Cuenta el poeta Luis Rosales cómo, de pequeño, en Granada, la mañana del Sábado Santo (momento en que, entonces, se celebraba la resurrección), era costumbre que, al dar el gran reloj de la catedral las diez de la mañana, todos los niños hicieran sonar a la vez campanillas de barro, rompiendo el silencio del luto. Describiendo esta escena dice Rosales que, al estallar el jolgorio campanil, todos sentían “un muro de alegría que llenaba la calle”, como si entrara por los pequeños oídos “un monte puesto en pie”. Y que él quería “estar en todas partes, en todas las ventanas a la vez, llorando de alegría al ver que el mundo no era un sueño”.
Pascua: lloramos de alegría al ver que el mundo no es un sueño. La resurrección es real, más aún, fundamenta todo lo real porque nos dice: Dios ha amado tanto el mundo, que ha querido conducirlo a sí, que ha querido abrirle su eternidad, que ha querido comunicarle su gloria que, en hebreo, significa también peso o sustancia. San Lucas lo exclama en su Evangelio: “¡Es real (ontōs): el Señor ha resucitado!” (Lc 24,34). Y el saludo del oriente cristiano lo repite: “Christós anésti! Alēthôs anésti!” (“- Cristo ha resucitado. – ¡Verdaderamente ha resucitado!”)
Para celebrar la realidad tangible que presta al mundo la resurrección de Jesús, es necesario acercarla a otras experiencias reales de nuestra vida y, en primer lugar, a la realidad del amor. Según el filósofo Robert Spaemann, amamos a una persona cuando esa persona se hace tan real para nosotros como lo somos nosotros mismos. Al que ama no le es real solo su propio dolor o gozo, sino que le es igual de real el dolor o gozo de la persona amada. Si la resurrección es real tiene que ser porque posee la realidad del amor. Tiene que ser porque hace nuestros amores más reales.
Precisamente a esto se refiere la fe en la resurrección de los cuerpos o de la carne. El cuerpo es el lugar del encuentro interpersonal, es el lugar del amor. Queremos que resucite el cuerpo, decía Dante, no por nosotros solo, sino por nuestras madres, por nuestros padres, por las personas amadas: para poder abrazarlas. De hecho, la pregunta por la resurrección se concreta para mucha gente en el reencuentro con los seres queridos. Cuando doy clase sobre el sacramento del matrimonio, surge invariable una pregunta, y quien la formula suele hacerlo con tono urgente: ¿durará nuestra relación de esposo y esposa más allá de la muerte? ¿resucitará también nuestro amor?
1. Las relaciones nos salvan
La respuesta es que no solo nuestras relaciones resucitarán, sino que resucitaremos gracias a nuestras relaciones. Es lo que recoge una frase de san Ignacio de Antioquía, dirigiéndose a algunos que descuidaban la vida cristiana: “les convendría amar, para resucitar”. La idea bíblica de resurrección la ha descrito Joseph Ratzinger como “inmortalidad dialógica”, es decir, una inmortalidad que no poseemos en nosotros mismos, sino solo porque vivimos en relación, y primeramente en relación con Dios.
En efecto, la esperanza en la resurrección de la carne, que parece inalcanzable a la vista del cadáver, madura en Israel cuando se experimenta el vigor de la alianza con Dios. Como afirma Jesús en el Evangelio, si el Dios vivo ha querido llamarse “Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob”, si ha querido que los nombres de los patriarcas definan su propio nombre, entonces Abrahán, Isaac y Jacob tienen que estar vivos. Y esto es lo que se colma en la resurrección de Jesús, Hijo de Dios hecho carne. Jesús vivió su relación con el Padre con tal arraigo y entrega, que era imposible que la muerte lo retuviera en su poder. Un esposo puede decir, llevado por amor a su esposa: “el cielo mismo no me merecería la pena, si allí no pudiera reencontrar a mi mujer”. Esto, que puede ser exagerado, no lo es aplicándolo al Padre: su cielo mismo se le haría insoportable, si, por absurdo, no estuviera en Él su Hijo Jesús. Y por eso le resucitó del sepulcro.
Entendemos, entonces, que la causa de que Jesús haya resucitado es el vínculo entre Jesús y su Padre. En el santuario de Manoppello, en los Abruzos, se conserva una reliquia con el rostro de Jesús. Según la tradición, se trataría del paño que cubría la cara de su cadáver. La imagen grabada en el paño correspondería al momento justo en que Jesús abrió los ojos tras resucitar. Si, según san Agustín, lo primero que ve un hijo al nacer es la amistad de sus padres, la cual le recuerda que él viene de un amor, entonces lo primero que vio Jesús al resucitar fue el amor de su Padre, que le recordaba que Él es hijo de su amor.
El amor entre Jesús y su Padre es también la causa de que nosotros resucitemos. Pues Jesús ha entrelazado de forma inseparable el amor que nos tiene con el vínculo de amor que le une a su Padre. En esa primera mirada del Resucitado que recoge el icono de Manoppello, la alegría que brilla en sus ojos no le vino solo de ver al Padre. Esta alegría nacía también de ver que en el Padre estábamos nosotros, los suyos. Por su resurrección Él ha marcado un nuevo rumbo para la familia humana, dirigiéndola al corazón del Padre, y puede mirarnos ya en el Padre, es decir, en esa plenitud que Él ha alcanzado para nosotros, preparándonos un lugar.
Nuestra resurrección, por tanto, pasa por los vínculos en los que está presente Jesús para llevarnos a Dios. Por eso dos esposos pueden consolarse sabiendo que, aun cuando el vínculo sacramental se rompe con la muerte, su relación seguirá viva. Y no solo eso, sino que la relación que han vivido en Cristo es para ellos fuente de vida eterna. Cuando el Señor nos despierte para resucitar lo hará a través de nuestros vínculos. Preguntará, por ejemplo, por el hijo de Juan, por el esposo de Ana, por los padres de Pedro; preguntará por el profesor de Inés o por el párroco de María, o por el amigo de Estebán, y nos reconocerá por nuestros vínculos, como muchos reconocen a Inocencio III como el Papa de san Francisco de Asís. ¿Escucharemos entonces esta llamada, nos encontraremos en ella? La resurrección de Jesús nos urge a vivir en plenitud nuestros vínculos, esos vínculos que han sido llevados a Dios por Cristo, como el de un esposo y una esposa, el de padres e hijos, el de un pastor con sus fieles… ¡Nos conviene vincularnos, para resucitar!
2. Cultivar relaciones que salven
Ahora bien, al mismo tiempo, la resurrección nos orienta para vivir bien estos vínculos. A los esposos que preguntan si seguirán unidos tras la muerte se les puede responder: depende también de vosotros. Pues Jesús, al resucitar, no ha abierto solo otra vida mejor, sino que ha hecho eterna esta vida que vivimos ahora. La resurrección ilumina el correr del tiempo de este mundo: un tiempo para que elijamos quiénes queremos ser para siempre. Otra frase de Luis Rosales lo expresa así: “la muerte no interrumpe nada”. Gracias a la resurrección de la carne, lo que hacemos aquí tendrá validez eterna. Por eso la resurrección no nos invita a olvidar este mundo, sino a buscar ya aquí lo que dura para siempre.
Se entiende entonces lo que decía el filósofo Julián Marías: “aquellas cosas que interesan de verdad en esta vida [son] aquellas para las cuales la muerte no es una objeción; […] aquellas a las cuales digo radicalmente ‘sí’; con las cuales me proyecto, porque las deseo y las quiero para siempre, ya que sin ellas no puedo ser verdaderamente yo”. La muerte es una objeción para todas aquellas cosas que, si las tuviéramos que hacer eternamente, acabarían aburriéndonos. Pero la muerte no es objeción para todo aquello que tiene hondura infinita y no se agota ni nos cansa.
Y así la resurrección se convierte, no solo en un regalo futuro, sino en una tarea presente. El amor del Resucitado nos toca a través de nuestros vínculos, que vivimos en Cristo, y nos mueve a elegir ya juntos tareas grandes y bellas, tareas con las que podamos identificarnos para siempre. Cuando un matrimonio, por ejemplo, se abre a la vida para acoger un hijo y educarlo en Cristo, la unidad de los dos queda vinculada a un proyecto eterno, inagotable, el proyecto de una persona. Y cuando una amistad de dos misioneros se funda en el trabajo por llevar a los hombres el Reino de Cristo, esta amistad lleva en sí una semilla que nunca puede aburrirnos. Es la consecuencia que saca san Pablo de la resurrección: “Buscad las cosas de allá arriba”. Es decir, buscad aquella forma de vida juntos que podrá adaptarse y respirar en la atmósfera eterna de amor propia de Cristo y del Padre.
3. Transformar nuestras relaciones
Así que a los cónyuges preocupados por la supervivencia de su amor se les puede responder, por un lado, que esa relación que viven en Cristo será para ellos fuente de resurrección (1). Además, se les debe indicar que están llamados a cuidar y a cultivar esa relación, para que sea una relación que les salve (2). Pero a esto hay que añadir todavía otra cosa. Nuestro amor, para entrar en la resurrección, tiene que transformarse. Este mundo no es un sueño, pero tampoco es la realidad última, la cual sólo llegará en la patria. Los cónyuges que preguntan con esperanza si su relación durará, pueden pensar en otros matrimonios en que la muerte casi podría parecer una liberación. Santa Victoria Rasoamarivo, por ejemplo, sufrió, perdonando, los maltratos de su marido. Para ella su relación con él tendría que cambiar radicalmente para poder restablecerse, y requeriría la conversión del marido.
Y no solo eso: el cambio afectará al modo mismo de relación. Las parejas que se alegran al saber que su relación permanecerá al resucitar, pueden asustarse cuando conocen que también seguirá viva otra relación proverbialmente complicada: la relación con la suegra. Entonces entienden que será necesario transformar su relación, que no será ya la de marido y mujer como la conocemos aquí. Las relaciones cambiarán, porque ya no seremos los unos para los otros caminos o vías para llegar a Dios, mediándonos mutuamente su amor y sus dones. Sino que nos relacionaremos desde nuestro reposo pleno en Dios. Por eso desaparecerá el matrimonio como tal, pues es esencial al matrimonio el ser camino mutuo hacia Dios (Mt 22,23-32). Un ejemplo de este cambio lo experimentan ya los padres en relación con sus hijos. La educación es un éxito cuando los padres dejan de ser para los hijos la mediación radical en su relación con Dios, para que esta relación brote directamente del corazón del hijo. La virginidad consagrada, por su parte, anticipa en esta tierra la novedad del amor resucitado de Cristo. El hecho de que haya cristianos que sientan esta llamada a consagrarse a Él virginalmente prueba cómo sigue tocándonos la onda expansiva de su resurrección.
Podemos volver los ojos a la Virgen María para recapitular lo que hemos dicho. El Regina Coeli, que empezaremos a rezar hoy y durante el tiempo de Pascua, pide a María alegrarse porque su Hijo resucitó “según lo había dicho” (sicut dixit). A la alegría de la resurrección pertenece el hecho de que Cristo la hubiera anunciado anticipadamente. Y Cristo la había podido anunciar porque confiaba plenamente que su Padre no le abandonaría, lo cual justificaba la gratitud anticipada de Jesús por todos los dones paternos. La resurrección aparece así como un hecho inseparable de esa palabra que le da significado, la palabra de amor que intercambian el Padre y el Hijo. Los hechos de la vida humana nunca son meros hechos, porque entran en una narración con sentido. La resurrección es un hecho pleno porque en ella se manifiesta el sentido pleno, cuando toda la historia resulta incluida en el dinamismo del don que el Padre hace al Hijo y en la respuesta de amor del Hijo.
Precisamente María, a quien se canta este sicut dixit se ha caracterizado por incluir toda su vida en este diálogo de amor entre el Padre y el Hijo. Ya su prima Isabel le dijo que era dichosa por haber creído en la promesa que le hizo el ángel (cf. Lc 1,45), sicut dixit. María vivió toda su vida desde la relación con Jesús, hasta el punto de que el evangelio según san Juan nunca la llama por nombre sino que se refiere a Ella como “la Madre de Jesús”. María, además, se dejó retar y transformar por Cristo. Por eso Ella pudo acoger la palabra de Jesús sobre su resurrección al tercer día, palabra que a los discípulos se les escapó. Y por eso Jesús pudo incluir a María totalmente en su relación con el Padre, hasta el punto de que Ella tiene ya un cuerpo resucitado. Así María ahora participa, con todo su ser femenino, en la expansión de la resurrección de su Hijo. La que unió sus dolores a Cristo crucificado es ahora partícipe de esa alegría que resuena en las campanas de Pascua. En su cuerpo, todo lo femenino y materno se asocia al cuerpo resucitado de Cristo para confirmarnos, como en el despertar de Adán tras crearse Eva, que podemos vivir despiertos. En el Regina Coeli resuena esta alegría: ¡Ha resucitado verdaderamente! ¡Es real! ¡El mundo no es un sueño!
Comparte este artículo
Quienes somos
El Veritas Amoris Project se centra en la verdad del amor como clave para comprender el misterio de Dios, de la persona humana y del mundo, proponiéndola como perspectiva que proporciona un enfoque pastoral integral y fecundo.