El padre: memoria de la bondad del origen
José Noriega
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Publicado por primera vez en italiano como «Il padre: memoria della bontà dell’origine» en Bollettino di Dottrina Sociale della Chiesa XVII (2021) 85-91. Reproducido aquí en español con la gentil autorización del editor.
“El dinero me lo dio ayer Smerdiakov, el asesino… Fui a su casa antes que se ahorcara. Él fue quien mató a mi padre y no mi hermano. Él asesinó y yo le incité… ¿Quién no desea la muerte de su padre?”[1]
Así responde Ivan Karamazov al juez. Detrás se haya la tragedia del propio Fiódor Dostoyevsky ante la muerte humillante de su padre a manos de sus siervos. Su muerte fue deseada anteriormente muchas veces por Fiódor: no aguantaba a su padre.
Otro es el relato de Telémaco, quien responde así al porquerizo Eumeo que acababa de narrarle los desmanes ocurridos por la ausencia de su padre Odiseo:
“Muy triste es, pero dejémoslo aunque nos duela; que si todo se hiciese al arbitrio de los mortales, escogeríamos primeramente que luciera el día del retorno del padre”[2].
Son dos visiones muy distintas: el deseo de la muerte del padre y el deseo del retorno del padre, que responden a dos épocas muy diferentes. En la nuestra, asolada por la ausencia del padre, ¿acaso no está germinando el deseo de su retorno?
Pero, ¿qué padre deseamos que vuelva? ¿Un padre “amigo”, proveedor a las necesidades, experto en resolución de problemas? Ese sería un padre líquido, inconsistente, adaptable al deseo cambiante del hijo y de la mujer, un padre reducido a las funciones que hace, y, por ello, intercambiable y prescindible.
Papa Francisco ha puesto en evidencia el tema de la paternidad al re-proponer la figura de San José. ¿No supone esto el intento nostálgico de rehabilitar una cuestión periclitada? Incluso, la propuesta de la paternidad del todo especial de San José, basada en una elección, ¿no supone aguar la paternidad basada en “engendrar”?
Confrontar a San José con la tragedia de la paternidad actual puede ayudarnos a entender qué padre es el que estamos esperando: esperamos a un padre que no tenga miedo a acoger a su hijo, a darle nombre, a abrirle a la realidad, a crecer con él, a acompañarle para que llegue a ser padre de sí mismo y de otros. Ese padre vive una paternidad “simbólica”, es más que padre: permite en el hijo la alianza con la alteridad, uniendo origen y destino. Esperamos a un padre que retorne como memoria de un origen bueno, cargado de esperanza.
Para descubrirlo, será necesario dar dos pasos: (I) superar el miedo a engendrar y (II) reconocer cuál es su misión e identidad, a través de las prácticas de paternidad.
1. Superar el miedo a ser padres
«José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús» (Mt 1,20-21). ¿Cuál fue el objeto de la duda de José? Una interpretación inmediata diría que María era el objeto de la duda: esto es, el origen de la gravidez de María. No habiendo sido él, otro lo habría sido, y por ello, habría decidido repudiarla en secreto. Pero ¿sería justo que José dudase del testimonio de María? Porque necesariamente habrían hablado. Por ello, se ha propuesto que el contenido de la duda no recayese tanto sobre María cuanto sobre el mismo José[3]. Esto es, José, creyendo al testimonio de María, duda de cuál es su puesto en la relación con el Hijo de María. Habiendo intervenido Dios de una forma tan importante, le surge el santo temor, ¿cómo debería situarse él? No ve cuál es su puesto y decide retirarse para no estropear el plan de Dios. El miedo de José es el miedo a ser padre de un niño que le supera, en el que hay una acción clara de Dios.
La modernidad ha despertado en sí misma un fantasma: el miedo a ser padre. No es simplemente que los cambios laborales favoreciesen la ruptura generacional en orden a dirigir el capital humano a otra clase de trabajos, o que fuese más conveniente familias con menos hijos para afrontar el trabajo de ambos padres, con las consiguientes dificultades de relación paterno-filial. Es que se ha justificado teoréticamente la ruptura basada en el fantasma del padre castrador, para quien el hijo era visto como el objeto que le permitía perpetuarse, realizar sus proyectos. “No existen padres buenos, es la norma; no acusemos a los hombres, sino al vínculo de paternidad que está podrido. No hay nada mejor que ‘hacer hijos’; en cambio ¡qué iniquidad tenerlos! Si hubiese vivido mi padre, se habría impuesto en mi vida y me habría aplastado. Afortunadamente ha muerto joven”, así se expresaba Jean Paul Sartre[4].
El hijo de los tiempos modernos se ve a sí mismo como un hijo coartado por el padre, venido a menos, enfermo. Freud desveló el mecanismo profundo que estaba en curso: “matar al padre” para que el hijo pudiera ser él mismo. Y mostró cómo ese intento era un intento descabellado, porque el padre muerto llegaba a ser aún mucho más impositivo que vivo: generaba la conciencia de la ley, la religión, la sociedad. Fiódor Dostoyesky mató a su padre en el deseo, y de ahí, al verlo muerto, se generó la culpa y la neurosis, haciendo su vida imposible[5].
Todo ello, junto con una crisis global de autoridad, hizo que los padres dieran varios pasos atrás: primero, no asumiendo su responsabilidad ante los hijos. Así se hizo un padre líquido, adaptable, incluso evanescente, gaseoso, por lo que ha llegado a evaporarse: ya no está, se ha eclipsado. El resultado es claro: no es simplemente que el padre esté ausente de la vida de los hijos, sino que lo hijos viven en la ausencia del padre[6]. Aquí lo importante no es el hecho: muchos padres no pueden estar presentes en la vida de sus hijos, pero esos hijos pueden ser criados con el reconocimiento simbólico de la figura del padre. El problema es cuando el hijo no reconoce simbólicamente la figura del padre porque en su familia, su escuela y la sociedad hay una ausencia simbólica del padre.
Y ¿cuál es el problema? Los hijos, en una sociedad sin padre, tendrán gravísimas dificultades para tomar decisiones y llegar a ser adultos, padres a su vez, siendo ellos mismos[7]. La ausencia del padre hace que la vida se torne en puro proyecto propio[8]. Es la sociedad de los eternos adolescentes.
El siguiente paso es más duro. ¿Por qué ser padre? ¿Por qué engendrar? Engendrar una vida es dañoso, ya sea para el individuo como para el bien del planeta: porque se engendra un ser insaciable en su deseo, que vivirá una vida frustrada, y que arruinará el ecosistema. Así, uno de los gurús del anti-natalismo, David Benatar, concluye: “es un deber evitar la procreación” [9].
De una sociedad sin padre vamos camino de una sociedad sin hijos.
El padre post-moderno necesitaría releer la historia de Abraham con su hijo Isaac. Allí aprendería que, para llegar a ser verdadero padre, también él debe hacer una operación simbólica: “matar al hijo”, esto es, matar la idea de hijo que él se ha hecho, matar su proyecto para asumir al hijo que es[10].
Y en ello, San José nos muestra el camino. Porque lo que es importante no es cómo uno se ve como padre, la idea que tiene de su hijo, si lo sabrá hacer o no. Lo importante está en reconocer la novedad radical que comporta todo hijo, y cómo esa novedad se radica en un designio de Dios sobre el propio hijo. “Tú le pondrás nombre”. Uno no es padre simplemente por un proyecto propio, sino que entiende que en su paternidad se realiza un proyecto divino que preserva la novedad del hijo. Acoger ese proyecto divino supone uno de los nudos radicales de la paternidad, como bien muestra el caso de la paternidad adoptiva.
El principal problema al considerar la adopción no es la dificultad que puedan tener algunos padres para tener un bebé. El problema es que hay un bebé sin padres. No poder tener a su propio hijo permite a los padres adquirir una nueva sensibilidad hacia los niños sin padres. Sin embargo, es importante comprender que este conjunto de dificultades entra en la providencia de Dios. La providencia de Dios quiere dar un padre y una madre a un niño. Y aquí reside la grandeza de la paternidad adoptiva como verdadera paternidad: abrazar ese proyecto de Dios para un niño. Así muestran a los padres biológicos lo que significa ser padres[11].
El miedo a ser padres se desvanece cuando entendemos que no somos nosotros el origen radical del hijo: en nuestro origen se expresa otro Origen que es el garante último de la dignidad e idiosincrasia de cada uno.
2. Reconocer cuál es su misión e identidad
Estamos acostumbrados a valorar las cosas por la función que realizan. La paternidad ha sido vivida con funciones diferentes a lo largo de la historia y de las diferentes civilizaciones. Se hace así difícil valorar cuál es la “función” propia del padre si por ella entendemos un “hacer” exclusivo de él. Porque una función, como un hacer, puede ser intercambiable. En ese nivel solo llegaríamos a la rivalidad.
Una misión está más ligada a la identidad de la persona, a su vocación, a su destino, y por ello, tiene un valor simbólico. San José lo entendió en las escuetas palabras del ángel: “tu le pondrás nombre”. No se trataba del hecho, sino del sentido: “dar nombre” suponía insertar al hijo en la propia línea genealógica, en la propia estirpe, en la propia tradición y así asumir la responsabilidad de lo que ello significa.
Hablar de misión e identidad del padre supone reconocer el “excedente de sentido” que comporta, según la idea de Ricoeur, porque no se agota en la función, en lo que aparece. El padre engendra una vida junto con la mujer. Ese es el hecho. Pero ¿qué vida engendra? ¿Qué relación tiene el engendrar con la plenitud humana? Cierto engendra la vida de una persona, pero esa vida está originariamente y definitivamente relacionada con la suya, y en cuya relación ambos cambiarán y serán más de lo que son. El origen abre, por lo tanto, a un telos. Así la paternidad es simbólica, no solo porque evoque, sino porque hace posible plenitud nueva: une al destino último. “El padre es mucho más que padre”[12]. ¿Qué es? Veámoslo a través de las acciones y prácticas esenciales de la paternidad: Engendrar, dar nombre, proteger, educar.
Saltan ya a la vista tres caveats esenciales para interpretarlas adecuadamente: el primero, evidente, esas acciones no las hace el padre solo, sino en relación con la madre, y solo en esa relación se aprecia lo que aporta cada uno, porque lo aporta desde la provocación de la relación. El segundo, no tan evidente, esas acciones son la mayor parte de las veces acciones indirectas, oblicuas diría Hadjadj, por lo que se entienden a la luz del fruto o intención global y no de lo que pretenden inmediatamente. Cuando uno “pretende” ser padre, entonces se convierte en el fantasma del padre. El tercero, esas acciones suponen un progresivo conformarse de la paternidad. Uno no nace padre, llega a serlo con el tiempo, y lo llega a ser en las edades de la paternidad, desplegando así la identidad relacional en un modo más profundo.
Veamos las prácticas en cuestión.
a. Engendrar.
José no dudó de la potencia del Espíritu para engendrar al Hijo que María llevaba en sus entrañas. Su santo temor iba dirigido a dejar a Dios ser y actuar como Dios. El ángel le mostró cómo: acogiendo la llamada divina. Y es aquí como puede ayudar al hombre de hoy a entender que en el engendrar se cumple una vocación divina. Y se cumple a través de una acción muy singular. Apreciarlo nos permite concretar mejor por qué esconde una vocación.
La acción de engendrar un hombre es una acción del todo especial: porque se engendra en una acción común, de hombre y mujer, movida por un deseo radicado en el cuerpo y en el afecto, cuyo fin intencional no es “producir un hijo”, sino entregarse recíprocamente en un don de sí. Que el hijo venga o no de tal acción ya no es “producto” de su acción, sino fruto, don que Dios da en el don recíproco, fecundando el don al crear el alma que anima su cuerpo: ese hijo será de la substancia de sus padres, pero también imagen de Dios. Uno es padre por el don a la mujer, y por la acogida en el don recíproco del don que Dios da.
Sí, cierto, cada hombre y cada mujer que se entregan sexualmente saben que pueden convertirse en padres. Esa es su responsabilidad procreativa. Entienden que ese don sexual es mucho más que un acto sexual, porque les une a su destino: ser una sola carne pudiendo generar un hijo de su propia substancia. En el origen de nuestra vida se encuentra, por lo tanto, la esperanza de un hombre y una mujer que entienden la bondad de lo que hacen y de lo que puede venir como fruto. Y en el abrazarse recíproco, abrazan también al hijo que podría venir. El mismo placer que experimentan es la memoria original del gozo del Creador: “Y vio Dios que era muy bueno”.
Así entendemos que Gabriel Marcel dijese que en el origen de la paternidad se encuentra el “voto creador”, que sería como un “fiat” por el que “me decido a poner todas mis energías al servicio de esa posibilidad” que Dios me da, al modo de una vocación. La paternidad deja de ser entonces el fin de un proceso biológico para convertirse en una acción humana, del todo especial, cierto, pero en la que está presente la decisión del hombre como un consentimiento a una vocación divina. Aquí se encuentra la razón por la cual el padre puede caer de rodillas ante su hijo recién nacido, y dejarle ser él mismo sin pretender decidir lo que será en la vida[13].
El hombre se entera de su paternidad por la palabra de la mujer. Es a ella a quien da crédito de algo tan esencial para sí mismo. Esa palabra: “estoy en cinta”, no solo indica el origen, sino también el futuro: son palabras que abren un futuro común más rico, más pleno. El crédito es a esa plenitud común.
Pero ese crédito el padre no se lo da solo a la mujer, se lo da también a Dios.
Y ese es el crédito que san José dio a su mujer y a Dios: ese Niño, cuyo origen se encontraba en la acción del Espíritu y el fiat de María, de la sustancia de Dios y de la sustancia de María, era un futuro rico para ellos y para la humanidad. Lo asombroso era que Dios lo confiaba a él, a su fiel custodia, para que él lo introdujese en su estirpe al darle nombre. Ahora José entiende su vocación y su misión. Y puede dar su voto creador, su fiat, y acoger a su mujer y al Niño, uniendo su destino al suyo.
Es aquí, en el voto creador, donde los tres momentos del engendrar: unirse, recibir la noticia de que se va ser padre y abrazar a su hijo apenas dado a luz adquieren su sentido simbólico. Este voto adquiere la forma de un consentimiento a una vocación divina, prometedora y esperanzadora.
b. Dar nombre
Fue el primer trabajo de Adán y Eva: dar nombre a todos los animales. Con ello expresaban uno de los elementos del ser imagen de Dios: dominar la creación, distinguir y separar los vivientes.
Sobre la persona humana el nombre no se impone como sobre los animales. Domina quien posee. Posee quien impone el nombre. Pero los hombres no nos poseemos, sino que nos pertenecemos. ¿Es el hijo de los padres? Solo cuando los padres son del hijo. Recibimos el nombre porque quien nos da el nombre nos acoge en su estirpe y así puede surgir una pertenencia recíproca. Decir “tú eres mi hijo” solo se puede decir cuando el hijo pueda decir a su vez “tú eres mi padre”. No lo sabía el hermano mayor de la parábola, y se lo tuvo que recordar su padre: “hijo, todo lo mío es tuyo”.
José da nombre a Jesús. Es un nombre que ha recibido del ángel, lleno de historia: “Yahveh salva”. Señala la misma identidad del Niño. Y con el nombre va su apellido: bar Yosef, Jesús hijo de José. En Israel, “dar nombre”, suponía la esencia de la paternidad. Por ello San José es, a todos los efectos, padre de Jesús. Y así entra en la estirpe de José, estirpe de David, como aquel que la culminará.
¿Qué significa introducir en la propia estirpe? Es introducir en la propia tradición, de aquello que se ha recibido como la cifra del sentido de la vida. Para introducir en ella es preciso decidirse a hacer partícipe al propio hijo de lo que supone formar parte de esta familia en esta sociedad. Es como un “voto familiar” de que este hijo, por lo que recibe, podrá ser reconocido como miembro de ella.
El hombre de hoy engendra, pero tiene miedo de asumir la responsabilidad sobre su hijo, de darle nombre e introducirle en su estirpe. ¿Acaso no es un signo de ello la banalidad de nombres que reciben los niños hoy? Sí, detrás está el complejo del padre castrador: no se quiere sofocar al hijo, imponer un destino. Que sea él quien elija. Pero, ¿cómo va a elegir si no pertenece a una estirpe?
Fue en la ceremonia de la circuncisión cuando tuvo lugar la donación del nombre. Se circunda el miembro sexual masculino infligiendo una herida. Y es que el padre está llamado a infligir una herida en su hijo, como bien ha destacado Claudio Risé[14]. ¿Una herida? Sí, porque el hijo vive en simbiosis con su madre, en la ensoñación de poderlo y tenerlo todo. Hiere para liberar al niño del ansia de omnipotencia. Freud lo vio. El complejo de Edipo señala el intento del acceso sexual a la madre y sus subrogados. Lo que importa aquí es que la madre es vista como aquella que sacia necesidades, aquella en la que se obtiene plenitud. Con ella podrá vivir el “principio placer”. Ese niño así quedaría sofocado. Al herir, el niño se sabrá hijo de un padre que abre espacio nuevo, camino, futuro.
Ahí se encuentra la autoridad del padre: en “hacer crecer” al niño. ¿Acaso no es la etimología de autoridad el verbo augeo? Y no hay crecimiento sin herida.
Hoy la donación del nombre tiene lugar en el bautismo. Es la primera pregunta que hace el ministro: “¿qué nombre habéis elegido para vuestro hijo?” Ante la Iglesia tiene lugar el acto por el que el padre reconoce a su hijo, le da nombre y le inflige una herida. Como José, ahí reconocerá que su hijo es también hijo de Dios. Como Abraham, ahí renunciará a su proyecto para acoger el proyecto de Dios sobre su hijo. Ahí deberá tomar fuerzas para infligir herida y evitar la simbiosis. Es la tercera pregunta del ministro: “Al pedir el bautismo, ¿sabéis que os obligáis a educarlo en la fe?”.
Pero antes de considerar la educación, hemos de ver lo que significa proteger.
c. Proteger
La protección que ofrece el padre a los hijos es lo más obvio hoy. Aunque también sea muy discutido. Sí, porque si hoy Nuestro Señor contase de nuevo la parábola del hijo pródigo, cambiaría argumento: no sería el hijo menor quien se va de casa, sino el padre, para encontrarse a sí mismo fuera de ella, entre prostitutas y cerdos, ante la sorpresa de los hijos. Cierto, en ocasiones el padre se va porque no ve su lugar en casa, porque incluso la protección la ha asumido la madre.
Nuestra dificultad es entender de qué es custodia el padre. Lo es, cierto, de la vida ante los peligros amenazantes. Pero esos peligros no son simplemente los peligros que atentan contra la vida, la salud o los recursos. Lo son también, sobre todo, los peligros que ponen en juego la esperanza original, el voto creador, la promesa de Dios sobre los hijos.
Y es aquí donde hoy los padres más necesitan claridad para adivinar esos peligros que ponen en duda el mismo destino de los hijos. No solo claridad, sino el coraje de abandonar los lugares de riesgo, perdiendo su comfort zone.
Proteger al hijo se torna entonces en defender su destino. La situación extrema hace que el fantasma del padre castrador se desvanezca y surja en el hijo el símbolo del padre que es capaz de dar la vida por él[15]. Aquí está el verdadero poder del padre: en su capacidad de entregar la propia vida para que el hijo viva y viva una vida plena[16]. Benigni con su película La vida es bella nos ha mostrado en qué modo la entrega del padre ha permitido que el niño gritara: “¡hemos vencido!”, y que por ello su autor sentenciara: “esta es la historia del sacrificio de mi padre”[17].
d. Educar
No sabemos cómo fue todo el proceso educativo de Jesús. Los pocos detalles que tenemos nos sirven para delinear algunos aspectos decisivos: la participación de la Sagrada Familia a los ritos litúrgicos, y el trabajo de Jesús, carpintero como su padre.
Y es que “educar”, como “engendrar”, es una acción indirecta, oblicua. Spaemann ha puesto en evidencia que cuando los padres “pretenden” educar a través de una acción directa, la mayor parte de las veces fracasan: el hijo se cierra en banda y no recibe nada. Mientras que cuando los padres o educadores “hacen buenas cosas” con sus hijos, cosas que por sí mismas tienen fuerza y sentido, entonces sucede algo maravilloso: en los hijos queda un efecto, un fruto. ¿Cuál? Cambian, haciendo suyo el modo de ser de los padres[18].
José introdujo a su hijo en los ritos religiosos familiares, y esto supuso un efecto en el corazón de Jesús: abrir su oración al ritmo del Pueblo de Dios, entender que es en esa relación donde el pueblo adquiere su cohesión e impulso. José introdujo a su Hijo en su trabajo de carpintero, y eso supuso un efecto en el corazón de su Hijo: asimilar el estilo de trabajo de su padre, como un llevar a término la creación del Padre para construir una sociedad en donde podamos vivir como hijos de Dios.
Ese realizar cosas buenas con los hijos supone un ahondar en la herida de la circuncisión. Porque esas “cosas buenas” son cosas para las que el niño todavía no está preparado. Le superan. Podrá lastimarse. Suponen un riesgo. La tentación es quedarse bajo el abrigo de la madre. Y el padre debe arriesgar, pedir al niño algo que todavía no sabe hacer, en lo que quizá fracasará por su falta de experiencia.
Lo muestra con fuerza el cuadro de Van Gogh “Los primeros pasos”. La madre lleva a la niña pequeña a ver al padre en la huerta, sosteniéndola por los brazos. Y ahora el padre, tras dejar su azada, llama a la niña y le abre los brazos para que venga a él. Esa niña se podría tropezar y hacer daño. La madre debe aceptar soltar a la niña para que aprenda a andar. El padre sostiene a la madre, porque se muestra capaz de resistir las heridas de la hija. Es en esa mutua confianza y en la aceptación de las distintas funciones como la niña aprenderá a caminar, tendrá un espacio nuevo, y podrá afrontar el futuro como una aventura.
Sí, educar es introducir en la realidad. Así lo enfocaba Giussani[19]. Winter vería al padre como esa voz primitiva que recuerda a cada ser humano la presencia de una alteridad irreducible que impide al niño la pretensión de reducir el mundo a sí mismo: es el padre el que impide el sueño narcisista de pretender que “yo soy el mundo” [20]. Ese padre abre así al niño a la realidad.
Pero educar, ¿es introducir o sacar? La etimología refiere a educere, sacar; sacar del niño lo que ya tiene. ¿Con qué quedarnos? Si de introducir se trata, volvería el fantasma del padre impositivo, que introduce al niño en su proyecto. Si de sacar se trata, ¿qué saca? Un reconocimiento. Su hijo reconocerá que sus deseos hacen referencia a un deseo radical y que éste se cumple en la ley, que es la garante de la grandeza del deseo. Más, reconocerá que su bien personal se cumple en el bien común, primero de la familia y luego de la sociedad, no como una agregación de bienes, sino como la participación en algo más grande. Eso más grande aparece como un telos, plenitud de vida.
¿Cómo es posible? Freud se equivocaba, el deseo no es pura pulsión, vacía de dirección. Tiene un sentido. Y ese sentido aparece en los amores que recibimos. Porque el padre ofrece un amor nuevo al hijo que conforma la pulsión natural del deseo y lo abre no a la satisfacción, sino a una relación recíproca: fiándose el niño actúa, y actuando, reconoce la conformidad de esa relación con su deseo más profundo. El padre saca a partir del don del amor que le ha ofrecido y que permanece en él a modo de una presencia interior[21]. En efecto: “el deseo nace no de una facultad, sino de una experiencia pasiva, de la experiencia de ser tocados, movidos, o conmovidos, por otros que están interesados en mí. El deseo nace del afecto”[22]. De este modo, enriquecido por el amor y reconociendo la conformidad de ese deseo así plasmado con la ley, el hijo podrá introducirse en la realidad humana, con protagonismo: más aún, generar realidad humana en torno a sí. El padre saca la libertad de su hijo, saca al hijo, que se convierte en padre de sí mismo.
Para entenderlo en un modo más concreto: todo el trabajo educativo se basa en el dinamismo afectivo que el niño tiene, y que comporta una presencia afectiva de los padres y por ello, una orientación inicial hacia el mundo[23]. El padre a través de los relatos que narra a su hijo le ayuda a comprender el sentido de esa orientación y la plenitud que comporta, y a través del actuar común, provocando su libertad, le permite elegir esa plenitud y conformarse así como persona. Con ello, abre un camino de plenitud a su hijo en el que el afecto puede florecer y convertirse en motor de excelencia, virtud: ese camino tiene su origen en el don dado y su meta en la plenitud que va actualizando en sus diferentes edades. Como todo camino, pide delimitaciones de lo que es un camino y lo que no es un camino. Por ello, el padre, al señalar los límites de acción a su hijo lo que está es abriéndole un camino en el que expandir su verdadera humanidad. Cada «no» que el padre le dice es porque hay un «sí» que promover. Querer ese «sí», quererlo en modo convencido, es lo que el padre consigue «sacar» de su hijo.
Benedicto XVI habló de una “emergencia educativa”. Se ha perdido el sentido de lo que es educar. Y se ha dejado en manos de “expertos”. San José nos ayuda a retomar el protagonismo educativo, porque educar es simplemente hacer buenas cosas con los hijos; seguir los ritos religiosos, estudiar con ellos, trabajar juntos y tantas otras. Se trata de prácticas comunes que por su bondad y belleza dejan efecto, conforman al hijo.
Incluso las deficiencias de los padres tienen su efecto educativo[24]. También San José tuvo días en los que se dijo a sí mismo: “he fallado”. Ocurrió cuando fueron al templo para que Jesús tuviera el rito por el que pasaba a ser un israelita de pleno derecho, un “hijo de la ley”. Extraña que el Niño se hubiese quedado en el templo, y de ahí la queja de su Madre: “Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados”. Pero extraña, sobre todo, la respuesta de Jesús: “Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre” (Lc 2, 48-49). Con ello muestra cuál es la cuestión radical de la adolescencia. Hoy se ve como un problema de identidad consecuencia del nuevo interés sexual. No dudo que esto sea importante, pero precisa un marco mayor de referencia para poder integrarlo. En la relación entre “tu padre”, José, y “mi Padre”, Yahveh, se juega el nudo decisivo de la adolescencia: ¿esto que tú me dices o me mandas, es así porque tú me lo dices o me lo mandas, o es así porque el Padre lo dice o lo manda? ¿Hay una verdad por encima de ti?
La adolescencia es el momento en el que el hijo provoca a los padres para que le muestren el fundamento de lo que le enseñan. Es el momento en que los padres reconducen al Padre como al Origen último de su paternidad. No es “mi verdad” sino “la verdad”, enraizada en Dios. Es el momento en que el padre debe dar cuenta del voto creador que estuvo en el origen de la existencia de cada hijo.
Solo así se entiende porqué Jesús sigua sometido a sus padres al bajar a Nazaret. Esa nueva madurez se enraíza en su conciencia de que es a su Padre a quien él obedece cuando obedece a sus padres.
Años después pudo decir: “Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo” (Mt 23, 9). Lo que no quiere el Señor es que el padre de la tierra oscurezca al Padre del cielo. Al contrario, como Él mismo dice de sí mismo: “quien me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14,9)[25].
Y es que Jesús se convierte en el “Padre del siglo futuro” (Is 9, 6). Siendo Hijo de Dios y de María, se ha entregado por la Iglesia, su esposa, y fruto de su entrega esponsal es que el Padre le hace padre a él, engendrando su vida en nosotros[26].
Entonces nos es claro: todo el proceso educativo va dirigido a que el hijo llegue a ser padre a su vez. De sí mismo en primer lugar, engendrándose a través de sus actos libres. De otros en segundo lugar, engendrándoles a través de la entrega de sí.
Conclusión
Sí, de Karamazov a Telémaco, del deseo de la muerte del padre al deseo de su retorno, del fantasma del padre al padre simbólico. Aquí está el proceso en el que estamos implicados.
No es la facticidad del padre, sino su figura simbólica: esto es lo que deseamos que retorne. Se requiere un reajuste en el padre. Pero en el hijo también. Y en la sociedad. Y en la Iglesia. Queremos que vuelva el padre que pone nombre, aquel que es memoria de la bondad del origen, aquel que concilia el deseo y la ley, el origen y el destino.
Telémaco tuvo que reconocer a su padre, y para ello ayudó Atenea. Hoy ayuda san José, mostrando que en el origen hay una vocación divina. Cuando el padre la acoge, en sus prácticas de paternidad traslucirá la esperanza originaria, y así el Origen último. Más, esas prácticas le harán ser más padre, en un proceso de plenitud que ensancha su vida y le permite desbordarse más en el hijo.
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F. Dostoyesky, Los hermanos Karamazov, Edaf, Madrid 1991, XII,V, p. 716 ↑
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Cfr. Winter, cit., 133-134 ↑
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Cfr. L. Melina, Cristo e il dinamismo dell’agire, PUL-Mursia, Roma 2001. ↑
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