La verdad del amor y la realidad del pecado

Juan de Dios Larrú

1. La verdad del amor y la fragilidad de la condición humana

“Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras” (1Jn 3,18). La verdad del amor es eminentemente práctica, operativa[1]. Por ello, el apóstol San Juan en su primera epístola, la relaciona con nuestras obras, con las acciones libres que cada persona realiza en el entramado de su existencia con otras personas. Dada su naturaleza práctica la verdad del amor se verifica en las obras de un modo continuo, permanente.

En nuestra época posmoderna, prevalece culturalmente una interpretación del amor de corte romántico. Ante determinadas corrientes ilustradas transidas de racionalismo, el romanticismo se caracterizó por la irrupción del “espíritu”, como un modo de inspiración que forja una nueva libertad espontánea en el hombre. El movimiento romántico conllevó una nueva interpretación afectiva caracterizada por una auténtica explosión de la emoción y el sentimiento. Al abandonarse a la irracionalidad emotiva y adoptar un criterio puramente subjetivo, esta visión romántica desemboca en una mística de fusión, a merced de la intensidad del instante, que hace imposible vivir la temporalidad propia de un amor verdadero y se torna incapaz de comunicar el amor a los demás.

El resultado de este planteamiento es la configuración de un sujeto emotivo, con una gran fragilidad y debilidad a la hora de fundar su propia existencia y aprender a edificar una historia de amor verdadero. La desorientación y confusión que se genera por esta perspectiva es grande, y no menor el sufrimiento y desolación por el que pasan muchas personas, desencantadas y resentidas por no haber logrado encontrar un amor como fundamento firme y estable en sus vidas.

La fragilidad de la condición humana es bien conocida, y su acogida y reconocimiento conducen al hombre hacia la humildad, como virtud fundamental, y a la aceptación de sí mismo. El cortocircuito posmoderno pretende justificar la fragilidad, convertirla en criterio de plausibilidad práctica, rechazando la verdad del amor que se considera un ideal, muy hermoso pero inalcanzable e irrealizable.

El relativismo moral dominante, cuyo núcleo esencial afirma que lo que es moralmente bueno en relación con un marco moral puede ser moralmente malo en relación con un marco moral diferente, provoca que ningún marco moral pueda tener el privilegio de ser objetivamente la única moralidad. El subjetivismo, el escepticismo, el nihilismo y el deconstructivismo de cualquier término que tenga pretensión de universalidad son los efectos concomitantes del relativismo. En un contexto como éste, el perdón no tiene ningún significado objetivo pues “todo va siempre bien” y “todo vale”. La confusión del bien y del mal, que hace imposible construir y conservar el orden moral de los individuos y de las comunidades afecta de un modo singular al matrimonio y la familia.

2. El drama del pecado del hombre

Bajo esta pretensión de erigir la fragilidad en criterio de la verdad del amor, se esconde un oscurecimiento de la realidad del pecado. Conviene dejar claro que la fragilidad propia de la finitud humana no tiene nada que ver con el pecado. Cuando ambas realidades se identifican, se termina por inculpar a Dios de las propias caídas. Así J. Ratzinger señalaba que la diferencia entre el hombre premoderno y el hombre contemporáneo es que mientras el primero se justifica a sí mismo delante de Dios, el segundo justifica a Dios delante de sí. La conclusión es que Cristo no habría padecido por los pecados de los hombres, sino que habría por así decir cancelado las culpas de Dios[2]. Esta inversión perversa se debe al silenciamiento y la relegación del pecado en nuestros días, que implica que el hombre de hoy no conoce ninguna medida, ni quiere conocerla porque vería en ella una amenaza para su libertad[3].

Como afirma la tesis, el pecado en el fondo es el rechazo del amor originario del Creador. El secularismo, que se caracteriza como el modo de vivir como si Dios no existiera, reduce el acto de fe a un puro hecho de conciencia, y el pecado a sentido subjetivo de culpabilidad. La pérdida del sentido del pecado[4] no ha cesado de crecer. La culpa se desgaja de los elementos objetivos que la sostienen, y se analiza como un sentimiento interior e individual. Desde este enfoque, la redención se redefine como la liberación de un sentimiento interior obrada por un don exterior al hombre que Dios concede de modo gratuito.

El pecado como rechazo de Dios y ruptura de la Alianza, introduce una lógica de división y separación que establece una dicotomía entre amor y verdad. Así se postulan simultáneamente un amor sin verdad, y una verdad sin amor. El primero se comprende desde el registro de la emoción, y la segunda se entiende desde la categoría de ley moral, que se impone a la libertad.

Resulta así necesario profundizar en el misterio de la redención, siguiendo el surco abierto por san Juan Pablo II, para poder explicar de qué modo el bien siempre vence al mal. La teología contemporánea ha buscado explicar la redención superando el excesivo juridicismo precedente, donde primaba la idea de la satisfacción vicaria.

3. La redención del corazón

Como afirma san Juan Pablo II en su primera encíclica Redemptor hominis: “la Redención se ha cumplido en el misterio pascual, que a través de la cruz y la muerte conduce a la resurrección”[5]. La redención tiene así un marcado carácter cristocéntrico. Una línea de reflexión y profundización teológica se ha centrado en el estudio de la acción de Cristo como luz para adentrarse en el estudio de la acción humana. La cristología de San Máximo Confesor apunta a descubrir cómo la acción de Cristo en el huerto de Getsemaní es una clave fundamental para comprender de qué modo Él ha obrado la salvación y la divinización del hombre pecador.

Para san Máximo, la integridad de la humanidad y la divinidad de Cristo manifestadas en sus dos naturalezas, se armonizan en la única persona divina del Hijo. En Getsemaní se realiza el acto central de nuestra redención, que alcanzará su cumplimiento definitivo en la cruz y en la Resurrección. La voluntad y operación humanas de Cristo se unen al querer del Padre en un acto de obediencia por el misterio de su carne. De este modo lo que nos salva es la obediencia humana del Logos encarnado; nuestra salvación ha sido querida humanamente por la persona divina del Verbo. Así, Cristo revela la plenitud de la acción humana como obediencia filial[6].

La libertad filial de Cristo proviene de su amor por el Padre y se dirige a crear una comunión de personas con nosotros. En el corazón de la acción salvadora de Cristo se encuentra, pues, esta íntima conexión entre libertad y comunión. Veritatis splendor señala el origen y el destino del dinamismo de la libertad del siguiente modo: “la libertad, pues, hunde sus raíces en la verdad del hombre y tiende a la comunión”[7].

La libertad humana no puede ser absolutizada, pues de este modo pierde su vínculo con el origen y, por tanto, se torna incapaz de dirigirse a su verdadero fin. Es lo que acontece en los albores de la época moderna con el forjamiento de lo que se ha denominado libertad de indiferencia. Esta libertad moderna se distancia de la afectividad, que conduce a la oposición entre libertad y naturaleza, y posteriormente a la oposición entre libertad y verdad. Una libertad sin límites es algo extraño a nuestra experiencia. La consecuencia de esta concepción moderna, es que será la libertad del otro el verdadero límite a la propia libertad.

La libertad humana, sin embargo, es originada, es una iniciativa iniciada, despertada por la presencia de otra persona en nosotros. El nacimiento de la libertad se verifica por este modo de presencia que tiene un carácter afectivo. La tradición cristiana ha profundizado en el dinamismo afectivo para poder explicar el significado de la felicidad como comunión con Dios y con los demás. Así se determina el fin de la libertad en una comunión con Dios debida no solamente a la acción del hombre sino a una recepción activa del don divino.

En el origen de la libertad se esconde un amor originario. San Agustín ha sido uno de los Padres que con mayor penetración profundizó en el misterio del origen. En sus comentarios al libro del Génesis, el obispo de Hipona establece una analogía entre la conversión del corazón hacia la luz de la verdad y la gesta creadora del inicio. Dios creó al hombre para que hubiese un inicio («Hoc ergo ut esset [initium], creatus est homo, ante quem nullus fuit»[8]. Arendt ha hecho notar la diferencia agustiniana entre principio (para referirse al origen del mundo) e inicio (para referirse a la creación del hombre). Sobre esta distinción, la filósofa judía funda su concepción de la libertad humana y su teoría de la acción[9]. En la acción humana se verifica una participación de la acción creadora de Dios, de modo que en ella se verifica una novedad a modo de inicio. Si en el pensamiento griego el inicio (ἀρχή) se consideraba la explicación del orden del cosmos a partir de la causalidad, en el cristianismo supone la manifestación de una plenitud originaria a partir del don de un amor nuevo que es principio de una historia.

Se trata de la presencia de un don de Dios previo a nuestra conciencia, que mueve interiormente al hombre. Santo Tomás de Aquino ha situado el papel del Espíritu Santo y el dinamismo de la gracia en la acción humana a partir de esta polaridad afectiva entre Dios y el hombre. El Espíritu inclina el afecto del hombre para dirigirlo a través de un singular instinto al fin último de la comunión con Dios. La analogía entre el dinamismo afectivo y el papel del Espíritu en cuanto motor de las acciones humanas es muy original en el Doctor Angélico[10]. El Espíritu Santo realiza en el hombre lo que ha acontecido en Cristo.

4. La verdadera misericordia

La acción salvadora de Cristo por el don de sí en la Cruz manifiesta el poder del amor verdadero, capaz de vencer al pecado y regenerar al pecador. La salvación nos introduce en la lógica de la misericordia, que procede como de un manantial inagotable del amor del Padre, alcanza en Cristo muerto y resucitado por nosotros su culminación, de modo que todo hombre puede reconocer en el rostro de Cristo la sobreabundancia del amor de Dios. Como dice San Bernardo, es como si Dios hubiera vaciado sobre la tierra un saco lleno de su misericordia; un saco que habría de desfondarse en la pasión[11].

Por su naturaleza narrativa, relacional y regenerativa, el evento de la misericordia implica un camino que tiene su origen en Dios y alcanza al hombre miserable y pecador, transformando su corazón para hacerlo capaz de elevarlo y hacerlo volver a la comunión con Dios. Debido a este camino, es necesario saber distinguir niveles en la misericordia a través de un uso analógico del término. La teología de la misericordia está estrechamente unida a la teología del amor, y supone una profundización en el significado de la paternidad divina.

Dios no tolera el mal, pero responde al mal no con la inmisericordia, no con la compasión empalagosa que denuncia Nietzsche, sino con la misericordia. Ella es capaz de distinguir el mal y el malhechor sin reducir ninguno de ellos. De este modo, se pone de relieve el contraste entre la tolerancia secular y la misericordia evangélica que apunta a la regeneración del malhechor. Al hombre secular no le importa el bien de la persona ni los bienes que hay en juego en sus relaciones, sino simplemente que no le molesten y que no le agredan. Amar de verdad al otro, es por ello, mucho más que tolerarle.

A nivel teológico, la integración de verdad y amor supone pensar la íntima vinculación entre Cristo y el Espíritu Santo en la experiencia cristiana. Contraponer dialécticamente Logos y Pneuma conduce a la imposibilidad de vivir el don de la vocación cristiana. Como afirma la encíclica Redemptoris missio: “los hombres no pueden entrar en comunión con Dios si no es por medio de Cristo y bajo la acción del Espíritu”[12]. La acción de Cristo y la acción del Espíritu no se yuxtaponen ni son independientes, sino que están profundamente entrelazadas en la economía de la salvación[13]. Los dones del Espíritu y las virtudes y afectos de Cristo interaccionan para configurar la novedad de la caridad, propia de la fe cristiana. En este sentido, convendrá recobrar la estrecha conexión entre sacramentos y virtudes, propia de la visión generativa sacramental de la fe cristiana[14].

La redención implica entrar en la lógica de la sobreabundancia que proviene de la unión vital con el Resucitado que se pregusta ya en la Eucaristía, sacramento de la caridad, sacramento de la sobreabundancia. Las acciones de Cristo, marcadas por el sello de la sobreabundancia, revelan que el misterio (sacramento) no es un plano superior de realidad a la manera platónica, del que los sucesos terrenos sólo fueran un débil y pálido reflejo. La misericordia sacramental está en estrecha conexión con la vida concreta de Jesús en la carne.

La misericordia, inseparablemente unida al don del amor, nos revela que la finalidad de la vida humana no se encuentra en sí misma, sino en la recepción de un don, que es preciso recibir más y más plenamente en las acciones humanas, para que alcance su forma completa y definitiva. El contraste neotestamentario entre la semilla y el fruto es motor de la transformación que proviene de la unión vital con Cristo glorioso que se pregusta en la Eucaristía y en los demás sacramentos.

  1. San Gregorio Magno, XL Homiliarum in Evangelica, 2,30,1: CCL 141, 256: “Probatio ergo dilectionis, exhibitio est operis”.

  2. J. Ratzinger, entrevista con J. Servais, Congreso Per mezzo della fede. Dottrina della giustificazione ed esperienza di Dio nella predicazione degli Esercizi Spirituali, Roma 8-10, octubre 2015.

  3. J. Ratzinger, Creación y pecado, Eunsa, Pamplona 1992.

  4. Pío XII, 26.10.1946.

  5. RH n.10.

  6. L. Granados, La synergia en Máximo el Confesor. El protagonismo del Espíritu en la acción humana de Cristo y del cristiano, Cantagalli, Siena 2012).

  7. VS n. 86.

  8. De civitate Dei, 12, 20.

  9. S. Kampowski Arendt, Augustine and the New Beginning, Eerdmans, Grand Rapids 2008.

  10. J. Noriega, «Guiados por el Espíritu». El Espíritu Santo y el conocimiento moral en Tomás de Aquino, PUL-Mursia 2000.

  11. S. Bernardo, Sermón 1 en la Epifanía del Señor, 1-2: PL 133, 142.

  12. Juan Pablo II, Redemptoris missio, n. 5.

  13. L.F. Ladaria, Jesús y el Espíritu: la Unción, Monte Carmelo, Burgos 2013.

  14. J. Granados, Tratado general de los sacramentos, BAC, Madrid 2017, 261-290.

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Juan de Dios Larrú

Juan de Dios Larrú

Juan de Dios Larrú es un sacerdote religioso y catedrático de Moral Fundamental en la Facultad de Teología de San Dámaso (Madrid). Preside la Asociación “Persona y Familia” que se dedica a la formación de las familias en el marco de la pastoral familiar en España.

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El Veritas Amoris Project se centra en la verdad del amor como clave para comprender el misterio de Dios, de la persona humana y del mundo, proponiéndola como perspectiva que proporciona un enfoque pastoral integral y fecundo.

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