, parece significar solo el estrepitoso fracaso del hombre piadoso y justo, se convierte para nuestro héroe en una fecunda encrucijada de vida, que le conducirá desde las ruinas de sí mismo hacia su regeneración espiritual y el resurgir de un hombre nuevo. Job es el hombre que se «pierde» a sí mismo y que ve resquebrajada su identidad, para recobrarla de forma nueva y más auténtica. El enorme valor humano y religioso que se esconde en esa experiencia de sufrimiento comenzará a hacerse visible en el momento en que el protagonista se formule con insistencia la gran pregunta antropológica: ¿quién es el hombre? ¿quién soy yo? Comienza así un camino difícil y doloroso hacia sí mismo, que le conducirá hasta el más escondido hondón de su propia interioridad. Cuando Job entre dentro de sí, comenzará a descubrir su auténtica identidad, muy distinta a la que perdió con sus bienes, sus amigos, sus negocios, su fama, su casa, y su familia. Será también el momento en que el protagonista descubra esa autopaternidad en la que cada hombre ha de aprender a generarse a sí mismo, según la verdad de su ser personal y a través del ejercicio de su libertad, si quiere después engendrar y generar a otros. El camino humano de Job se convertirá así en un camino místico, que le conducirá a descubrir no una verdad teórica o abstracta, sino una verdad personal, que se le revelará en el encuentro con el Cristo de la Cruz. El hombre, Job, se encontrará a sí mismo precisamente en este cara a cara con Cristo dentro de su propia interioridad.

Retomo ahora, de nuevo, la idea de «crisis», tal como la venimos definiendo desde el principio, es decir, como un momento de cambio profundo y de consecuencias importantes, en el que afloran con especial virulencia los síntomas de una enfermedad. Creo que, precisamente ahora que la experiencia del sufrimiento ha trastocado de manera tan sorpresiva e inesperada la vida de tantos hombres, se hace especialmente necesario recuperar esta vía de la propia interioridad. Hay que fortalecer y apuntalar el cultivo de la vida personal. Hay que saber acompañar el desarrollo de esa vida personal, pues no llegamos a ser personas en un momento. Es ahí, en la intimidad del sujeto, donde el hombre encuentra la vida que le es más propia, su vida interior y espiritual[17]. Karol Wojtyła terminaba su obra teatral invitando a los «Jobs» de todos los tiempos y lugares a recorrer ese camino que transitó el protagonista de su obra, ese sendero oscuro y difícil, que conduce al hombre al descubrimiento de su propia interioridad, para encontrarse ahí consigo mismo y con Dios.

Ahora bien, ¿cómo recuperar esta vía de la subjetividad humana, sin caer en una psicologización de esa interioridad, o en un subjetivismo cerrado y solitario, en cuyo callejón sin salida parece seguir encallado el hombre de hoy? ¿Cómo educar y acompañar a cada hombre en este camino de trascendencia hacia lo interior de sí mismo, cuando todo nos invita a vivir desde fuera y no desde dentro? ¿Cómo impedir que el hombree caiga en la trampa de una externidad y objetividad despersonalizada, asimilándose, así, al nivel infrahumano de las cosas? La sexuación del cuerpo, desprovista de esa interioridad personal, queda atrapada en el utilitarismo más atroz, eso que, precisamente, es lo más contrario a la vocación del cuerpo al amor y a la dignidad de la persona. El camino de la persona pasa por un proceso de integración y de unificación de todas las dimensiones de su ser en torno a ese centro sagrado que es el «yo», ese «yo mismo» que permanece como un poso duradero, en medio de todas las múltiples experiencias humanas que hacemos cada día, y, más allá del cual, la persona puede llegar a desintegrarse en la nada de una experiencia más.

3. Reconstruir la unidad originaria varón-mujer

Volvamos de nuevo a ese hombre del Génesis, que está recorriendo el camino de su soledad metafísica, en busca de su propia identidad. Es, precisamente, su «yo», la autoconciencia de ser persona, lo que le impide identificar su humanidad con el resto de seres que le rodean. Esto significa, según Juan Pablo II, que el hombre, en su proceso de autodefinición, no solo ha de mirar hacia las cosas y los animales para saber lo que él no es, sino que ha de abrirse hacia la persona, es decir, hacia ese «segundo yo», que es el varón para la mujer y la mujer para el varón[18]. De este modo, la «analogía de la naturaleza» está llamada a integrarse en el orden de las personas y a abrirse a la «analogía de la comunión»[19]. En este sentido, afirmará Juan Pablo II que “varón y mujer son dos «yo» humanos determinados por su masculinidad y feminidad”[20]. Y aquí, de nuevo, nos guía la experiencia del cuerpo sexuado, porque incide de manera muy especial en la autoconciencia del propio «yo»: en esa experiencia del propio cuerpo masculino o femenino, el hombre percibe, como un dato originario y radical, no solo que «es», sino el «modo masculino o femenino en que es».

Cuando conozco a los demás hombres –un conocimiento externo que es siempre, y a la vez, un conocimiento de mí mismo–, lo hago en cuanto que están situados ante mí no solo de forma genérica, es decir, en cuanto hombres, sino también, y a la vez, de forma concreta, en cuanto seres personales, es decir, en cuanto que todos ellos son siempre y solo varón o mujer. Esta experiencia de los demás hombres es, a la vez, un autoconocimiento de mí mismo, no solo en cuanto hombre, sino también en cuanto que soy persona, porque la condición sexuada de los demás hombres incide de manera muy directa en el autoconocimiento de mi propia masculinidad o feminidad. Ante los demás hombres, que son siempre y solo varón o mujer, me re-conozco a mí mismo también como varón o mujer; pero, a la vez, igualmente me re-conozco y me distingo a mí mismo como este varón, o esta mujer, es decir, único y distinto a todos los demás varones y mujeres que se presentan ante mí. Por tanto, la experiencia de la masculinidad y feminidad de los demás cuerpos personales revierte de una manera muy directa e incisiva en la autoconciencia de mi ser personal, y en la experiencia de mi propia masculinidad o feminidad. Por eso, afirmará Juan Pablo II, que “el conocimiento del hombre pasa a través de la masculinidad y la feminidad”[21], porque son los “dos modos de ser hombre”[22].

Así pues, esta experiencia recíproca del cuerpo muestra hasta qué punto la identidad humana se manifiesta determinada y constituida por una estructura propia, que está formada por la unidad, y a la vez la diferencia, entre lo masculino y lo femenino. La totalidad de lo humano existe solo como varón y mujer, y esto de forma definitiva y conclusa, pues no hay otro modo de ser humano que serlo como varón y como mujer, o serlo en un cuerpo masculino y femenino. En la masculinidad y feminidad del cuerpo se expresa una subjetividad personal también masculina o femenina. Detrás de cada «él» o «ella» hay un «yo» también masculino o femenino, es decir, dos subjetividades distintas, que dotan al cuerpo de un fundamento personal también diferente, masculino o femenino[23]. Por tanto, ni lo masculino ni lo femenino agotan por sí solos el significado del ser personal; esa realidad personal, que se expresa en ambos con una limitación intrínseca constitutiva, requiere del enriquecimiento recíproco entre lo masculino y lo femenino, para que pueda realizarse y manifestarse siempre con mayor plenitud.

Según esto, no es posible sostener que la masculinidad o la feminidad sean atributos accidentales de la persona, procedentes de la educación o de la cultura, o que sean un proyecto subjetivo que el propio individuo puede elegir y modelar. Masculinidad y feminidad son, más bien, una propiedad integral y sistémica de toda la persona, o si se quiere, son los dos modos en que se manifiesta nuestra humanidad. Fuera de ellos, tendríamos que preguntarnos si no estamos hablando ya de otra humanidad, y de otro ser humano, e, incluso, tendríamos que preguntarnos si es adecuado llamar «humano» a un ser que no sea ni masculino, ni femenino, ni corpóreo. Es decir ¿se puede pensar el hecho y la realidad humana en perspectiva transhumanista? Situémonos con la imaginación en un mundo habitado por seres humanos no sexuados, e, incluso, no corpóreos, en el que, efectivamente, no exista ni lo masculino ni lo femenino. ¿De qué «yo» humano estamos hablando? ¿Qué significa aquí la identidad humana?

Aquellos dos científicos, a los que me he referido al inicio de esta reflexión, no se plantearon la necesidad de incluir el derecho al propio cuerpo sexuado entre los nuevos derechos humanos, aunque sí reclamaban el derecho a la propia identidad personal. Sin embargo, creo que el peligro de disolución de la propia identidad puede darse mucho antes de que logremos traspasar todos los datos y la información de nuestro cerebro a un ordenador. No somos datos, pero sí somos varón y mujer, y lo somos en un cuerpo masculino y femenino. Por tanto, hay una vía más sutil, y puede que, incluso, más eficaz, para manipular y disolver la identidad humana, que consiste, precisamente, en manipular y disolver el significado personal y teológico de la masculinidad y de la feminidad. Borrar lo corpóreo masculino y femenino de la realidad humana como una vía para redefinirla desde su raíz, significa disolver en la nada aquella comunión de personas en la que Dios creó al varón y a la mujer, para reinventar un ser humano que no sea persona y que, por lo tanto, no sea imagen de Dios. En ese nuevo diseño de humanidad, no habría espacio, por ejemplo, para la masculinidad de Cristo, o para la feminidad y maternidad de María y, mucho menos aún, para la acción creadora de Dios. Con ello, habríamos reinventado también una divinidad no trinitaria, impersonal, en la que ya no habría espacio para la encarnación y para el don de sí.

Estamos en un momento de «crisis», en el que no podemos perder la batalla del cuerpo y de la diferencia sexual, porque nos va en ello no solo la credibilidad del cristianismo, sino la misma veracidad del entero orden de la creación. Creo que esa batalla está perdida si la libramos solo en el campo de las ideologías. Más bien, la tarea que se nos ha encomendado es hacer creíble la comunión, instaurar el orden de la comunión de personas en todos los ámbitos de las relaciones interpersonales, reconstruir aquella unidad y comunión originarias en la que fueron creados el varón y la mujer, y que todavía hoy nuestro pecado personal, y no tanto las ideologías, sigue impidiendo que se haga realidad.

4. La vía de la mujer y de la maternidad.

Termino apuntando, todavía, muy brevemente, una cuarta vía que Juan Pablo II nos dejó indicada en sus escritos. Es la vía de la mujer y de la maternidad. En la Carta apostólica Mulieris dignitatem, Juan Pablo II recoge algunos enunciados, que invitan a profundizar aún más en la especial relación entre la mujer y el orden de lo humano. Enumero solo algunos. Especialmente sugerente es el conocido número 30, en el que el Papa se detiene a considerar cómo, por su maternidad, Dios ha situado a la mujer, más que al varón, en una mayor cercanía con el hombre, y con todo lo humano[24]. Además, en el número 25 dirá que «lo femenino» esponsal se convierte en símbolo de todo lo «humano», masculino y femenino[25]; y antes, en el número 22, afirma el Papa que “no se puede lograr una auténtica hermenéutica del hombre, es decir, de lo que es «humano», sin una adecuada referencia a lo que es «femenino»”[26]. Una infravaloración de este principio hermenéutico de lo femenino supondría, según Juan Pablo II, “un empobrecimiento de humanidad”[27]. El Papa completaba así aquel otro principio recogido en Gaudium et spes n. 22, que hace del Verbo encarnado una clave hermenéutica de todo el misterio del hombre[28].

Creo que aún hoy, la mujer sigue siendo el camino de Dios hacia los hombres. Quizá por eso la mujer vive hoy una profunda «crisis», en la que se hiperboliza la feminidad y, en consecuencia, se deforma también el significado de la masculinidad. La feminidad es la expresión de la imagen de Dios en la mujer[29]. Su vocación específica está en relación con el orden del amor, que es también el orden propio del Espíritu Santo[30]. Quizá, por eso, la mujer es más receptiva a las mociones del Espíritu y, como decía Juan Pablo II, “sabe de engendrar inmensamente más que el varón”[31]. La mujer sabe permanecer, mucho y con fatiga, porque está acostumbrada a esperar y a acompañar el crecimiento de la vida en el hombre. Nadie como ella conoce la experiencia del dolor que acompaña siempre el surgir de una nueva vida humana. Por eso, a la mujer le corresponde esa especial misión de hacer salir al varón de su soledad originaria, para ayudarle, precisamente, a vivir en plenitud el misterio de su autopaternidad. La maternidad acostumbra a la mujer a la visión interior, a posar esa mirada interior sobre las cosas y sobre las personas, que tanto ayuda a humanizar lo humano. Y, como afirmaba Juan Pablo II, “la maternidad es expresión de la paternidad. Siempre ha de retornar al padre para tomar de él todo aquello de lo que es expresión. En esto consiste el esplendor de la paternidad”[32].

Termino con unas palabras de Karol Wojtyła, que son una «no pequeña» confesión personal y autobiográfica. Meditando sobre la idea de que toda persona es un don para el otro, el Papa se dirige al varón con estas palabras: “Fue un largo camino el que me condujo a descubrir el «genio femenino», pero la Providencia misma hizo que llegara el tiempo de poder reconocerlo, e incluso de dejarse deslumbrar por él. Pienso que cada hombre, independientemente de su estado y de su vocación en la vida, debería escuchar esas mismas palabras que escuchó José de Nazaret: «No temas acoger contigo a María». «No temas acogerla contigo» significa «Haz todo para reconocer ese don que ella constituye para ti». Tan solo teme una cosa: no apropiarte de ese don. Es lo que tienes que temer. Siempre que ella sea para ti un don del mismo Dios, puedes alegrarte con seguridad de todo lo que es ese don. Es más, deberías hacer todo lo que está en tus manos para reconocer ese don, para mostrarle a ella en qué medida constituye un valor irrepetible”[33].

  1. Cf. J. Corominas, Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, Gredos, Madrid 1987. 179.

  2. Real Academia Española, Diccionario de la lengua española, en: https://dle.rae.es/crisis?m=form

  3. Una exposición detallada sobre esta experiencia wojtyłiana la ofrece J.M. Burgos, La vía de la experiencia o la salida del laberinto, Rialp, Madrid 2018. Cf. también R. Guerra, Volver a la persona. El método filosófico de Karol Wojtyla, Caparrós, Santiago de Querétaro 2002, 203-238.

  4. Cf. K. Wojtyła, Persona y acción, Palabra, Madrid 2011, 31.

  5. Ibíd.

  6. Cf. Juan Pablo II, Hombre y mujer lo creó. El amor humano en el plan divino, Cristiandad, Madrid 2000, 94: “la situación de la soledad originaria, es decir, […] todo aquel proceso de estabilización de la identidad humana en relación al conjunto de los seres vivientes (animalia), en cuanto es un proceso de «diferenciación» del hombre de tal ambiente”.

  7. Cf. Juan Pablo II, Hombre y mujer lo creó, op.cit., 106-107: “Esta experiencia, sin embargo, parece también apoyarse sobre una profundidad ontológica tal que el hombre no la percibe en la propia vida cotidiana, aunque al mismo tiempo, y en cierto modo, la presupone y la postula como parte del proceso de formación de la propia imagen”.

  8. Cf. Juan Pablo II, Hombre y mujer lo creó, op.cit., 76: “En la interpretación de la revelación sobre el hombre, y sobre todo sobre el cuerpo, por razones comprensibles debemos referirnos a la experiencia, ya que nosotros percibimos al hombre-cuerpo sobre todo en la experiencia”.

  9. Cf. Juan Pablo II, Hombre y mujer lo creó, op.cit., 98: “El hombre, en su soledad originaria, adquiere una conciencia personal en el proceso de «distinción» de todos los seres vivientes”. Cf. íbid. 88: “Todo eso [la experiencia de la soledad] no se revela tomando por base algún análisis metafísico primordial, sino basándose en una concreta subjetividad del hombre suficientemente clara”. Los corchetes y las cursivas son mías.

  10. Cf. Juan Pablo II, Hombre y mujer lo creó, op.cit., 88: “Si la descripción originaria de la conciencia humana […] comprende en el conjunto del relato también al cuerpo; si ésta contiene el primer testimonio del descubrimiento de la propia corporeidad […]”. Wojtyła plantea así el problema clásico de la antropología sobre la relación entre alma y cuerpo: “Tocamos aquí el problema central de la antropología. La conciencia del cuerpo parece identificarse en este caso con el descubrimiento de la complejidad de la propia estructura, la cual consiste, en definitiva –tomando como base la antropología filosófica–, en la relación entre alma y cuerpo” (Juan Pablo II, Hombre y mujer lo creó, 87).

  11. Cf. Juan Pablo II, Hombre y mujer lo creó, op.cit., 106: “Al hablar de las experiencias humanas originarias no tenemos tanto en la mente su lejanía en el tiempo, sino más bien su significado fundante […], están siempre en la raíz de cada experiencia humana”.

  12. Cf. Wojtyła, Persona y acción, op.cit., 31. Es verdad, afirma Wojtyła, que pueden darse momentos de mayor o menor lucidez en esa experiencia de uno mismo, y que, incluso, esa experiencia puede interrumpirse, por ejemplo, durante el sueño; pero, cuando se retoma la conciencia, la experiencia de “mí mismo” siempre vuelve a estar ahí.

  13. Aquí Wojtyła plantea, además, una cuestión de gran actualidad como es el vínculo existente entre cuerpo y sexo, es decir, la relación que hay entre la constitución somática del cuerpo, que muestra los signos de la masculinidad y feminidad, y la estructura del sujeto personal, de la que forma parte el hecho de que el hombre sea cuerpo. Cf. al respecto Juan Pablo II, Hombre y mujer lo creó, op.cit., 92: “La corporeidad y la sexualidad no se identifican completamente. Si bien el cuerpo humano, en su normal constitución, lleva en sí los signos del sexo y es por su naturaleza masculino o femenino, sin embargo, el hecho de que el hombre sea «cuerpo» pertenece a la estructura del sujeto personal más profundamente que el hecho de que él también sea en su constitución somática varón o hembra”.

  14. Sobre la irreductibilidad del hombre al mundo y a la naturaleza, como fundamento de su ser personal, cf. K. Wojtyła, La subjetividad y lo irreductible en el hombre, en: J.M. Burgos (ed.), El hombre y su destino. Ensayos de antropología, Palabra, Madrid 2005, 25-39. Cf. también R. Spaemann, Personas. Acerca de la distinción entre «algo» y «alguien», Eunsa, Madrid 22010.

  15. Juan Pablo II, Hombre y mujer lo creó, op.cit., 106.

  16. Juan Pablo II, Audiencia general (26-9-1979) n.4: “Debemos dirigir inmediatamente nuestra atención a un factor que es particularmente importante para la interpretación teológica: importante porque consiste en la relación entre revelación y experiencia. En la interpretación de la revelación acerca del hombre y sobre todo acerca del cuerpo, debemos referirnos a la experiencia por razones comprensibles, ya que el hombre-cuerpo lo percibimos sobre todo con la experiencia”. 

  17. Cf. K. Wojtyła, Amor y responsabilidad, Plaza & Janés, Barcelona 1996, 29: “La persona, en cuanto sujeto, se distingue de los animales, aun de los más perfectos, por su interioridad, en la que se concentra una vida que le es propia, su vida interior […] La vida interior es la vida espiritual”.

  18. Cf. Juan Pablo II, Hombre y mujer lo creó, op.cit., 94: “Un «segundo yo», también éste personal e igualmente relacionado con la situación de soledad originaria, es decir, con todo aquel proceso de estabilización de la identidad humana en relación al conjunto de los seres vivientes (animalia)”.

  19. Cf. Juan Pablo II, Hombre y mujer lo creó, op.cit., 122: “La analogía del cuerpo humano y del sexo, en relación al mundo de los animales –que podemos llamar analogía «de la naturaleza»– está en un cierto sentido elevada en ambos relatos (aunque en cada uno de modo diverso), al nivel de la «imagen de Dios», y al nivel de la persona y de la comunión entre las personas”.

  20. Juan Pablo II, Hombre y mujer lo creó, op.cit., 127. Cf. también R. Guerra López, “Identidad femenina y humanización del mundo. Aproximación a la determinación de la especificidad femenina como parámetro antropológico-normativo”: Revista panamericana de pedagogía 7 (2005) 108, en donde afirma el autor que la relación «varón-mujer», o mejor, la relación «yo masculino»–«yo femenino» es, desde el punto de vista personal, cualitativamente más intensa y más rica que la mera relación «yo-tú», en la que la diferencia sexual puede aparecer, quizá, más diluida.

  21. Juan Pablo II, Hombre y mujer lo creó, op.cit., 102.

  22. Cf. Juan Pablo II, Hombre y mujer lo creó, op.cit., 102.

  23. Cf. Juan Pablo II, Hombre y mujer lo creó, op.cit., 103: “Precisamente la función del sexo, que es, en cierto modo, «constitutivo de la persona» (no solamente «atributo de la persona»), demuestra cuán profundamente el hombre, con toda su soledad espiritual, con la unicidad e irrepetibilidad propia de la persona, está constituido por el cuerpo como «él» o «ella»”.

  24. “La fuerza moral de la mujer, su fuerza espiritual, se une a la conciencia de que Dios le confía de un modo especial el hombre, es decir, el ser humano. Naturalmente, cada hombre es confiado por Dios a todos y cada uno. Sin embargo, esta entrega se refiere especialmente a la mujer –sobre todo en razón de su feminidad– y ello decide principalmente su vocación”.

  25. “En esta concepción, por medio de la Iglesia, todos los seres humanos –hombres y mujeres– están llamados a ser la “Esposa” de Cristo, redentor del mundo. De este modo «ser esposa» y, por consiguiente, lo «femenino», se convierte en símbolo de todo lo «humano», según las palabras de Pablo: «Ya no hay hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3,28)”.

  26. “La Biblia nos persuade del hecho de que no se puede lograr una auténtica hermenéutica del hombre, es decir, de lo que es «humano», sin una adecuada referencia a lo que es «femenino». Así sucede, de modo análogo, en la economía salvífica de Dios; si queremos comprenderla plenamente en relación con toda la historia del hombre no podemos dejar de lado, desde la óptica de nuestra fe, el misterio de la «mujer»: virgen-madre-esposa”.

  27. Cf. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica «Ecclesia in Asia» (6-11-1999) n.34: “La contribución de la mujer ha sido con demasiada frecuencia subestimada o ignorada, y eso ha tenido como resultado un empobrecimiento espiritual de la humanidad”.

  28. “En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona”.

  29. Cf. Juan Pablo II, Mensaje a Brasil para la Campaña de fraternidad (6-2-1990): “La mujer entiende su cumplimiento y su vocación como persona, según la riqueza de los atributos de la feminidad, que ha recibido en el día de la creación y que transmite de generación en generación, come su manera peculiar de ser imagen de Dios, oscurecida por el pecado y redimida en Jesucristo”.

  30. Cf. Juan Pablo II, Carta Apostólica Mulieris dignitatem (15-8-1988) n.29: “Sobre el fundamento del designio eterno de Dios, la mujer es aquella en quien el orden del amor en el mundo creado de las personas halla un terreno para su primera raíz. El orden del amor pertenece a la vida íntima de Dios mismo, a la vida trinitaria. En la vida íntima de Dios, el Espíritu Santo es la hipóstasis personal del amor.

  31. K. Wojtyła, Hermano de nuestro Dios. Esplendor de paternidad, BAC, Madrid 2021, 138.

  32. K. Wojtyła, Hermano de nuestro Dios. Esplendor de paternidad, op.cit., 138.

  33. Juan Pablo II, Meditación sobre el don, Didaskalos, Madrid 2021, 58-59.

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Carmen Álvarez Alonso

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El Veritas Amoris Project se centra en la verdad del amor como clave para comprender el misterio de Dios, de la persona humana y del mundo, proponiéndola como perspectiva que proporciona un enfoque pastoral integral y fecundo.

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